El aire se me atasca en los pulmones, los párpados me pesan y parpadeo intentando aclarar la borrosa vista. Escupo el aire atorado en el tórax y el sonido de las máquinas a mi lado me desorientan.
¿Dónde rayos estoy? No recuerdo mucho, solo recuerdo las últimas palabras de Eliot Morgan antes de subirme a la aeronave. Me desplomé en el suelo cuando mis pulmones fallaron y no recuerdo nada más.
Estoy… ¿En un hospital? Las máscaras de gas y los tubos inyectados en piel me lo confirman.
Miro hacia delante viendo mi cuerpo. Aún sigo con la misma ropa. El cabello lo siento húmedo y lodoso. Intento alzar mis manos y no puedo. Esto sujeta a la camilla con esposas de Velcro. Intento forcejear cuando el pánico y la oleada de recuerdos me confirman que no importa si estoy en un hospital. «Eliot Morgan» estoy con ese malnacido.
Reposo mi espalda en la camilla, rindiéndome ante cansancio. El pecho me arde como nunca y quiero llorar con la fuerza que ejerce mis pulmones por cada bocanada de aire que respiro.
—Está estable señor. —habla la enfermera y me recuesto fingiendo estar inconsciente.
Entran en la habitación inmaculada, no hay ventanas, ni un televisor y otro objeto, solo paredes blancas y azulejos color hueso.
—¿Cuándo despertará?—reconocería su en medio del caos. Morgan es un desgraciado y no sé qué demonios hacer.
Su amenaza me cala los huesos y no sé si es pánico o miedo a ser torturada.
—Le suministré anestesia para el dolor, no debería demorar en despertar. —le confirman.
Paso unos minutos y solo escucho la voz de la enfermera tarareando una canción de los Rolling Stone, cambian las vendas en las diferentes partes de mi cuerpo y siento un ardor en el brazo cuando el medicamento empieza a correr por mis venas.
Pasan dos horas y un enfurecido Eliot patea la puerta con enojo.
—¿Cómo que no está despierta? —le grita a la enfermera. —¡Está fingiendo!
Se me acerca y siento todo en mí temblar. —Si no despiertas, mataré a todos tus amigos uno por uno. —amenaza e involuntariamente abro los ojos.
—Lo sabía. —se ríe. —Levántate. —me exige.
No le hablo, no le miro, solo quiero regresar atrás y haber hecho las cosas bien. —¡Señor, la paciente, se fracturó dos costillas a tal grado de comprimir sus pulmones, no puede caminar!
Eliot se acaricia la barbilla con disgusto y exige que me monten en la silla de ruedas. No inmuto palabra, si quiero salir de aquí, primero debo descubrir como.
Los pasillos son largos y cada dos metros hay un guardia de seguridad custodiando las puertas. Entro a otra habitación, esta vez solo hay una ventana rectangular y una silla anclada al suelo.
La ventana refleja como un espejo, pero puedo escuchar los murmullos del otro lado. —Necesito algo de ti.
Su voz es rasposa y quiero lanzarme contra él y arrancarle las cuerdas vocales. Pero el collar metálico en mi gargantilla me lo impide.
—Peind Wilson, no quiere cooperar y necesito que lo convenzas. —me dice.
Guardo silencio y él se exaspera.
—Amárrenla a la silla. —exige y dos guardias me toman a la fuerza subiéndome a la enorme silla en medio de la habitación. Sujetan mis piernas y mis manos con Velcro haciendo tanta presión que la circulación se me detiene.
—Necesito que le pidas a tu abuelo ayuda. Mejor dicho, necesito que le ruegues. ¿Entiendes? —su aliento golpea mis mejillas y quiero gritar, pero me contengo.
—¿No vas a ayudar? —puedo notar su molestia en cada facción de su rostro. —Muy bien, sea por las buenas o por las malas, pero ayudarás. —confirma. —Enciéndanla.
El escalofrío recorre mi columna y tiemblo con el zumbido que ejerce la máquina. Me muevo incómoda en la silla, aguantando el pánico y un sonido como vidrio al caer y romperse desencadena una corriente eléctrica que surca mis huesos, mi piel, y cada maldita célula. Me arde cada poro de la piel y los temblores no cesan aun cuando la máquina deja de funcionar. La saliva se me escapa de los labios y el cabello me cae hacia delante.
—¿Me ayudarás? —vuelve a preguntar.
No quiero, mis defensas ruegan a mi cerebro para que responda un "Sí” pero me muerdo los labios con fuerza y otra descarga me deja delirando.
—Necesito que le pidas a tu abuelo…
Corta sus palabras cuando recojo fuerza de no sé dónde para alzar la mirada, las lágrimas salieron sin pedirme permiso y aun en mi estado deplorable me niego a sollozar como una nena. Puedo notar en sus ojos un poco de remordimiento, pero se esfuma cuando le lanzo la mirada de odio. Lo odio, no me interesa sus razones, es un maldito y más le vale no darme la oportunidad por qué lo mató.
Otra descarga me hace contonearme en la silla, quiero volverme un ovillo y abrazarme yo misma para consolarme, pero el Velcro me lo impide y muerdo con tanta fuerza mi labio que saboreo el sabor a hierro de mi propia sangre.
No veo bien, la vista se desenfoca y vuelve a enfocarse. La cabella me quiere estallar y cada hueso me cruje. Sigo temblando como una niña que le teme al monstruo debajo de su cama.
No soy una santa, tampoco merezco ser conocida como alguien de buen corazón, pero he luchado con mis demonios por años y aun cuando quería perderme en la oscuridad, yo misma cree mi propia luz para guiarme. No suscito ser merecedora de tantas desgracias.
El día pasa con el tic toc, del reloj y cada media hora me preguntaban si estaba dispuesta a cooperar. Mi silencio era tomado como un “No” y las descargas por cada media hora aumentaban.
No reconozco mi autoestima por qué está por los suelos y si quiero sonreír el temor me contrae por dentro. No quiero más descargas y aun teniendo todo el cuerpo entumecido, siento el alivio cuando dos sujetos me sueltan el velcro arrastrándome por los pasillos hasta una habitación. Me lanzan dentro y quiero levantarme, pero no puedo, sigo temblando y las venas me calcinan los sentidos. Es horrible el ardor.
Me arrastró hasta la colchoneta y estiró mis piernas con un quejido. Mierda. Estoy destruida y quiero saber que pasará conmigo mañana, pero no lo sé.
Me quedo ida mirando el reloj por horas, como cambian los segundos y los minutos. Trajeron una bandeja de comida y tengo hambre, pero no puedo levantar el vaso sin dejarlo caer y masticar me es imposible con los dientes cancaneando.
Tomo agua intentando retener el líquido sin derramarlo y estado lo que pruebo durante las dos horas que siguen. Tengo las muñecas y los pies marcados por el velcro y las uñas rotas de tanto rasgar el brazo de la silla. Me arden los labios de tanto morderlos.
Sigo con la misma ropa rascada y sucia de aquel día y me sumerjo en un sueño donde quiero descansar, lo necesito.
La puerta se estrella y mi subconsciente me despierta de un salto. No me dan tiempo de refutar antes de que dos enfermeras y un guardia me arrastre a otra habitación. Todo me tiembla con el terror de volver a la estúpida silla, pero solo encuentro una bañera. Me quitan la ropa y me sumerjo en las aguas heladas mientras las otras mujeres me lavan. El collar metálico sigue adherido a mi gargantilla y al salir solo me dan un cambio de ropa. Pantalones largos y una blusa de tirantes blanca.
Me regresan a mi alcoba y otra bandeja de comida me espera. Devoro lo que puedo y soy interrumpida por otra enfermera. Trae con ella una maleta y veo el pesar dibujado en su rostro cuando me escondo en la esquina.
—Chequeo de rutina. —me dice. —Quiero saber cómo están tus costillas.
No me causa confianza y la apartaría, pero sigo temblando por las descargas de ayer y el dolor en las costillas es casi asfixiante. Me revisa y su rostro me confirma que el dolor es bien justificado.
Se me contraen los músculos cuando la pesadilla andante entra vestido de vaqueros ajustados y una camisa negra encorbatada, lleva el saco sobre sus hombros y sonríe al verme.
—Estás lista para cooperar. —me pregunta y todo el odio se triplica. Siento que me envenenó, sea por el dolor o por la rabia.
—¡Está herida de gravedad, no puede seguir en la silla! —afirma la enfermera.
Discuten un rato entre ellos y luego de unos minutos la enfermera se retira dejándome sola con él.
—¿Cuánto tiempo, piensas seguir con la ley del hielo? —tomo lugar a mi derecha.
—Te ves mal. —se burla. Toma mi rostro entre sus manos y libera mi labio inferior de mis dientes.
—¡Destrozarás esos bellos labios si sigues mordiéndolos de esa forma! —estoy segura de que mis ojos desprenden veneno al verlo y me suelta de un tirón.
Dos guardias entran y me preparo mentalmente para lo que sigue. Me arrastran con ellos y siento que el pasillo es eterno, que no acaba y llegando a la habitación con puertas de cristal me derrumbó.
Está dividida por varias secciones, pero todas tienen puertas de cristal y todo se ve desde donde estoy. Mi pulso se acelera y el arrepentimiento me vuelven nada.
En el lado izquierdo está rubí y Daniel holgados como si fueran cerdos para el matadero. Y mi abuelo… Él está tan golpeado que su rostro se desfiguró, todos llevamos la maldita gargantilla de metal y Daniel alza la mirada al verme.
Las lágrimas me invaden y es que no somos unos animales, no tenemos por qué ser tratados de esta forma. Ejerzo fuerza para caminar y el guardia se lanza sobre mí. Me golpeó el rostro contra los azulejos y el río de sangre no demora en aparecer manchando los blancos azulejos.
—Mierda. —me quitan al hombre de encima y miro sobre mi hombro, como Eliot le rompe la tráquea y el guardia cae a mi lado.
—¡Mucho cuidado! —advierte y todos en el laboratorio pasan saliva con sabor amargo.
Eliot me toma alzándome, la enfermera le lanza una gasa y él pone sobre mi coronilla cubriendo la herida.
—Vas a ayudar o debo torturarlos a los tres delante de ti. —amenaza y el nudo en la garganta se incrementa.
—Púdrete imbécil. —vocifera rubí con todo su vocabulario obsceno.
Sin titubear el guardia a su lado alza la mano volteándole el rostro y Daniel se contrae con furia asiendo sonar las cadenas que lo mantienen colgado.
El puño impacta contra su abdomen y él finge insensible al dolor, sacude con más fuerza las cadenas y el guardia se asusta alejándose un paso de él. Saca la vara y los choques eléctricos contraen su cuerpo.
El abuelo sigue quieto en la silla sin moverse y el pánico me absorbe con el terror de que no esté respirando.
Abro y cierro la boca intentando articular alguna oración, pero no me sale nada. La mandíbula me tiembla y cada hueso me cosquillea con lo tensa que estoy.
Eliot me lleva adentro y me sientan al frente del abuelo. —Esperen todavía falta para la reunión familiar. —se burla.
Mis ojos pasan de él a la mujer que arrastran dos guardias y siento como todo se me va viendo a Grey en condiciones no aptas para nadie.
La sientan en el lado izquierdo a mí y ella balbucea con la sangre goteando.
—Lo siento. —Morgan encoge los hombros. —Intento escapar dos veces. —explica. —Tuvimos que romperle el brazo izquierdo y la pierna derecha.
La simple idea me contamina los miedos y Grey alza la vista mirándome con un ojo cerrado y el otro abierto.
Ambas dirigimos la mirada hacia el abuelo que empieza a despertarse y el terror le tiñe las pupilas al vernos a las dos. —Bien. —Morgan hace palmas. —¿Comenzamos? —cuestiona.
El abuelo forcejea con el velcro intentando zafarse.
—Creo que tenemos suerte. —habla una segunda voz femenina. Es alta, delgada, con el cabello hasta los hombros y el uniforme mayormente de cuero.
Determina el ambiente y suelta a reír con gozo. —Dicen que Piend Wilson es un sádico e insensible. No mayor a un témpano de hielo. —empieza a hablar. —Pero… Tiene preferencias. —toma mi rostro con la mano derecha y la de Grey con la izquierda.
—Ya veo por qué son tus preferidas. —se voltea a ver al abuelo que sigue gruñendo con enojo. —Son muy hermosas. —saca la daga y la desliza por mis mejillas.
—¿Qué haces aquí Naya? —la mano de Eliot detiene la daga y se la arranca de las manos. —Termine mi trabajo antes de tiempo y quise venir. —la chica se lanza a sus brazos comiéndole los labios y yo aparto la mirada con asco.
Tomo aire tratando de sopesar todo esto. Es una mierda, todo esto es una jodida mierda. Luego de unos minutos se separan y él limpia con picardía el labial cereza de sus labios.
—Necesito que cooperes. —habla rodeando al abuelo. —No por ti, por ellas. —el abuelo nos mira con pesar antes de negar con la cabeza.
No me importa, sé lo que representa, todos los aquí presente lo sabemos. Es por esto que nadie ha suplicado aún con todo lo que han sufrido. El zumbido de la máquina me hace temblar y los grilletes de las cadenas de Rubí y Daniel empiezan sonar desesperados por soltarse.
El primer golpe le corta el aire a los dos y los segundos avanzar cuando cierro los ojos mordiendo mis labios para soportar los corrientazos de energías. Ni yo, ni Grey, gritamos o lloramos, no suplicamos o renegamos, el abuelo mantiene las pupilas dilatadas y el odio, rabia y desespero lo moldean, pero tampoco dice nada.
La sesión termina y los temblores me asen mover la cabeza de un lado a otro sintiendo que soy un terremoto que derrumba todo, el dolor en la costilla me hacen arquearme cuando me sueltan el velcro y caigo al suelo con los temblores sacudiéndome.
—No está funcionando. —habla el sujeto con el aparato en su mano.
Los muy desgraciados monitorean nuestros signos vitales a cada nada y si ven indicios críticos en la salud se detienen.
—Tengo una mejor idea. —habla la chica de cabello corto.
No escucho bien, el ardor se mezcla con las arcadas de vómito que me invaden, pero no es vómito, es sangre, mierda. Estoy vomitando sangre como si me estuviera desangrando por dentro.
Despierto horas después conectada nuevamente a máquinas y esta vez también con una bolsa de sangre.
Pasan horas y horas y nadie viene por mí, cada cierto tiempo entra la enfermera y monitorea mi estado. Al tercer día me siento mejor, más recuperada, no me duele tanto las costillas y me siento con energía. Pero mi alegría duro poco. Eliot entra junto a la chica que llamo como Naya.
La chica está diferente, más rabiosa y sus ojos me detallan con odio y repulsión.
—Ya está mejor. —le confirma la doctora y sé lo que viene, lo sé y el nudo de terror me contrae el estómago.
Me obligan a ponerme de pie. Los azulejos están helados y camino sobre ellos dando pasos suaves. Subo el ascensor y entramos a otro laboratorio y detrás de las paredes de cristal hay una habitación parecida a la primera en la que estuve, excepto por qué no hay sillas.
Me adentran en ella y corro como loca sujetando el rostro de mis amigos, están idos mirando al suelo. No sé qué le hicieron, pero están mal, muy mal.
Tocó sus pulsaciones y quedó a media cuando un zumbido me revienta en los tímpanos. Grito por primera vez revolcándome en el suelo. Es tan fuerte que siento que todo tiembla y el dolor en los tímpanos me llega hasta el cerebro.
Me dolió en posición fetal cubriendo mis oídos y de reojo veo a todos cubriendo sus oídos como si fuera lo único importante en la vida. Pasan horas, unas malditas horas donde no cesa, dónde no se compadecen, dónde solo escucho el zumbido atroz que nos tiene a todos en el limbo del dolor agonizante.
No sé cuándo se detuvo, pero la enfermera pasa la linterna por mis pupilas y escucho al fondo su voz preguntando si estoy bien. No respondo, estoy detenida en el tiempo y ahora entiendo por qué todos estaban tan idos cuando llegue. Mis sentidos fallan y la mandíbula me tiembla al contener el torrente de emociones que cargo dentro.
¿Cuándo demonios acabará esto? ¿Al menos nos están buscando? ¿Dónde estás, Daez? No quería pensar en él, por qué las palabras de Eliot me hicieron dudar por un segundo, pero si voy a salir de aquí, al menos quiero pensar que valió la pena, no quiero más dolor, más sufrimiento. La doctora sale y dejo salir un respingo de dolor cuando veo el temporizador reiniciarse. «Dos horas»
No lloré, pero mi alma sí, lo hizo. Dos malditas horas más de este calvario. El zumbido comenzó débil y subió nuevamente haciendo que me golpeara contra la pared tratando a apaciguar el dolor. La vista se me nublo y ni con todo me doblegué, no quería hacerlo. La mano de Daniel se posó sobre la mía y en la agonía me dedico una mirada agotada mientras sus uñas se enterraban en mis manos.
Asentí con la cabeza, teníamos que hacerlo, sobrevivir y tener fe. Eso debíamos hacer, pero ¿Cómo?
CONTINUARÁ…