Capítulo 3: Valley City

2161 Words
Nada me retenía en California. Todo lo que tenía allí lo había perdido, pero a decir verdad, la idea de regresar a mi ciudad natal era tan estresante que mi mente llevaba días jugándome malas pasadas. La precipitada muerte de mi abuela me había recordado que no tenía ningún buen motivo para seguir atada a aquella bulliciosa ciudad . Tampoco prefería regresar con mi padre a aquel pueblecillo a las afueras de Dakota del Norte, pero al fallecer mi abuela, mi custodia pasó a manos de Richard. Era menor de edad, no tenía ninguna otra opción que aceptar lo que los tribunales habían estipulado, pero no significaba que yo estuviera de acuerdo con ello. Recordaba que Valley City era un pueblo conservador, de casas coloniales y barbacoas familiares cada domingo. Me decían que sería lo suficientemente acogedor como para olvidar todas las decepciones de la gran ciudad, pero no era mi elección regresar a aquel lugar y si hubiera dependido de mí, hubiera ido lo más lejos posible de Valley City. Desgraciadamente, mi familia más cercana se reducía a dos personas, y ambas vivían en aquel pueblo de mañanas lluviosas y noches frías. Me resultaba un tanto doloroso regresar, pues con el fin de olvidar la muerte de mi abuela, reviviría a cada momento el accidente de mi madre. Era incómodo volver a una casa donde una vez viví con una verdadera familia, y luego del accidente de Emma, se convirtió en un puñado de gente intentando sobrevivir bajo un mismo techo. Mi familia era mi padre, su esposa y mi hermano (mellizo, por cierto, lo cual resultaba incómodo gran parte del tiempo). También tenía una tía, la hermana pequeña de mi madre, pero mi abuela se hubiera retorcido en su tumba si supiera que mi deseo era irme a vivir con tía Becky en Texas, así que eso me dejaba a padre y a Erick, mi hermano. Erick y yo éramos muy parecidos, excepto por los ojos. Los suyos eran mucho más azules e intensos que los míos; apagados y sin brillo. Él era de talle alto y bastante atlético, con una abundante melena negra y rebelde que siempre revoloteaban en ondas sobre su frente. Mi hermano era una de esas personas que siempre es necesaria tener en la vida; con una sonrisa en el rostro y dispuesto a decir las palabras precisas para hacer sentir especial a cualquiera que lo conociera, o al menos, así era con la otra gente. Yo, por el contrario, conocía al verdadero Erick: ese melancólico empedernido que se pasaba las noches enteras sin poder dormir por las pesadillas del auto siendo aplastado sobre su garganta por el peso de una horrible bestia que solo vivía en sus sueños y se alimentaba de su miedo. Mi madrastra, Veronica, también se parecía a mi hermano, quizás más de lo que a él le gustaba admitir. Ella veía todo lo negativo que sucedía a su alrededor con una buena cara, por lo que nunca comprendí cómo se había casado con Richard en primer lugar: ella era tan divertida y amorosa, y él tan seco y resentido. Parecía todo un dilema, pero se veían felices. Al menos Vero lo parecía. Rick era mi padre, pero siempre se me hizo un poco difícil llamarlo de esa forma por demasiados motivos, así que era mucho más sencillo referirme a él simplemente por su nombre, como si fuéramos extraños sin ningún lazo de sangre atándonos. Mi familia estaba rota, pero era mía, y con lo único que contaba en el mundo. —¿Estás segura que estarás bien allá? —Preguntaba mi tía Becky al teléfono, quien solo era unos años mayor que yo-. Todavía puedo archivar una reclamación para tu custodia... —Está bien —le decía yo mientras me acomodaba en el asiento del autobús-. Es solo hasta que cumpla los 18. ¿Qué puede suceder en dos años? —Pon mi número en marcación rápida, Lizzy —me dijo—. Te llamaré todas las noches. Y dile a Erick que su tía favorita le manda muchos besos. Se despidió de mí con cierto desencanto, pues ella sabía tan bien como yo que mis días viviendo en casa de mi padre no serían tan simples como yo quería creer debido a mis numerosos problemas con él. Becky sabía lo que era ser la decepción de la familia, esa oveja negra de la que se avergüenzan los padres en las reuniones, y eso era yo para Richard. Lo había sido desde que provoqué el accidente en el que murió mi madre. Había avisado con anterioridad que llegaría el jueves cerca de las nueve de la mañana, pero ya eran pasadas las diez y todavía nos faltaban unas millas para llegar a la ciudad. El viaje se me hizo apesadumbrado y tedioso; no era tarea fácil estar encogida en un asiento por horas, obligada a mirar el techo e imaginando toda clase de historias, leyendo un par de reglones del libro que llevaba entre mis manos. Con los ojos lejos de las letras frente a mí, me enfoqué en los árboles del valle que rodeaba la carreta a ambos lados. Aquel valle que le daba nombre a la ciudad y del que recordaba las más insólitas leyendas. Las sirenas que habitaban en sus lagos; las brujas que se congregaban bajo los sauces a invocar males para los que las habían traicionado y los demonios que caminaban por las sombras, disfrazados de los más hermosos hombres. Todas aquellas historias eran las nanas con la que se dormían a los niños en Valley City y, por algún bizarro motivo, todas parecían ser ciertas para cualquiera que viviera en aquel lugar. De repente, mientras intentaba leer, un cuervo chocó violentamente contra la ventana junto a mi asiento. El impacto del animal en el cristal me hizo dejar escapar un grito ahogado. El extraño suceso me dejó en un profundo temblor, pero no pareció molestar a ningún otro de los pasajeros del autobús. Volviendo mi mirada hacia afuera vi en uno de los árboles una singular marca. Era una garra animal, sí, pero una extremadamente grande. No podía ser de un puma de montaña pues estaba demasiado alta en el tronco del árbol. Detrás, entre las sombras, una silueta gigantesca de ojos verdes brillantes se alzó en dos patas y se difuminó entre las hojas como una terrible aparición. Quizás solo se tratara de un oso pardo, me dije a mí misma, pero... ¿había osos en Valley City? La única respuesta válida, era suponer que sí. Pensando desorganizadamente en las más tontas leyendas de aquel pueblucho, llegamos a la estación de la ciudad y lo primero que vi cuando me bajé del ómnibus fue a una mujer de esplendorosa cabellera rubia corriendo hacia mí. Me abrazó con una fuerza descomunal y apretándome los cachetes blancuzcos hasta dejarlos casi morados, me dijo lo feliz que estaba de saber que finalmente me mudaría con ellos. —Yo también estoy muy feliz de volver, Vero —dije igualando su saludo, pero no su emoción. Honestamente hablando, yo era igual de comunicativa que mi padre aunque me doliera hasta la médula aceptarlo. —¡Hola hermanita! —dijo Erick con una amplia sonrisa en el rostro mientras asomaba su cabeza detrás de la rizada cabellera de Veronica. —¿Por qué "hermanita"? Tenemos la misma edad. Somos mellizos —le respondí bromeando. A pesar de mis continuos desaires para con mi hermano, pues pocas veces podía ser tan expresiva como él lo era, realmente lo extrañaba demasiado y, aunque parecía supersticioso, si estaba lejos de Erick, sentía que faltaba una parte de mí. —Sí, Lizzy, pero técnicamente, yo nací primero —respondió abrazándome entre sus brazos hasta casi asfixiarme. Mi hermano había crecido casi veinte centímetros más desde la última vez que lo había visto y estaba muchísimo más guapo desde que le habían quitado los brackets que usaba desde que tenía trece años. Después de las bienvenidas me quedé esperando al menos una palabra de Rick, pero lo único que salió de su boca fue un seco hola y mirando el reloj comentó que se le hacía tarde para trabajar. No me sorprendió en lo absoluto, él nunca me había demostrado un poco de afecto, ni siquiera cuando era niña ¿y por qué había de hacerlo ahora? No fueron pocas las veces en las que tuve la completa certeza de que Richard me tenía desprecio y que me culpaba a mí por la muerte de Emma. Durante el camino a casa fui observando cuidadosamente toda la ciudad. Era pequeña y tenía un aroma campestre, justo como la recordaba, pero eso era lo normal en un pueblecito norteño como ese. Había un solo Club y, según Erick, estaba abierto para los estudiantes del instituto en ciertos horarios y sin venta de alcohol, por supuesto. El Valley Pub estaba cerca de la casa. Supuse, erróneamente, que Richard no debería poner muchos peros. Sin embargo, en el carro me recitó todas las reglas de la casa. —No podrás salir de noche a no ser que estés con tu hermano. Tendrás que estudiar y tus notas dirán lo que mereces. No quiero música en mi casa, ni fiestas, ni muchos amigos de esos que solo traen problemas. Cero bebidas alcohólicas, demasiadas compras y faltas innecesarias a la escuela. Estoy pagando una matrícula para que consigan una buena beca o al menos sean admitidos en una universidad de prestigio. Se come a las doce y se cena a las siete y si no estás, no hay comida. Tienes que levantarte temprano todas las mañanas. Irás a la escuela con tu hermano en su camioneta y los fines de semana lo pasarás con Veronica en la radio hasta que encuentres un trabajo de medio tiempo. No. No era una prisión domiciliaria, sino la casa en la que iba a vivir hasta mi mayoría de edad, y con esas reglas, no iba a ser fácil impedir que considerara tirarme de una de las ventanas para terminar con mi sufrimiento que iba a traer convivir con Richard. Llegamos luego de unos minutos interminables para mí y ver aquella casa me repugnaba hasta la médula. Era la última del vecindario; inconfundible y demasiado llamativa para mi gusto. Su apariencia ayudaba a conservar el estilo de la casa embrujada, pues había que admitir que Veronica no tenía muy buen gusto para la decoración de exteriores. Aquella enorme construcción de dos pisos, con paredes color violeta intenso y ventanas y puertas de un amarillo chillón que hasta cierto punto era dañino para los ojos, daba la completa impresión que un circo se había establecido en el vecindario y no se asemejaba en nada a la casa en la que viví gran parte de mi niñez. El último cuarto del segundo piso a la izquierda había sido desocupado para mí. Personalmente me alegré al saber que esta vez podía tener una habitación privada, pues la idea de compartir cuarto con mi hermano no me hacía mucha gracia. Veronica me ayudó a desempacar luego de tomar una pequeña merienda y tuvimos esa conversación que comenzaba con Tu padre solo quiere lo mejor para ti, cuando yo realmente pensaba que la forma de mostrar cariño de Richard era muy poco ortodoxa. La angustiosa tarea de dejar todo en orden no se me hizo para nada fácil. El cuarto no era muy grande pero era cómodo. De inmediato abarroté el librero con todas las novelas y tomos de poesía que por las noches me entretenía en leer. Recuerdo que mamá solía llenar la pequeña mesa junto a su cama con poemarios. Supongo que mi dedicado gusto por la literatura comenzó gracias a ella. Fue extenuante terminar de desempacar así que decidí tomar una ducha de esas que hacen falta después de un viaje de cinco horas, con abundante agua caliente, geles de baños de y shampoo como para sentirme limpia otra vez. Al salir de la bañera vi que el vapor del agua caliente hizo que el espejo se empañara. Hacía tiempo que no miraba mi reflejo. Honestamente no era una gran fan de los espejos. Una vieja amiga mía decía que era porque no me gustaba lo que reflejaban. Miré detalladamente más allá de la simple imagen que estaba al otro lado. Me vi a mí misma tan pálida que parecía enferma y vi decenas de recuerdos de cómo había sido mi vida en California y en Valley City antes de la muerte de mi madre. Vi memorias de mis viejos amigos en aquella ciudad, a los cuales no reconocería y de todos esos momentos alegres que ya no recordaba, pero sabía que habían sucedido. Pensamientos muy distantes unos de los otros colisionaban en mi cabeza, pero todos me hacían preguntarme cómo sería mi nueva vida en aquel lugar que era tan desconocido para mí, como yo lo era para él. O al menos eso creía yo...
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