—Anda ve a dejar esto en la mesa.
Y puso dos platos sobre mis manos, los lleves con precaución a la mesa, aún seguían calientes y al volver a la cocina la expresión de mi madre era de espanto.
—Olvide comprar el pan—anuncio exaltada. Le iba a decir que no hacía falta comprarlo, pues afuera aún seguía lloviendo y hacía mucho viento para salir, pero ella ya tenía el dinero en la mano y el abrigo en la otra.
—Si quieres yo voy por él—propuse con tal de que no saliera, había estado en la cocina bastante tiempo y su cuerpo resentiría el frío de la lluvia.
—¿Y eso?
—¿Qué?
—Bueno, es muy raro que tú quieras salir de la casa y menos cuando hay mal clima—dijo recalcando mi extraña costumbre de no querer salir y quedarme en casa a leer o tratar de estudiar las notas de las tutorías, aunque a veces solo lo hacía para evitar la fatiga de tener caminar unas cuatro cuadras a la panadería más cercana.
—Mi papá me dijo que te ayudara—indiqué algo ofendida por remarcar mi falta de interés en hacerle los mandados. Alzo la ceja quizás a manera de mofarse de mi ofrecimiento para ir por el pan y después de unos segundos extendió su mano para darme un real.
—Más vale que regreses con todo el cambio—me amenazo proporcionándome su abrigo— que sean solo seis panes de sal, ni uno más ni uno menos
.
—Sí—le dije mientras me colocaba el abrigo encima y me encaminaba hacia la puerta.
Justo al pasar por la oficina de mi padre, él abrió y se me quedo mirando extrañado de verme con el abrigo de mama, que me quedaba grande y me hacía ver demasiado pequeña, aunque prácticamente mediamos lo mismo, un metro con cincuenta y siete centímetros, la única diferencia era la complexión del cuerpo, yo era más delgada que ella y ella un poco más recia de los brazos aunque sus pechos voluminosos le ayudaban a llenar la parte delantera del abrigo y su pequeña cintura le daban un estilo más femenino y agraciado.
Era una mujer muy atractiva, mientras que yo solo era una tabla andante, poco por delante y muy poco por detrás. Mi madre alegaba que aún me faltaba crecer otro poco y que mis rasgos femeninos se distinguirían a su tiempo, pues yo aún seguía siendo una niña, a sus ojos, claro está.
—¿Vas a salir? —pregunto. Salió de la oficina para después cerrarla bajo llave.
—Sí, iré por el pan, a mi mamá se le olvidó.
—Yo también voy a salir, iré a dejar la carta al buzón de correo—anuncio mostrando el sobre blanco, al parecer le ansiaba que entregaran esa carta a su remitente lo antes posible.
—Si quieres yo puedo llevar la carta— sugerí con una sonrisa— el buzón solo está a dos calles más de la panadería, así que no me tardaré mucho. Además, no tiene caso que ambos salgamos a mojarnos.
—En ese caso debería ser yo quien deba salir y no tú—propuso con una sonrisa. Aunque la idea no me pareció del todo mal, quería hacer algo por mis padres el día de hoy, después de todo Bianca había firmado la nota y aún seguía sintiéndome culpable.
—Mama ya sirvió dos platos en la mesa— declaré mirando hacia el comedor—alguno de los dos debe quedarse.
Nos miramos el uno al otro sin decirnos nada, uno de los dos debía ceder antes de que la comida comenzara a enfriarse, así que después de unos segundos lo hizo mi padre. Se quitó el abrigo y me extendió la carta.
—Procura que no se moje ¿De acuerdo?
—No te preocupes—le dije guardando la carta en uno de los bolsillos del abrigo.
—Y no tardes demasiado.
Giré una última vez para despedirme, vi a mi padre tomar una cucharada del caldo y luego a mi madre entrar con un recipiente de pure de papas en las manos, una escena típica a esa hora del día. Ya no pude decir nada, preferí salir y apresurarme a entregar la carta e ir a la panadería lo antes posible para volver y reunirme con mis padres para comer.
Afuera el clima era caótico, la lluvia caía demasiado fuerte para quedarse parado o andar caminando por la acera, pero no había más remedio que correr y esperar que por un momento la tempestad se apiadara de las pobres personas que corríamos buscando refugio, o en mi caso haciendo las compras de último momento.
Las gotas de lluvia caían sobre mi rostro con delicada gracia y su frialdad me animaba a apresurar el paso; no recordaba una lluvia torrencial como esa, pero al menos sentí que el peso sobre mis hombros se aligeraba, la lluvia limpiaba la culpa de no poder enfrentar a mis padres y también me ayudaba a relajarme y encontrar paz emocional para dejar de pensar en los problemas que me agobiaban.
Mis pies se empapaban mientras avanzaba a paso veloz por el camino. Pronto llegué a la panadería, no era muy tarde, pero debido a la oscuridad de las nubes del firmamento, ya habían encendido sus luces, logre ver a varias personas resguardándose en ese lugar y lo primero que pensé fue que debia ser un lugar acogedor por el calor de los hornos de adentro y el aroma de los panes alrededor.
No me detuve, seguí adelante hasta llegar a la oficina de correo, estaba cerrada, sabía muy bien que cerraban a la hora que yo salía de mis tutorías, pero en la puerta había un buzón donde las personas podían dejar sus cartas sin necesidad del servicio de un empleado de oficina. Una vez que deposité la carta en el interior del buzón, noté que la fuerza con la que caía la lluvia se estaba deteniendo y al mirar el cielo encontré un espacio entre las nubes, comenzaban a dispersarse gracias al viento y en ese espacio pude ver un rayo de luz intentando introducirse. Creí que ese sería el fin de la tempestad, pero no fue así. Ese pequeño espacio entre las nubes volvió a unirse, ya no llovía como antes, pero aun así las gotas de lluvia lograban empapar.
Volví a retomar mi paso acelerado hasta llegar a la panadería, ahí tomé un lugar en la fila, detrás de las personas que esperaban su turno de ser atendidos. Frente a mí se encontraba una mujer y un niño tomados de la mano, el niño parecía estar inquieto por tener que esperar a comer un pan, no dejo de hablar ni moverse desde que yo entre ahí, lo vi saltar y jalonear a su madre para preguntarle cuánto tiempo más tendrían que esperar, al principio las respuestas de la madre eran cariñosas, quizás en un intento de que su hijo comprendiera la situación y se callara, pero el niño insistió en hacer un escándalo y su madre opto por ignorar al pequeño, entonces el chiquillo giro hacia mí, me miro de mala gana para después mostrarme la lengua en un acto de audacia, quizás para desquitar su aburrimiento conmigo.
Después de varios minutos la mujer frente a mí fue atendida y salió con el niño dando saltos de alegría, pero en un momento inesperado, su mirada se encontró con la mía y se atrevió a mostrarme la lengua una vez más, gesto que devolví de inmediato. Pensé que nadie se había dado cuenta de ello, pero al girar al mostrador halle a la encargada dirigiéndome una mirada burlona, me ruborice al instante y trate de no mirarla a la cara mientras hacía mi pedido.
Un minuto más tarde mi pedido estaba listo y empacado en una bolsa de papel, que poco podía hacer para proteger mi producto adquirido, pues afuera la lluvia, aunque ligera, lograría atravesar el papel fácilmente. Le di mi dinero a la empleada y justo cuando deposite las monedas en su mano, escuche el sonido de lo que parecían ser motores de grandes máquinas, el sonido se apreció estrepitoso y muy cercano, al principio pensé que aquel sonido provenía del interior de la panadería, tal vez un horno que estaba trabajando mal o alguna otra máquina que tuviera alguna falla mecánica, pero entonces vi que la empleada salía con mi dinero en sus manos y las demás personas que estaban detrás de mí iban tras ella.
Los seguí y al salir de la tienda alcé la mirada hacia donde todo el mundo estaba mirando, contemplé con horror, en lo alto del cielo, figuras oscuras que parecían aves en pleno vuelo con las alas extendidas. Atravesaban las nubes como veloces águilas, rompiendo el viento y mostrándose como los amos del firmamento.
—¡Son bombarderos! —alguien grito entre las personas que se encontraban en la calle. Aquella palabra fue suficiente para que la gente comenzara a gritar y correr buscando refugio y bruscamente, así como se había pronunciado, se volvió realidad. Las aves mecánicas dejaron caer objetos grandes y pesados, lo que supuse que eran las bombas que destruirían la ciudad y nos matarían. Mi mente se quedó en blanco y mis piernas se tensaron. Moriría, mi mente y cuerpo lo sabían, nadie podría escapar de la inminente destrucción que estallaría sobre nosotros, aunque mis piernas se movieran y comenzara a correr, pero era inevitable seguir ese instinto de supervivencia, ese deseo de seguir con vida.
Comencé a correr lejos de donde sospechaba caerían las bombas, lejos de los tumultos o los lugares más concurridos. Intente rezar como mi madre me había dicho cuando tenía siete años y le tenía miedo a la oscuridad, pero por la desesperación de la situación, olvide como se decía, pronuncie algunas palabras sin sentido mientras corría por una avenida que no conocía. Entonces a lo lejos escuché un primer estallido, luego otro y muchos más vinieron detrás de este; sentí que mi cuerpo fue arrojado por un poderoso viento que me hizo caer al suelo sin poder detenerme hasta que mi rostro choco contra el pavimento. Debí levantarme, debí seguir corriendo para lograr salvarme, pero algo choco contra mi cabeza y no supe más de mí.