Capítulo 1
El Monstruo de la Oreja, como lo llamaron rápidamente los medios de comunicación de forma un poco grotesca, asesinó por primera vez una mañana de finales de septiembre de 2000, siendo la víctima una mujer acomodada, Maria Capuò, de casada Tron, ama de casa de 52 años y esposa del médico de un hospital, muerta en su chalet de las colinas turinesas, en la calle Mongreno, mientras su marido Amilcare hacía su turno y la asistenta había salido a un recado. La pareja no tenía hijos. El cadáver se encontró tumbado en el suelo del dormitorio cuando volvió la asistenta, una filipina inmigrante con los papeles en regla. Como constató la autopsia, la víctima no había sufrido violencias ni abusos en modo alguno, sino que había muerto rápidamente, aunque de manera atroz, con un golpe seco de un punzón en una oreja, perforándole el cerebro. No había nada desordenado en la casa.
Fue el viudo el que llamó a la policía, después de que la asistenta le llamara al hospital y de acudir rápidamente a su casa, desde donde telefoneó al 113.1
Según las primeras estimaciones, el homicida, después de haber saltado el murete que rodeaba la finca, pudo haber entrado en la habitación por una de las ventanas de la planta baja, que se habían quedado abiertas en ese final de septiembre en el que todavía hacía un tiempo veraniego. El asesino, y esta sería la única vez, robó unas joyas que había en un joyero encima de una cómoda en la habitación del delito por un valor estimado por la aseguradora de trescientos millones de liras, que serían hoy en día unos ciento cincuenta mil euros.
Las primeras sospechas, considerando el hurto, se dirigieron hacia la asistenta, al menos como inspiradora del delito. Con la autorización del doctor Marcello Trentinotti, fiscal de la República y encargado de coordinar las investigaciones del caso, se detuvo a la mujer la mañana siguiente, se le trasladó a la Comisaría y le interrogó el comisario suplente Evaristo Sordi, encargado de las investigaciones del delito por el director responsable de la Sección de Homicidios de la Brigada Móvil, el subjefe Giandomenico Pumpo. Sordi, tras informar al juez, liberó a la mujer por la tarde debido a una completa ausencia de pruebas.
Días después, un nuevo delito la exoneró completamente, abriendo la vía del asesino en serie. Aunque jubilado desde finales de 1984, mi querido y único amigo Vittorio D’Aiazzo, jefe emérito de policía, quiso ocuparse del caso, de acuerdo con la policía, como consultor informal, como ya había hecho después de jubilarse en algunos casos particularmente interesantes. El 30 de abril de 2001 Vittorio iba a cumplir ochenta y dos años, pero la edad no le había hecho perder su vigor. Para él no era un pasatiempo para sentirse todavía activo, sino un «servicio a los demás», como me dijo una vez, «un servicio que quiero continuar realizando para contribuir a hacer un poco menos injusta esta sociedad amoral y, tal vez, un poco menos infeliz a mi prójimo»: era una de sus maneras de seguir ese precepto de amor que imagino que había pretendido seguir toda su vida y, con seguridad, desde que le conocí en aquellos ya lejanos años 50 del sanguinario y sangriento siglo XX, que estaba a punto de terminar sin promesas de mejora para el milenio siguiente. Yo admiraba la fe existencial de mi amigo, que tenía poco que ver con la religión, si entendemos esta palabra de forma convencional como el sometimiento y el servicio, llenos de obligaciones litúrgicas, a un Dios muy poderoso y pretencioso, inmune a los sufrimientos humanos: era una fe que se expresaba concretamente en hacer el bien a los demás, siguiendo el ejemplo de su Maestro evangélico martirizado, que, según Vittorio, había expresado en el mundo el sentimiento amoroso del mismo Dios.
—Evidentemente —me dijo una vez—, cuando una persona recorre, en lo que puede, el camino del amor hacia el prójimo es imposible que no continúe este incluso después de la muerte, en el Amor Eterno.
Desgraciadamente, al contrario que mi amigo, yo no era ni soy creyente. Digo desgraciadamente porque, no siendo ya joven, pienso a menudo, más que en el pasado, en la muerte, con su putrefacción y, si no hay nada después de expirar, en la inutilidad trágica de la vida. Sin embargo, fue precisamente ese sentimiento pesimista el que me llevó, ya desde joven, a ese mismo deseo de justicia que animaba a mi amigo, aunque en mi caso se trataba de una justicia que solo podía ser terrenal y, convencido como estaba de que en la tragedia cósmica de la que yo formaba parte, era al menos indispensables una solidaridad plena entre los seres humanos, siguiendo la ética, para mí imperecedera, que supone el honor de cada persona, tenía un enorme desdén por los que truncaban conscientemente el bien de la vida de los demás, ya de por sí breve, así como contra los violentos en general que atormentaban los pocos años concedidos en la tierra a los seres humanos. Y estaba completamente de acuerdo con Vittorio cuando me decía que, desde los años 60 del siglo XX, la vida civil se había embrutecido por la suavización e incluso la pérdida de muchas de las ideas filosófico-sociales y religiosas tradicionales, de forma que las vidas de estas mismas personas se habían convertido en un puro ejercicio de egoísmo, siguiendo lo que mi amigo llamaba la regla del hago lo que quiero si me parece apropiado.
Vittorio había hecho carrera rápidamente hasta principios de los años 70, promocionado a subjefe todavía joven, y luego, injustamente, no había promocionado nada. Solo el día de su jubilación fue ascendido, como estaba previsto en el reglamento, al nivel superior y a la pensión de jefe de policía.
Mi amigo no tenía ni familia ni parientes cercanos: viudo desde hacía mucho tiempo, sin hijos y yo soltero, igualmente solitario, nos sentíamos como hermanos.
Soy Ranieri Velli, pero me llaman Ran, periodista y escritor y, en los años 50 y 60 del siglo pasado, colaborador con grado de sargento del entonces comisario Vittorio D’Aiazzo en el cuerpo de la Guardia de Seguridad Pública.
Yo era el más joven de los dos, se puede decir que entonces iba rumbo a los sesenta y ocho, que iba a cumplir el siguiente 1 de agosto de 2001. Como Vittorio, ya estaba jubilado, pero no había dejado la actividad de comentarista en la prensa diaria: en un pasado muy lejano, cuando no existían todavía las facultades de Ciencias de la Comunicación y por tanto no había graduados, tras las prácticas habituales, pude acceder a la profesión de periodista en la prestigiosa Gazzetta del Popolo, periódico turinés que, entre cierres y reaperturas durante su último decenio de vida, había dejado de publicarse definitivamente el 31 de diciembre de 1983. Entonces me mudé a otro periódico, la Gazzetta Libera, que se fundó el año siguiente y que no tenía nada que ver con el diario del mismo nombre, aunque se creara también en contraposición a la eterna Stampa, que, sustancialmente, significaba la FIAT: gracias a las subvenciones de un grupo económico interesado, la nueva Gazzetta, aunque no llegara a las grandes tiradas de la anterior, había llegado viva al siglo XXI.
Si Vittorio era mi único amigo, él, por el contrario, tenía algunas amistades más, aunque todas menos íntimas. También Evaristo Sordi podía considerarse como amigo de Vittorio, aunque no se veían en su vida privada. Hace años había sido su ayudante en la Sección de Homicidios de la Brigada Móvil, después de que yo, su predecesor y escritor a tiempo parcial, presentara la dimisión para dedicarme por entero a la escritura. Evaristo había llegado a la culminación de la carrera para un no graduado con el cargo de inspector superior como sustituto oficial de Seguridad Pública, llamado habitualmente «comisario suplente» al cubrir las funciones de este. No era mucho más joven que yo, pero estaba cerca de la jubilación. El hombre llevaba bigote desde hacía tiempo gris y, a pesar de los años, todavía tenía mucho pelo, igualmente canoso. Tenía buena planta, igual que mi amigo Vittorio, quien, sin embargo, a diferencia de Evaristo, no era muy alto. Yo era el más alto de los tres y más alto que muchos, casi un metro noventa y además muy delgado desde siempre, aunque, por desgracia, en los últimos años me había encorvado, debido a mi pésima costumbre, común en las personas altas, de inclinarme hacia los múltiples interlocutores de estatura menor, empezando por el propio Vittorio.
Vittorio se enteró del primer crimen por un telediario de la tarde y, a la mañana siguiente, leyó con calma en nuestro periódico, en un artículo de la redactora jefe de sucesos, Carla Garibaldi, mi colega soltera y cuarentona, una mujer de aproximadamente un metro setenta y cinco que, a causa del exceso de body building, «practicado todos los días», como me había dicho, tenía brazos y pantorrillas, y probablemente muslos, un poco demasiado musculosos para mi gusto como varón de la vieja guardia. Además, objetivamente, le afeaban su prognatismo mandibular y una nariz demasiado pequeña para la forma de su rostro, notablemente ancho. Sin embargo, era una persona de gran cultura y de carácter abierto y arisco, que me caía bien, a diferencia de otros petulantes de nuestro periódico.
Fue a través de mí, como en caso anteriores, como se produjo un intercambio de noticias entre Vittorio y Carla y viceversa, con ventaja para ella en términos generales, porque mi amigo normalmente disfrutaba de información de primera mano, ya que a menudo visitaba a Sordi en la comisaría. En casos precedentes, este ya había recibido consejos decisivos del jefe jubilado, por lo que no era solo por una simpatía deferente por lo que solía acogerlo en su oficina y, a veces, en el escenario del delito y pedirle su opinión. También en el caso del Monstruo de la Oreja le quiso tener cerca, encantado por ello.
Mi amigo pasaba a veces también a ver a otro antiguo subordinado, el subjefe Giandomenico Pumpo, quien, después de un periodo de comisario jefe dirigiendo una brigada especial que se ocupaba de los grupos mágicos, esotéricos, pseudo-religiosos y satánicos, la Brigada Anti Sectas, se encontraba en el mismo puesto que había ocupado D’Aiazzo. Aunque menos amigo de él que de Sordi, a veces conseguía del viejo policía alguna información útil para sus investigaciones paralelas.