Capítulo 4: El Lobo Estepario

4814 Words
Erick me despertó con un grito que me hizo saltar de la cama. Pasaron por mi mente, detalladas y sustanciosas ideas homicidas, pero era tarde para la escuela y era mi primer día. Me apresuré tanto como pude en preparar todas las cosas que necesitaba para poder llegar a tiempo. El desayuno fue fugaz. Vero solo se comió una tostada y salió con ella atorada en la garganta y Rick ni siquiera estaba allí cuando desperté. Se sentía como estar en una casa llena de extraños a los que no veía más de dos segundos al día, pero en parte, agradecía la soledad. Mientras esperaba por mi hermano, me detuve a ver los cuadros y fotografías colgadas en la pared. Era obvio que Richard no había olvidado a Emma a pesar de los años que habían pasado del accidente y de tener a Veronica en su vida. Aún conservaba aquella fotografía nuestra en el bosque, cerca del río. Recordaba claramente aquel verano, en el que solíamos ir siempre al valle para pasar las tardes en la ribera del río verde y jugar al escondite con mamá. Mi hermano y yo solo teníamos siete años el día en el que murió. Mientras recordaba los viejos tiempos, Erick entró a toda velocidad diciendo que se nos había hecho tarde. El instituto esperaba al otro lado de la ciudad, en dirección contraria a nuestra casa. Estaba justo en frente a la biblioteca, lo que me reconfortó un poco pues que pensé que podía escaparme a leer un par de libros de vez en vez si no tenía ganas de escuchar las ensayadas clases de alguno de los profesores. Un escandaloso cartel n***o y rojo se levantaba frente a la escuela anunciando que entrábamos en un nuevo mundo regido por porristas y jugadores de Fútbol. Preuniversitario de Valley City Hogar de los lobos negros Un letrero más pequeño abajo que anunciaba un evento de beneficencia en el Valley Pub esa tarde. Venta de ticket al Festival de la Buena Suerte, hoy viernes 13. Fue inútil tratar de no reírme, me parecía un chiste de muy mal gusto, pero aún así hilarantemente gracioso. —¿Por qué ríes? —preguntó Erick sorprendido por mis carcajadas repentinas. —Nada, es solo que... Mira el cartel de abajo. Normalmente los viernes 13 traen mala suerte —expliqué todavía con los cachetes sonrojados por la risa. —Bueno, en esta escuela no somos muy adeptos a las verdades y las incongruencias son comunes. Tampoco es correcto eso de los lobos negros. La gran mayoría de los lobos por aquí son grises y están en peligro de extinción gracias a los cazadores furtivos —me explicó Erick bastante serio. Al parecer las incoherencias eran parte del paisaje. —¿Por qué entonces no nombraron a un oso pardo como la mascota de la escuela? —pregunté recordando la garra marcada en el árbol que vi de camino a Valley City. —¿Por qué lo harían? —Preguntó Erick incluso más extrañado—. No hay osos pardos en Valley City. Solo lobos. —Y sirenas... y brujas... —bromeé, intentando no darle mucha importancia al asunto de la garra, pero igual me pareció difícil de asimilar que aquel ser fuera un lobo apoyado en sus dos patas traseras y no algo mucho más grande y monstruoso. Igual, tragué en seco. —Oh, no estoy bromeando, Lizzy —me dijo mi hermano con toda la intención de molestarme—. Deberías escuchar las historias de las sirenas devora-hombres que cuentan los chicos de Black Lake... —Bueno, ellos deberían escuchar las historias de los chicos de California acerca de las hermanas enfadadas que van a un instituto nuevo —le hablé igualando su tono juguetón y me bajé de la camioneta. Al entrar a la escuela, mi hermano me presentó como trofeo de campeonato a todos sus compañeros del equipo de fútbol pero logré zafarme de las incómodas y fingidas bienvenidas de todo el mundo por mi apuro de ir a la secretaría a entregar todos los papeles pertinentes del traslado y a pedir mi horario. Sin embargo, mis esfuerzos fueron en vano y en cambio recibí un incómodo cuestionario por parte de la secretaria tan pronto leyó mi nombre en los formularios. —¿Tú eres Elizabeth Shendfield? ¡Te recuerdo perfectamente! Solías venir mucho al instituto cuando tu difunta madre daba clases aquí. Eras tan pequeña y tan dulce —comentó sonriéndome—. Eres idéntica a tu hermano, pero no te pareces en nada a la difunta Emma o a Richard —me dijo levantando una ceja arqueada y desprovista de pelos mientras escribía algo en un papel. Su comentario era incómodamente cierto. Mi madre era de cabello rojo y de ojos verdes; Rick era de cabello rubio y ojos castaños. En cambio Erick y yo éramos de cabello n***o y ojos azules. —Bien Lizzy... —me dijo. —Por favor, no me gusta que me llamen así. Elizabeth estaría bien —la interrumpí para hacerle la incómoda aclaración. —Elizabeth —rectificó—, revisé muy cuidadosamente tu expediente y debo decirte que me asombraste mucho. Tus notas son excelentes. Te recomendé con los profesores de Literatura, Biología y Estudios Sociales. Presiento que serás una de las mejores de tu clase —me dijo entregándome un horario y el número de mi casillero con su contraseña. —No tengo ningún interés en eso —mascullé entre dientes mientras me alejaba de ella. Mi primera clase era dentro de quince minutos, así que aún tenía un poco de tiempo para ubicarme dentro de aquella escuela que, a pesar ser como cualquier otra en la que estudié, era un nuevo universo para mí. Vagué por todo el pasillo central tratando de encontrar mi casillero. Era el número 245 y al abrirlo tenía un repugnante olor a queso rancio que me provocó una fatiga de muerte y unos terribles deseos de vomitar. Lo cerré de inmediato. No puede ser peor, pensé para mis adentros, pero estaba lejos de ser cierto, pues cuando abrí nuevamente la puerta le pegué un fuerte golpetazo a un muchacho que aparentemente se dirigía hacia mí. Me quedé perpleja mirando al chico con la mano en el rostro y gimiendo de dolor. —¡Lo siento... lo siento muchísimo! —solo atiné a disculparme penosamente por mi torpeza al ver lo que le había hecho. —Está bien, solo... solo duele un poco —dijo tocándose la nariz aún hinchada-. Mi nombre es Dylan Scott —se presentó con lágrimas en sus ojos mientras me estrechaba la mano. —Elizabeth Shendfield —respondí. —Sí, lo sé, eres la hermana del Capitán —me dijo orgulloso al parecer. —¿De quién? —pregunté incrédula. Erick no podía ser el capitán de ningún equipo del Instituto de Valley City. —La hermana del Capitán Shendfield... Erick. —¿Y Erick es el capitán de...? —repetí demostrando mi falta de confianza en mi hermano. —Del equipo de fútbol de la escuela y del equipo sub. 21 de la ciudad —me respondió con cierta altanería. —¡No lo puedo creer! Había perdido la esperanza de que algún día mi hermano haría algo útil por la comunidad —exclamé sorprendida, a lo que Dylan dejó escapar una estrepitosa carcajada que se cortó solo por el dolor en su nariz colorada. —Bueno, no es que sea muy útil, porque hemos perdido dos campeonatos, pero hacemos unas tremendas fiestas de consuelo —bromeó enseguida, haciéndome saber que quizás el Erick que yo recordaba no distaba mucho del chico que era en ese momento. —¿Cuál es tu primera clase? —me preguntó. —Literatura Inglesa, con la Srta. Potts —respondí desubicada revisando mi horario. —Es el salón 19. Última puerta a la derecha por este pasillo. No vayas a llegar tarde o la muy arpía te enviará directo a detención —me dijo luego de sacar sus libros del casillero que estaba junto al mío. —Gracias. ¿No vienes? —Mi horario solo tiene las aplicaciones de ciencia. Soy adicto a los números, realmente. Tengo Álgebra a primera —respondió. —Agradable, bueno con los números y deportista por demás. Las cosas están al revés aquí en Valley City —bromeé sacando mis libros de Literatura Inglesa en mi mochila. El chico sonrió y cerrando su casillero comentó que si pensaba eso luego de cinco minutos en el instituto, debería ir con él al comedor a la hora de almuerzo. Dylan había sido mi primer contacto en el mundo exterior de Valley City. No había estado tan mal, excepto, claro, por el hecho de aventarle la puerta de mi casillero en la nariz. Estuve a punto de llegar tarde a la clase, así que no tuve más opción que sentarme en el primer asiento que vi libre. La clase, para mi sorpresa no era Literatura Avanzada como creía, sino una clase de nivel regular, pues la vacante para esa asignatura había quedado vacía luego de la muerte de mi madre. La simpleza de la lección me hizo dedicarme a escribir en mi cuaderno cualquiera de mis pensamientos en el tiempo que duró. El encuentro comenzó con lo básico: el típico texto cliché de Romeo y Julieta que me hizo encorvarme en mi asiento y asinarme en mi mundo interno. —Srta. Shendfield, veo que está prestando mucha atención a mi clase en su primer día —dijo de forma sarcástica la mujer. Desde el principio de la clase me tenía fichada porque fui a la escuela con una gorra gracias al frío infernal que hacía en esa ciudad. Estábamos a mediados de septiembre y allí las temperaturas eran casi de 8ºC y yo era terriblemente friolenta. —Ya estoy consciente del gusto que tiene usted por la lectura, ya que dudo que se haya leído aunque sea el reglamento de la escuela. Si lo hubiera hecho, supiera que a nadie en mi clase se le permite traer gorros o sombreros de ningún tipo —me reprochaba. —En realidad el reglamento estipula que, como esta no es una escuela privada, no hay un uniforme establecido, por lo tanto, cada alumno es libre de traer prendas de vestir a su antojo siempre que no constituyan una inmoralidad para con sus maestros y profesores, o que no estén aprobadas por el consejo de dicha institución. Las gorras de invierno están aprobadas por el consejo estudiantil —cité textualmente del reglamento escolar que Rick me había hecho leer la noche anterior para no causar ningún problema en la escuela. Yo tenía memoria fotográfica y recordaba todo lo que leía a la perfección, por lo que era extremadamente sencillo para mí hacer citas textuales. Por lo visto yo no buscaba los problemas, pero ellos de alguna forma u otra, siempre se lanzaban sobre mí. —Si es tan buena haciendo citas textuales, por favor, deléitenos con el parlamento inicial de Fray Lorenzo de la escena tercera del acto segundo —me dijo en calidad de orden. Para la sorpresa de la abrasiva profesora, aquel parlamento era uno de mis favoritos de la tragedia y comencé a recitarlo enseguida ella lo requirió con una molesta sonrisa en el rostro que hizo que una prominente vena en su cuello amenazara con explotar en cualquier momento.. —Ya sonríe la aurora de ojos grises que desafían a la torva noche inundando las nubes del oriente con listones de luz y tambalea como un borracho la manchada sombra frente al camino que inaugura el día. Debo llenar de plantas esta cesta: malezas venenosas, flores puras que rezuman un líquido precioso. La tierra es madre y tumba de vida es el útero y es la sepultura y de ella nacen hijos diferentes amamantados por su vasto seno. Dentro del tierno cáliz de esta flor residen el veneno y la salud. Como en la planta viven en el hombre dos fuerzas, la bondad y la dureza. Si en ellos predomina la peor el cáncer de la muerte los devora... A pesar de que la tragedia Shakesperiana no era de mis obras favoritas, aquel parlamento en especial encerraba una de las más valiosas lecciones: al igual que la tierra, que ofrece frutos deliciosos y venenos letales, las personas encierran en sí ambas cualidades: la inocencia y la maldad en diferentes porciones. Tales cantidades son las que definen nuestra personalidad. —Ya fue suficiente —dijo la profesora bastante molesta pero a la vez asombrada y satisfecha—. Tiene una A- en el día, pero en el futuro intente mostrar un poco más de interés aunque ya sepa el contenido de la lección —terminó tirando el libro sobre el escritorio. Tocó el timbre de salida y una joven de gigantes ojos verdes, de cabello rubio crespo, se me acercó un poco incrédula. —¿Tú eres la hermana de Erick? ¡Lizzy Shendfield! —me preguntó apuntándome con un lápiz. —Sí —respondí intentando recordarla pues su cara me parecía muy familiar pero no lograba ligarla a ningún evento en específico. —¿No me recuerdas? —me preguntó nuevamente sonriendo y alejando su lápiz morado de mi nariz. Primeramente no estaba segura de quién era, pero luego de mirar esos ojos, enseguida recordé a aquella pequeña de solo seis años que le robaba los zapatos y los collares a su madre para parecerse a su adorada Nicole Kidman y caminar como si fuera una modelo en el portal de su casa que era, en su mente, la más maravillosa pasarela de modas. Katherine era una de mis más antiguas amigas en Valley City. —¿Tú eres Katherine Lambert? —pregunté un poco insegura, pues dudaba que una niña como ella se hubiese convertido en la joven de una inigualable belleza y elegancia que estaba frente a mí. Katherine y yo compartíamos el mismo horario así que no tenía que estar completamente sola en esa escuela después de todo. Solo agradecía que mi hermano y yo no tuviéramos el mismo programa. Me imaginaba que sería vergonzoso para él que accidentalmente respondiera cuando llamaran a la "Señorita Shendfield". Al entrar en la clase de Biología, el único asiento libre estaba al lado de una joven de cabello café oscuro y ojos verde claro. La muchacha entornó sus ojos hacia mí tan pronto me vio entrar por el umbral de la puerta y no separó su intrigante mirada de mí hasta que me senté a su lado. —Hola. Elizabeth... —me presenté cuando comenzamos a hacer el experimento asignado por el profesor Harris, un hombre viejo de aparatosos espejuelos. —Sé quién eres —me interrumpió de inmediato mientras abría la piel de una rana en nuestra mesa con total precisión—. Soy Anna Amell —me respondió sin siquiera prestarme atención. Acepté su insípido saludo arqueando mis cejas, pero ella solo me miró de reojo y sonrió. Extraña chica, pensé mientras el profesor explicaba el correcto procedimiento y la utilización de los materiales a la hora de hacer un corte en la piel viscosa del reptil. —Eres muy parecida a tu hermano —comentó. —¿Lo conoces? —pregunté asombrada por lo popular que se había vuelto Erick en esa escuela. —Todo el mundo lo conoce. Es el chico dorado del instituto —respondió entregándome la bandeja para que yo continuara con el experimento como lo había instruido el profesor. —Sí, bueno. Erick es el chico dorado de la familia también —dije sin mostrar el más mínimo asco, a diferencia de algunos compañeros que habían terminado vomitando sobre el animal muerto—. Yo soy más como la oveja negra. —Bienvenida al equipo, Elizabeth —me estrechó la mano finalmente—. Realmente vas a amar Valley City —me dijo con una amplia sonrisa. Anna era una muchacha peculiar en muchos sentidos. Se parecía a mí en varios aspectos que fui descubriendo a lo largo de aquellos 90 minutos de clase. Ambas compartíamos un extraño gusto por las lenguas y culturas muertas y el resto de la clase de Biología nos dedicamos a debatir los más inusuales misterios del universo que creíamos que habíamos resuelto, aunque en realidad, yo solo escuchaba las opiniones de Anna pues ella parecía una antropóloga graduada con aquella forma de hablar suya, con tanta seguridad como si hubiera visto todo el desarrollo de cada civilización con sus propios ojos. El almuerzo llegó sin ningún inconveniente luego de otro par de aburridos turnos de clase. Kat, como la llamaban todos, me llevó hasta una de las mesas del fondo que estaban junto a la cancha de baloncesto. Erick llegó y se sentó sobre la mesa a quitarme parte de mi almuerzo y a alardear con sus amigos sobre su hermana menor. Las risas iban y venían porque Dylan molestaba a Katherine con demasiada facilidad y de buenas a primeras se ponían a hablar sobre las historias folklóricas de aquellos pueblos de Dakota que era los más absurdos cuentos de terror. —¿Así que se supone que tengo que creer que hay sirenas en un lago y que nunca nadie las ha visto? —pregunté solo para llevarle la contraria a Dylan. —Bueno, deberías preguntarle a Dark Anna —respondió mi hermano de inmediato apuntando hacia la chica que se sentaba a unas mesas de distancia con un libro de cuentos de Poe en sus manos-. A ella es a la que han visto por las noches cerca del lago del cementerio. —No, Erick. No soy una sirena, ni siquiera una bruja —habló ella desde su mesa. Era incluso increíble que hubiera escuchado a mi hermano desde tanta distancia, pero el rostro asustado de Erick no tenía comparación—. De hecho, detesto a las putas brujas; tan crípticas en sus maldiciones —dijo caminando hasta la mesa donde nos sentábamos mientras yo sonreía y los otros sudaban del nerviosismo—. Pero no puedes dejar de considerar que quizás sea algo más... algo peor, incluso —terminó mirándome y poniendo el libro frente a mí. Tragué en seco y por alguna razón, mi mente viajó al valle y al recuerdo del ser gigantesco que me miraba en la distancia con aquellos ojos verdes... Verdes como los de Anna... como los de Kat... como los de Dylan. —Los dejo a ustedes con sus teorías conspirativas —dije levantándome de la mesa y recogiendo mi mochila del suelo-. Queda media hora de almuerzo y quiero ir a la biblioteca. No quiero sangre en la mesa cuando regrese —bromeé con Anna, quien hizo un divertido ademán de hombros. —Yo me voy de aquí —dijo ella recogiendo su libro—. Huelo a perro asustado. Había muchas cosas inusuales sobre ella, pero era intrigante para todos, no solo para mí. Incluso mi hermano tuvo que voltearse a mirarla por encima de su hombro mientras salía del comedor al patio. El ambiente se sentía como cualquier otro instituto, con todos los dramas propios de la edad, aunque no todos mis compañeros parecían atrapados en los chismes de quién dormía con quién esa semana, sino en asuntos y eventos que ocurrían sin explicación alguna. Al llegar a la biblioteca me sentí como en otro mundo. Uno mucho más deshabitado pues solo había dos o tres chicas desesperadas haciendo deberes de última hora y un muchacho de espejuelos y cabello n***o un poco más apartado que el resto en un silencio sepulcral. —¿Buscas algo? —me preguntó una de las bibliotecarias, la más vieja y arrugada de las tres que estaban tras el mostrador, sin desviar la mirada de los papeles que tenía en sus manos. —Sí, busco el libro El lobo estepario —en ese momento el muchacho más alejado volteó su mirada hacia mí en un gesto sorpresivo. Algo muy parecido ocurrió con la bibliotecaria la cual primeramente me recibió con el ceño fruncido pero ahora se mostraba frente a mí con una sonrisa estampada en su rostro. Después que la mujer me dio el libro, me senté en una de las mesas relativamente cerca de la ventana con el objetivo de ver con un poco más de claridad. Lo curioso fue que poco después que comencé a leer con entusiasmo, el joven de cabello oscuro se acercó a mí y mirándome con unos intrigantes ojos verdes por encima de los espejuelos me preguntó: —¿Te gusta ese tipo de literatura? —No me gusta mucho la ficción, soy más bien realista... y como el tema principal de este libro es la mente del hombre desesperado y ese sexto sentido animal que poseemos todos como parte de nuestra humanidad, me pareció una lectora interesante —dije. Creí que me había excedido un poco, pues el muchacho me miraba con una sonrisa dibujada en su rostro y sus ojos decían algo que yo no entendía—. Además, tengo una cierta debilidad por los libros de Hermann Hesse. Demian es mi favorito —respondí dejando a un lado el nerviosismo que me provocaron esos ojos. —Así que te gusta intentar entender algo inentendible, como la dicotomía entre el bien y el mal y eso del lado femenino y masculino que poseemos todos, tal como el dios Abraxas, al que se refiere Hesse. "Y el pájaro rompe el huevo. Ese huevo es el mundo. Quien quiera nacer debe primero romper un mundo. El pájaro vuela a dios. Ese dios es Abraxas." —citó. Aquella era una de mis citas favoritas, aunque había varios textos valiosos para mí en aquel pequeño, pero gigantesco libro. —Yo también sé citar textualmente y tú estás intentando lucir demasiado como Heller solo para sentarte a mi mesa —dije regresando mis ojos al libro que sostenía en mis manos, temblorosas en ese momento, pero camuflando mi nerviosismo una sonrisa. Él era todo lo que necesitaba para ponerme realmente nerviosa. De estatura alta que rondaba el metro noventa y con un trabajado que cuerpo que se veía incluso por encima de su fino suéter n***o. ¿Cómo alguien podía solo llevar un suéter y unos jeans rasgados a 8ºC? Su rostro era casi delicado, de no ser por una pequeña cicatriz sobre el pómulo izquierdo que no le restaba ni un solo punto a su belleza, sino que ayudaba a resaltarla. Sus profundos ojos verdes estaban enmarcados por unas perfiladas cejas negras que se arqueaban de forma perfecta sobre ellos, dando la impresión de una mirada severa todo el tiempo y su cabello... su cabello n***o desorganizado cayendo en mechones sobre su rostro era lo que terminaba de aportar aquel toque de bad boy por el que no quería caer. El broche de oro, sin embargo, eran sus delicados labios rojos, con apariencia de ser mordidos todo el tiempo. —¿Harry Heller? —Dijo sonriendo y me vi obligada a apartar la mirada— ¡Para nada! Incluso si a veces parece que estoy viviendo en el lugar equivocado, con las gentes equivocadas y en un tiempo erróneo para mí, no me parezco a él en lo absoluto: yo aún no conozco a un saxofonista —continuó sentándose en una silla frente a mí mientras enterraba su rostro en el libro que leía. Fue imposible retener por más tiempo la carcajada que me provoco su comentario. Aquel chico era algo diferente entre tanta gente igual de aquel pueblo. Él era justo como Harry Heller. —¿Así que te gusta esa literatura? —pregunté al notar que el libro que leía era El Ciclo del Hombre Lobo. —Es el único libro que me faltaba por leer de Stephen King. Algunos me comentaron que era una lectura fácil pero tiene unas cuantas incoherencias con lo real —respondió colocando sus espejuelos en su cabeza, sosteniendo algunos mechones de cabello n***o que caían sobre su frente y dejando ver un undercut casi a ras por encima de sus orejas. Sus palabras me dejaron un poco perpleja. —¿Incoherencias con la realidad, dices? Es un libro de terror, por supuesto que... —pregunté con una sonrisa en el rostro. Él por su parte se sintió un poco incómodo. —No, no me refiero a eso. Lo que quise decir es que en los primeros capítulos el hombre lobo tiene los ojos amarillos, después los tiene verdes... es sin duda un error —se explicó. En efecto, en el libro aparecía ese error. El hecho de que lo hubiera notado demostraba que era una persona muy detallista. No todo el mundo notaba un error tan pequeño en un libro tan grande; de un escritor con la calidad de Stephen King y además, con tantas páginas de por medio. —Mi nombre es Sammuel Fennigan, por cierto. Pero tú puedes llamarme Sam —se presentó estrechándome la mano—. Tú debes ser la hija de Rick. —Elizabeth, mejor dicho. ¿De dónde conoces a mi padre? —pregunté interesada, pues un chico que disfrutara tanto la lectura no parecía ser el tipo de personas con la que mi padre, un carpintero muy malhumorado, pudiera relacionarse. —¿Bromeas? Mi padre trabaja con Richard en la carpintería. Es Michael Fennigan. Su nombre no me pareció familiar. Seguro que eran nuevos en la ciudad o habían llegado poco después que yo me fui de Valley City. —¿Acaso vamos al mismo instituto o vivimos en la misma calle? —Pregunté divertida—. Demasiadas coincidencias. Si no fuera nueva en la ciudad, creería que eres un acosador —dije. Sam dejó escapar una sonrisa y desvió la mirada de mis ojos. —No. Terminé el instituto el año pasado. Pero comencé a trabajar con mi papá en la carpintería de Richard ayer, así que no descartes la posibilidad de que quizás sea un acosador —me respondió a lo que sonreímos los dos. Su humor era extrañamente parecido al mío y aunque a los oídos de alguien más, quizás sonara retorcido, se sentía como si nos entendiéramos a la perfección. Estuvimos debatiendo largo rato nuestra opinión sobre varios libros, pero pasada la media hora y mirando el reloj colgado en la pared de la biblioteca, Sam me dijo que ya casi se terminaba la hora de almuerzo. —Quizás tengas que regresar a la escuela —me habló apuntándome al reloj. Era realmente tarde y tenía otra clase más con la profesora Potts. No me convenía llegar tarde y hacer que me regañara por segunda vez. —Por cierto, en esa edición, cuando el Alguacil Neary fue asesinado, King dice que él estaba sentado en su "camión Dodge", pero unos párrafos después dice que la sangre se veía alrededor de todo su "Ford". Revísalo —le dije mientras caminaba hacia la puerta apuntándole un error en el libro que él no se había dado cuenta que existía. Sam solo sonrió y se mordió los labios asintiendo ante mi comentario. Cuando llegué a la escuela, Katherine me esperaba en mi taquilla bastante molesta. —¿Dónde diablos estuviste todo este tiempo? —me preguntó con su voz más mandona—. Estábamos preparando una fiesta de bienvenida para ti y desapareciste... —Me distraje en la biblioteca —le respondí guardando el libro que recién había comenzado a leer—. Y además, no creo que sea necesaria una fiesta de bienvenida para mí. —Mi querida Elizabeth —me dijo ella con sus manos en mi rostro-. Esto es un instituto. Cualquier motivo es bueno para hacer una fiesta —rió. El resto de la tarde fue tranquila y salvo las constantes molestias de Anna para con Katherine o Dylan cuando compartíamos un turno de clase, nada más extraordinario, sucedió. Tampoco hablé nada del extraño chico que había conocido en la biblioteca con nadie, aunque cuando íbamos de camino a casa se me ocurrió preguntarle a Erick sobre Sam. —Así que lo conociste en la biblioteca —dijo con un tono un poco protector—. Sammuel no socializa mucho con las demás personas. Es bastante apartado y raro, aunque papá dice que él y Michael son personas decentes. Son, según él, lo mejor que tiene este pueblo. Igual, a mí no me convencen. Supongo que no te importará mucho mi opinión, pero no te recomiendo que te acerques a él, Lizzy. Ni a él ni a Anna Amell o cualquiera de los otros raros —me aconsejó Erick. —Justo como Harry Heller —sonreí yo. —¿Quién? —preguntó mi hermano, pues no entendió el nombre que murmuré entre risas. —Nadie —respondí abriendo el libro de Hesse. Al final, tenía razón solo en una cosa: no me importaba en lo absoluto su opinión.
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