CAPÍTULO TRES
Seis lunas después
Rea estaba recostada sobre un montón de pieles frente a su pequeña chimenea, completamente sola y gimiendo y gritando en agonía al sentir los dolores de parto. Afuera, el viento invernal rugía y golpeaba las ventanas de madera de la pequeña cabaña y nieve entraba en ráfagas. La furiosa tempestad igualaba su estado de ánimo.
El rostro de Rea le brillaba con el sudor al estar frente al fuego, pero no podía calentarse a pesar de las flamas ni a pesar de que el bebé la pateaba y daba vueltas en el estómago como si quisiera salir saltando. Se sentía fría y húmeda, temblorosa, y estaba segura de que moriría esta noche. Sintió el dolor de otra contracción y esta vez fue tan fuerte que deseó que el invasor la hubiera matado aquel día; habría sido más misericordioso que esto. Esta tortura lenta y prolongada, esta noche de aguda agonía, era mil veces peor que cualquier cosa que él pudiera haberle hecho.
De repente, y escuchándose por encima de sus propios gritos y del silbido del viento, se escuchó otro sonido; tal vez el único sonido que faltaba para hacer que sintiera una oleada de temor.
Era el sonido de una multitud. Se trataba de una turba de aldeanos furiosos que venían a matar a su bebé.
Rea invocó toda la fuerza que le quedaba, fuerza que ni siquiera sabía que tenía y, estremeciéndose, de alguna manera logró levantarse del suelo. Gimiendo y gritando, se tambaleó hasta poder ponerse de rodillas. Alcanzó a tomar un tablón de una de las paredes y, con todo lo que tenía, gritó y logró ponerse de pie.
No pudo distinguir si le dolía más el estar de pie o acostada. Pero no tuvo tiempo para meditarlo. La turba se escuchaba más fuerte y se acercaba, y supo que llegarían pronto. Su muerte no la molestaría. Pero lo muerte de su bebé; eso era otra cosa. Tenía que poner a este bebé a salvo sin importar lo que tuviera qué hacer. Era algo extraño, pero sentía que la vida del bebé era más importante que la de ella.
Rea logró llegar hasta la puerta y chocó contra ella, manteniéndose de pie al aferrarse a la perilla. Se quedó ahí respirando fuertemente por varios segundos, descansando sobre la perilla y preparándose. Finalmente, la giró. Tomó un horquillo que estaba junto a la pared para apoyarse y entonces abrió la puerta.
Rea fue recibida por una ráfaga de viento y nieve lo suficientemente fría como para dejarla sin aliento. También escuchó los gritos que se elevaban sobre el viento y su corazón se detuvo al ver las antorchas en la distancia viniendo hacia ella como luciérnagas furiosas en la noche. Miró hacia el cielo y entre las nubes alcanzó a ver una enorme luna roja que llenaba el cielo. Dio un sobresalto. No era posible. Nunca había visto la luna brillando roja y nunca la había visto en medio de una tormenta. Sintió una patada aguda en el estómago y entonces supo sin ninguna duda que esa luna era una señal. Estaba ahí por el nacimiento de su hijo.
¿Quién será él? se preguntó.
Rea se tomó el estómago con ambas manos sintiendo que alguien se retorcía dentro de ella. Podía sentir su poder queriendo salir como si él mismo deseara pelear contra esa turba.
Entonces llegaron. Las antorchas encendidas iluminaron la noche mientras salían por todos los callejones dirigiéndose hacia ella. Si hubiera tenido su antigua fuerza y capacidad, se habría defendido contra ellos. Pero apenas podía caminar—apenas podía mantenerse de pie—y no podría enfrentarlos ahora. No con su hijo a punto de nacer.
Aun así, Rea sintió una furia primitiva cursando dentro de ella junto con una fuerza primitiva, una fuerza primitiva que sabía venía de su bebé. También recibió una oleada de adrenalina y sus dolores de parto cesaron momentáneamente. Por un breve momento sintió que volvía a ser ella.
Llegó el primero de los aldeanos, un hombre pequeño y gordo que sostenía una hoz. Mientras se acercaba, Rea tomó el horquillo con ambas manos, dio un paso lateral, y dejó salir un grito de furia mientras lo atravesaba en el estómago.
El hombre se detuvo impactado y cayó a sus pies. La turba también se detuvo. Estaban impresionados y claramente no esperaban eso.
Rea no esperó. Sacó el horquillo con un solo movimiento, le dio vueltas sobre su cabeza, y golpeó al siguiente aldeano que venía a ella con un mazo en la mejilla. Este también cayó a sus pies sobre la nieve.
Rea sintió un terrible dolor en el costado mientras otro hombre la tacleaba y la arrojaba hacia la nieve. Se deslizaron por varios pies y Rea gimió de dolor al sentir que el bebé la pateaba en su interior. Peleó por su vida contra el hombre en la nieve y, cuando él la soltó por un momento, Rea desesperadamente le encajó los dientes en la mejilla. Él gritó mientras ella lo mordía haciéndolo sangrar y sin querer soltarlo pensando en su bebé.
Finalmente él se la quitó de encima, se tocó la mejilla, y Rea vio una oportunidad. Se puso de pie resbalando sobre la nieve y lista para correr. Estaba casi lista cuando de repente sintió una mano que la tomaba por detrás. Este hombre casi le arrancaba el cabello de la cabeza mientras la tiraba de nuevo al suelo y la arrastraba por la nieve. Miró hacia atrás y vio que se trataba de Severn.
“Debiste escucharnos cuando tuviste la oportunidad,” le dijo él. “Ahora tendrás que morir junto con tu bebé.”
Rea escuchó un vitoreo desde la turba y supo que había llegado el final. Cerró los ojos y oró. Nunca antes había sido una persona religiosa, pero en este momento encontró a Dios.
Te oro con todo lo que tengo para que este bebé pueda salvarse. No importa si me dejas morir, solamente salva al niño.
Como si su oración hubiera sido escuchada, de repente sintió que dejaban de tomarla del cabello y al mismo tiempo escuchó un golpe. Sorprendida, volteó preguntándose qué había pasado.
Cuando vio quién había venido a rescatarla, se quedó congelada. Era un muchacho—Nick—que era muchos años más joven que ella. Él era un hijo de un granjero al igual que ella que siempre había sido molestado por los demás por no ser muy brillante. Pero ella siempre había sido amable con él. Tal vez le regresaba el favor.
Vio a Nick levantando un mazo y golpeando a Severn en la cabeza, haciendo que la soltara.
Nick entonces encaró a la turba con mazo en mano y bloqueando el paso hacia ella.
“¡Corre, rápido!” le gritó a ella. “¡Vete antes de que te maten!”
Rea lo miró con gratitud y asombro. La turba seguramente lo mataría.
Se puso de pie y corrió resbalando por la nieve, determinada a alejarse tanto como pudiera mientras tenía tiempo. Se metió por entre los callejones y, antes de desaparecer, miró hacia atrás y vio a Nick atacando salvajemente con su mazo y derribando a varios de los aldeanos. Sin embargo, varios hombres avanzaron y lo tiraron al suelo. Habiéndose encargado de él, ahora corrieron hacia ella.
Rea corrió. Corrió por entre los callejones hasta perder el aliento buscando dónde esconderse. Gimiendo por el horrible dolor, no supo cuánto más aguantaría.
Finalmente salió hacia el área decente de la aldea con sus elegantes casas de piedra y al mirar hacia atrás vio que se estaban acercando ya a unas veinte yardas de distancia. Jadeó y empezó a tropezar al correr. Sabía que estaba llegando a su límite. Venía otra contracción.
De repente escuchó un crujido agudo y Rea vio que una antigua puerta de roble se abría frente a ella. Se sorprendió al ver a Fioth, el viejo boticario, asomándose por entre su pequeño fuerte de piedra con los ojos bien abiertos e indicándole que entrara rápido. Fioth extendió la mano y la jaló con una fuerza sorprendente para su avanzada edad, y Rea se encontró atravesando la puerta de la lujosa morada.
Él cerró y aseguró la puerta detrás de ella.
Un momento después se escuchó un golpe en la puerta, las manos y hoces de docenas de aldeanos iracundos tratando de derribarla. Pero, para el inmenso alivio de Rea, la puerta aguantó. Tenía un pie de grosor y era siglos más antigua que ella. Sus pernos de hierro pesado ni siquiera se doblaron.
Rea respiró profundo. Su bebé estaba a salvo.
Fioth se inclinó frente a ella y la examinó con el rostro lleno de compasión, y ella se sintió consolada sobre todo por la forma amable en que él la veía. En la aldea, nadie la había mirado con tal amabilidad en meses.
Él le removió las pieles mientras ella gemía por otra contracción. Aquí todo estaba en silencio, las ráfagas de nieve apenas se escuchaban y estaba caliente.
Fioth la llevó junto a la chimenea y la acostó en una pila de pieles. Fue entonces cuando ella lo sintió todo de golpe: el correr, la pelea, el dolor. Se colapsó. Incluso si venían mil hombres a tocar a la puerta, sabía que ya no podría moverse.
Gritó mientras un dolor agudo pasaba por todo su cuerpo.
“No puedo correr,” dijo Rea empezando a llorar. “No puedo seguir corriendo.”
Él le puso un trapo húmedo y frío en la frente.
“Ya no hay necesidad de que lo hagas,” dijo él con una voz tranquilizadora y antigua, como si ya supiera que esto pasaría. “Ahora estoy aquí.”
Ella gritó y gimió mientras otra contracción pasaba en su interior. Sintió como si estuviera siendo partida en dos.
“¡Recuéstate!” le ordenó él.
Ella lo hizo y, un segundo después, lo sintió. Una tremenda presión entre sus piernas.
De repente vino un sonido que la aterró.
Un llanto.
El grito de un bebé.
Ella casi se desmayó por el dolor.
Miró las manos expertas del boticario mientras perdía el conocimiento a momentos, sacando al bebé, tomando algo filoso y cortando el cordón umbilical. Miró cómo limpiaba al bebé con un trapo, limpiándole los pulmones, la nariz y la garganta.
El llanto y los gritos se hicieron más fuertes.
Rea cedió a las lágrimas. Escuchar ese sonido penetrando su corazón y elevándose incluso por sobre los golpes de los aldeanos en la puerta fue un alivio para ella. Un hijo.
Su hijo.
Estaba vivo. A pesar de las probabilidades, había nacido.
Rea apenas si se dio cuenta de que el boticario lo envolvía en una manta y entonces sintió su calor al poner al bebé en sus brazos. Sintió su peso en el pecho y lo abrazó con fuerza mientras este seguía llorando y gritando. Nunca se había sentido tan feliz, y las lágrimas bajaron por su rostro.
De repente se escuchó un nuevo sonido: caballos galopando. El ajetreo de armaduras. Y después, gritos. Ya no se trataba del sonido de la turba gritando para matarla; ahora la turba misma estaba siendo asesinada.
Rea escuchó, confundida y tratando de entender. Entonces sintió una oleada de alivio. Por supuesto. El noble había venido a salvarla, a salvar a su hijo.
“Gracias a Dios,” dijo ella. “Los caballeros han venido a mi rescate.”
Rea sintió una oleada repentina de optimismo. Tal vez él se la llevaría de todo esto. Tal vez tendría la oportunidad de iniciar su vida de nuevo. Su niño crecería en un castillo y se convertiría en un gran señor; y tal vez ella también lo haría. Su bebé tendría una buena vida. Ella tendría una buena vida.
Rea se sintió aliviada y lágrimas de alegría bajaron por sus mejillas.
“No,” la corrigió el boticario con voz pesada. “No han venido a salvar a tu bebé.”
Ella lo miró, confundida. “¿Entonces a qué han venido?”
Él la miró con seriedad.
“A matarlo.”
Ella lo miró, boquiabierta, y sintiendo un temor frío pasando por ella.
“No confiaron que esta turba de aldeanos lograran hacerlo,” añadió él. “Querían asegurarse de que se hiciera bien con sus propias manos.”
Rea sintió hielo pasando por sus venas.
“Pero…” tartamudeó ella tratando de entender, “…mi bebé le pertenece al caballero. Era el comandante. ¿Por qué? ¿Por qué querrían matarlo?”
Fioth negó con la cabeza.
“Tu caballero, el padre del bebé, fue asesinado,” explicó él. “Fue hace muchas lunas. Esos hombres que escuchas no le servían a él. Son sus rivales. Quieren que el bebé muera y quieren que tú mueras.”
Él la miró con pánico urgente y ella supo, con horror, que él decía la verdad.
“¡Ambos deben huir de este lugar!” dijo él. “¡Ahora!”
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando se escuchó el golpe de un poste de hierro contra la puerta. Esta vez no era una simple hoz de granjero; era un ariete profesional de caballeros. Al golpear, la puerta se dobló.
Fioth se volteó hacia ella con ojos llenos de pánico.
“¡VETE!” le gritó.
Rea lo miró llena de terror y preguntándose si incluso podría levantarse en su condición.
Pero entonces él la tomó y la puso de pie. Ella gritó por el dolor y sintiendo agonía en el movimiento.
“¡Por favor!” lloró ella. “¡Duele demasiado! ¡Déjame morir!”
“¡Mira a tus brazos!” le gritó él. “¿Quieres que él también muera?”
Rea miró al bebé en sus brazos y, mientras se escuchaba otro golpe en la puerta, supo que tenía razón. No podía dejar que muriera aquí.
“¿Y qué hay de ti?” gimió ella al darse cuenta. “También te matarán.”
Él asintió con resignación.
“Ya he vivido por muchos ciclos solares,” respondió él. “Si puedo retrasarlos un poco y darte una oportunidad de ponerte a salvo, con gusto estoy dispuesto a dar lo que queda de mi vida. ¡Ahora vete! ¡Dirígete al río! ¡Encuentra un bote y huye de aquí! ¡Rápido!”
Él la jaló antes de que pudiera pensar y, apenas dándose cuenta, él ya la llevaba a la entrada trasera de su fuerte. Retiró un tapiz revelando una puerta oculta tallada en la piedra. Se apoyó contra esta con todas sus fuerzas y se abrió con un rechinido, dejando salir una ráfaga de aire antiguo. Una oleada de aire frío llenó el fuerte.
Apenas la había abierto cuando ya la empujaba para que salieran ella y el bebé por atrás.
Rea se encontró inmersa en la tormenta de nieve y tropezando por la orilla del río escarpado cubierto de nieve sosteniendo a su bebé. Se resbaló sintiendo que el mundo se colapsaba dentro de ella y apenas pudiendo moverse. Mientras corría, un rayó impactó a un inmenso árbol iluminando la noche y haciéndolo caer muy cerca de ella. El bebé gritó. Se quedó horrorizada: nunca antes había visto que un rayo cayera durante una tormenta de nieve. Esta sin duda era una noche llena de presagios.
Rea resbaló de nuevo mientras el terreno se volvía más inclinado y esta vez cayó sobre su trasero. Salió volando y gritó al ver que la pendiente la llevaba casi hasta la orilla del río.
Respiró con alivio al ver que este deslizamiento la había ayudado a llegar hasta la orilla sin tener que hacerlo de pie. Miró colina arriba y se sorprendió al ver lo mucho que había avanzado, y vio con horror que los caballeros invadían el fuerte de Fioth y lo incendiaban. El fuego creció con fuerza incluso con la nieve y ella se sintió muy culpable al pensar que el viejo había muerto por ella.
Un momento después los caballeros salieron por la puerta trasera mientras otros galopaban por los costados. Ella pudo ver que era descubierta y que se dirigían hacia ella sin detenerse.
Rea se dio la vuelta y trató de correr, pero ya no había a dónde ir. De todas formas, no estaba en condición de correr. Todo lo que podía hacer era arrodillarse frente a la orilla del río. Sabía que moriría aquí. Había llegado al final del camino.
Pero seguía teniendo esperanza para su bebé. Miró a su alrededor y vio un montón de ramas, tal vez un nido de castores, tan grueso que parecía una canasta. Impulsada por el amor de madre, pensó con rapidez. Estiró la mano y lo tomó y rápidamente puso al bebé adentro. Lo probó y, para su alivio, flotaba.
Rea se preparó para empujar la canasta hacia las aguas calmadas del río. Si lograba alcanzar la corriente, flotaría lejos de aquí. Iría río abajo. Qué tan lejos y por cuánto tiempo, ella no lo sabía. Pero una oportunidad de sobrevivir era mejor que ninguna.
Rea, llorando, se inclinó y besó la frente de su bebé. Se hizo hacia atrás y gritó por la pena. Con manos temblorosas se quitó el collar del cuello y lo puso en el del bebé.
Le tomó las manos con las suyas.
“Te amo,” dijo ella entre sollozos. “Nunca me olvides.”
El bebé gritó como si hubiera entendido, con un llanto agudo que se elevó por sobre los truenos y rayos he incluso sobre el sonido de los caballos que se acercaban.
Rea supo que no podía esperar más. Empujó la canasta y pronto esta alcanzó la corriente. Observó entre sollozos cómo desaparecía en la negrura.
Apenas si la había perdido de vista cuando escuchó el ajetreo de armaduras detrás de ella; y al darse vuelta vio a varios caballeros desmontando frente a ella.
“¿En dónde está el bebé?” ordenó uno con la visera abajo y con su voz atravesando la tormenta. No se parecía nada a la visera del hombre que la había tomado. Este hombre tenía una armadura roja con diferente forma y no había nada de amabilidad en su voz.
“Yo…” empezó a decir ella.
Pero entonces sintió una furia dentro de ella, la furia de una mujer que estaba a punto de morir; que no tenía nada que perder.
“Se ha ido,” dijo ella, desafiante. Entonces sonrió. “Y ustedes nunca lo tendrán. Nunca.”
El hombre jadeó lleno de furia dando un paso hacia adelante, sacó su espada y la apuñaló.
Rea sintió la horrible agonía del acero en su pecho, y entonces gimió al perder el aliento. Sintió que su mundo se volvía más ligero y se vio envuelta en una luz blanca, y entonces supo que esto era la muerte.
Pero no sintió miedo. En vez de eso, sintió satisfacción. Su bebé estaba a salvo.
Y al caer boca abajo en el río tiñendo las aguas de rojo, supo que todo había acabado. Su corta y dura vida había terminado.
Pero su hijo viviría para siempre.
*
La campesina, Mithka, estaba de rodillas en la orilla del río con su esposo a su lado, ambos recitando frenéticamente sus oraciones y sintiendo tener ningún otro recurso durante esta extraña tormenta. Se sentía como si el fin del mundo cayera sobre ellos. La luna de color sangre era un presagio nefasto de por sí; pero al aparecer junto a una tormenta como esta, entonces se volvía algo más que extraño. No tenía precedente. Sabía que algo importante estaba por ocurrir.
Estaban arrodillados juntos sintiendo las ráfagas de viento y nieve en sus rostros y oraban por la protección de su familia; por piedad; por perdón por cualquier ofensa que ella hubiera hecho.
Siendo una mujer piadosa, Mithka había vivido por muchos ciclos solares y tenía muchos hijos, y esto le había dado una buena vida. Una vida pobre, pero buena. Era una mujer decente. No se metía en asuntos ajenos, ayudaba a los demás y nunca le hacía mal a nadie. Le oraba a Dios para que protegiera a sus hijos y a su casa y a cualquier pobre pertenencia que tuvieran. Se inclinó y puso sus palmas sobre la nieve, cerró los ojos, y entonces se agachó hasta tocar el suelo con la cabeza. Le pidió a Dios que le diera una señal.
Lentamente, levantó la cabeza. Al hacerlo, sus ojos se abrieron y su corazón se aceleró al ver lo que había frente a ella.
“¡Murka!” susurró ella.
Su esposo se dio la vuelta y lo miró también, y ambos se quedaron congelados por la impresión.
No podía ser posible. Parpadeó varias veces, pero no era una ilusión. Delante de ellos, flotando en la corriente, venía una canasta.
Y en la canasta estaba un bebé.
Un niño.
Sus gritos atravesaron la noche y se elevaban por encima de la tormenta, por encima de los rugidos de los truenos y relámpagos, y cada grito le llegaba al corazón.
Ella saltó hacia el río ignorando las aguas congeladas que se sentían como navajas en su piel y tomó la canasta, peleando contra la corriente hasta que logró regresar a la orilla. Miró hacia abajo y vio que el bebé estaba meticulosamente envuelto en una manta, y que milagrosamente estaba seco.
Lo examinó de cerca y se sorprendió al ver el colgante de oro alrededor de su cuello, con las dos serpientes alrededor de la luna y una daga entre ellas. Dio un sobresalto; lo reconoció de inmediato.
Se volteó hacia su esposo.
“¿Quién haría tal cosa?” le preguntó horrorizada mientras lo sostenía contra su pecho.
Él tan solo movió la cabeza igual de confundido.
“Debemos llevarlo con nosotros,” decidió ella.
Su esposo frunció el ceño y negó con la cabeza.
“¿Cómo?” replicó él. “No tenemos recursos para alimentarlo. Apenas si podemos vivir nosotros. Ya tenemos tres niños, ¿qué haremos con un cuarto? Nuestro tiempo de criar niños ya ha pasado.”
Mithka, pensando con rapidez, tomó el colgante de oro y se lo puso en la mano sabiendo que, conociendo a su esposo, esto lo impresionaría. Él sintió el peso del oro en su mano y pareció sorprendido.
“Ahí tienes,” dijo ella con disgusto. “Ahí está tu oro. Es suficiente oro para alimentar a nuestra familia hasta que estemos viejos y muertos,” dijo ella con seriedad. “Yo salvaré a este bebé; te guste o no. No lo dejaré morir aquí.”
Él seguía frunciendo el ceño pero ahora menos seguro, mientras otro relámpago golpeaba el cielo haciéndolo voltear hacia arriba con temor.
“¿Y crees que es una coincidencia?” le preguntó él. “¿Un bebé viniendo al mundo en una noche como esta? ¿Tienes idea de a quién tienes en los brazos?”
Él miró hacia el niño con temor. Después se puso de pie y empezó a retroceder, finalmente dándose la vuelta para irse y sosteniendo el colgante, claramente disgustado.
Pero Mithka no cambiaría de opinión. Le sonrió al bebé y lo arrulló en su pecho calentando su frío rostro. Lentamente el llanto empezó a calmarse.
“Un niño diferente a nosotros,” dijo ella para sí misma mientras lo abrazaba. “Un niño que cambiará el mundo. Su nombre será: Royce.”
PARTE DOS