GENEVIEVE
Se me hacía un nudo en el estómago a medida que pasaban los pisos.
No sabía muy bien en qué situación me estaba metiendo mientras pensaba en lo misterioso y desconcertante que parecía todo aquello a medida que iba contando los pisos junto con el lector digital que había encima de las puertas.
Pero no iba a quejarme.
El sueldo que esta persona estaba dispuesta a pagar por un buen ayudante era muy superior a lo que me costaría pagar el alquiler, los servicios públicos, el coche, el seguro, la factura del teléfono, la gasolina y la comida, y cualquier otra factura que pudiera tener, y al mismo tiempo me quedaría algo más para comprar cosas que se salieran de mi presupuesto y que pudiera necesitar o desear.
Me esforzaría al máximo para conseguirlo, fueran cuales fueran las circunstancias.
Saqué la polvera del bolso, eché un vistazo a mi maquillaje una vez más y me apliqué un poco más de polvos en la zona T por si acaso antes de devolverla al bolso.
El ascensor se detuvo en la planta 25 con un alegre tintineo y por el altavoz se oyó una voz automática que pedía el código de acceso.
Tecleé el código y las puertas se abrieron para dejarme ver una hermosa entrada de azulejos de porcelana con espejos estilo burbuja en la pared derecha y un precioso cuadro en forma de cascada a la izquierda, con una mesita de caoba debajo de dicho cuadro que sostenía un jarrón lleno de tulipanes blancos.
Del techo colgaba una lámpara de araña de aspecto extravagante que brillaba con el sol de media mañana.
Estaba segura de que no había visto ni la mitad del despacho y ya me sentía muy intimidada.
—Adelante—, me ordenó una voz severa, e hice fuerza con los pies para adentrarme en el despacho. Juraría que había oído esa voz en alguna parte, ya que me resultaba familiar, pero no podía precisarlo y decidí dejarlo pasar.
—Lo siento, señor. Solo estaba admirando...—, mis palabras se cortaron al doblar la esquina y ver a un hermoso hombre de pelo castaño oscuro sentado detrás de un enorme escritorio de caoba.
Santa barba.
El hombre tenía una bonita barba de tamaño natural acompañada de bigote y, junto con su rostro más bien hermoso, sus músculos casi sobresalían de los brazos de su traje.
Estaba anotando algo en un papel, así que no pude verle los ojos, pero estaba dispuesta a apostar que eran preciosos, del color que fueran.
Se me aceleró el corazón al darme cuenta de que era, literalmente, el hombre más atractivo que había visto nunca. Como sacado de una revista.
Respiré hondo para calmar el corazón y traté de recuperar la compostura antes de empezar de nuevo:
—Vengo a la entrevista—, dije en voz baja, muy intimidada por aquel hombre divino.
A medio camino entre el escritorio y la puerta, esperé a que levantara la vista y me reconociera.
—Bueno, pues adelante. Siéntate en una de las dos sillas que tengo aquí. No te quedes ahí de pie en medio de mi piso como si nunca hubieras estado en una entrevista—, dijo antes de levantarme por fin la vista.
Y la forma en que la luz de la mañana incidía en sus ojos en el ángulo justo... eran de un hermoso tono ámbar que me recordaba a la miel, a la mermelada y al bourbon, todo mezclado en uno.
Observaba cada uno de mis pasos con aquellos preciosos ojos y vi cómo los recorría por mi figura y luego volvía a subirlos.
—Parece que hoy has elegido muy bien tu ropa.
Me encantaba cómo sus ojos seguían la curva de mis caderas, mi estómago y mis pechos. Era humilde, pero tampoco tenía miedo de decir que me veía bien.
No hay nada malo en tener un poco de confianza en uno mismo.
Cuando por fin tomé asiento en uno de los sillones de cuero blanco, crucé la pierna derecha sobre la izquierda, sabiendo que la raja de mi muslo llamaba la atención sobre mis piernas.
Permanecimos un momento en silencio, ambos esperando que el otro dijera algo, pero este es su despacho, así que le esperé.
Solo con las pocas frases que había dicho ya me estaba haciendo una idea de su personalidad y me encantaba. El encantador de personas que hay en mí estaba encantado con la perspectiva de que este fuera nuestro nuevo jefe y de repente deseaba aún más el trabajo.
—Bueno—, preguntó mientras arqueaba una poblada ceja marrón oscuro.
¿Qué significa eso?
¿Qué coño significa eso?
—Um...—, exhalé, confusa.
Suspiró, arrastrando una mano por su pelo corto.
—Empecemos por tu nombre, ¿vale?
Me sentí sonrojada y tartamudeé:
—G-Genevieve Carson, pero por favor, llámeme Gen, señor—, dije la última parte un poco más clara.
Se puso la punta del capuchón del bolígrafo entre los dientes y guardó silencio un momento antes de afirmar:
—Te llamaré Genevieve si no te importa. Es bastante largo, único y suena formal.
Sentí que mi cara enrojecía aún más:
—Está bien, señor.
¿Largo y único?
Intenté no poner los ojos en blanco ante la insinuación.
De repente, me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo se llamaba. Tenía que ser un superior si necesitaba un código para llegar a su despacho.
—Lo siento, señor, pero no he pillado su nombre—, me sonrojé y me sentí poco preparada, ya que era lo único que necesitaba saber antes de la entrevista. Tal vez habría sabido cómo actuar de haber sabido quién era este hombre.
—Bueno, soy Dominic Blader, pero puedes llamarme Dom o Señor.