CAPÍTULO DOS
Tres lunas después
Rea estaba sola en el claro del bosque, confundida y perdida en su mundo. No podía escuchar la corriente del agua bajo sus pies, no podía escuchar el canto de los pájaros sobre los árboles a su alrededor, y no se dio cuenta de la luz del sol que brillaba por entre las ramas ni de la manada de venados que la miraban de cerca. El mundo enteró se derretía a su alrededor mientras miraba una sola cosa: las venas de la hoja de Ukanda que sostenía en sus dedos temblorosos. Quitó su palma de sobre la ancha y verde hoja y, lentamente y para su horror, el color de las venas cambió de verde a blanco.
El verlas cambiar fue como un puñal en su corazón.
La Ukanda no cambiaba de color a menos que la persona que la tocara estuviera embarazada.
El mundo de Rea se tambaleó. Perdió todo sentido del tiempo y el espacio mientras estaba de pie con el corazón latiéndole en sus oídos, con sus manos temblorosas, y pensó en la fatídica noche de hacía tres lunas en que su aldea había sido saqueada y en la que muchas personas habían sido asesinadas. Cuando él la había tomado. Pasó una de sus manos por encima de su estómago y sintió un pequeño bulto. Sintió otra oleada de náusea y finalmente entendió por qué. Tocó con sus dedos el collar de oro que había estado escondiendo alrededor de su cuello debajo de su ropa para que los otros no lo vieran y se preguntó, por la millonésima vez, quién era ese caballero.
Aunque trataba de no pensar en ellas, sus últimas palabras hacían eco en su cabeza una y otra vez.
Envíalo a verme.
Escuchó un ajetreo detrás de ella y Rea se dio la vuelta, sorprendida, y vio los ojos pequeños y brillantes de su vecina, Prudence, que la miraba. Ella era una chica de catorce años que había perdido a sus padres en el ataque y una entrometida que siempre había disfrutado de delatar a las personas. Prudence era la última persona con la que Rea quería compartir la noticia. Rea miró con horror cómo los ojos de Prudence pasaron de la mano de Rea hacia la hoja cambiante, y entonces sus ojos se ensancharon al darse cuenta.
Con una mirada de desaprobación, Prudence dejó caer su canasta de sábanas y se dio la vuelta corriendo. Rea sabía que el verla correr solo podía significar una cosa: iba a decírselo a los aldeanos.
El corazón de Rea se desplomó y sintió su primera oleada de temor. Por supuesto, los aldeanos demandarían que el bebé fuera asesinado. Ellos no querían ningún recordatorio del ataque de los nobles. ¿Pero por qué la asustaba esto? ¿En realidad quería conservar al bebé, al producto de ese monstruo?
El temor de Rea la sorprendió y, mientras más pensaba en ello, se dio cuenta de que su temor se debía a querer mantener al bebé a salvo. Esto la derribó. Intelectualmente, ella no quería tenerlo; el hacerlo sería una traición a su aldea y a ella misma. Esto solo envalentonaría a los nobles que habían atacado. Y sería muy sencillo el perder al bebé; todo lo que tenía que hacer era masticar la raíz de Yukaba y, en su siguiente baño, el bebé moriría.
Pero visceralmente, podía sentir al bebé dentro de ella y su cuerpo le decía algo que su mente no: quería quedarse con él. Quería protegerlo. Después de todo, era un bebé.
Rea, una hija única que nunca había conocido a sus padres y que había sufrido en el mundo sin nadie a quién amar y sin nadie que la amara, había deseado con desesperación tener a alguien a quién amar y que le regresara el mismo amor. Estaba cansada de estar sola, de estar aislada en la sección más pobre de la aldea limpiando pisos y haciendo trabajo duro desde la mañana hasta el anochecer. Sabía que en su posición nunca podría encontrar a un hombre; al menos no a uno al que no despreciara. Y probablemente nunca tendría un hijo.
Rea sintió una repentina oleada de añoranza. Pensó que esta podría ser su única oportunidad. Y ahora que estaba embarazada, no se había dado cuenta de lo mucho que quería al bebé. Lo quería más que cualquier cosa.
Rea empezó a caminar de regreso a la aldea, nerviosa, atrapada en un remolino de emociones, apenas sintiéndose lista para la desaprobación a la que estaba por enfrentarse. Los aldeanos insistirían que no quedara nada de los invasores del pueblo, de los hombres que les habían quitado todo. Rea no podía culparlos; era una técnica común de los invasores el impregnar a las mujeres para dominar y controlar las aldeas por todo el reino. A veces incluso mandaban traer al niño. Y el tener un niño solo alimentaba el ciclo de violencia.
Pero nada de esto cambiaría lo que sentía. Había una vida dentro de ella. Podía sentirla a cada paso que daba y el sentimiento era fuerte. Podía sentirla con cada palpitar.
Rea caminó por en medio de las calles de la aldea dirigiéndose hacia su pequeña cabaña, sintiendo que el mundo le daba vueltas y sin saber qué pensar. Embarazada. No sabía cómo vivir embarazada. No sabía cómo dar a luz a un bebé; o cómo criarlo. Apenas si podía alimentarse ella. ¿Cómo podría tener los recursos necesarios?
Pero de alguna manera sintió una nueva determinación creciendo dentro de ella. La sintió pulsando por sus venas, una fuerza de la que apenas si había estado consciente en las últimas tres lunas pero que ahora era tan clara como el cristal. Era una fuerza superior a la suya; una fuerza de futuro, de esperanza, de posibilidad y de una vida que nunca podría tener.
Era una fuerza que la hacía ser más grande de lo que ella pensaba podría llegar a ser.
Mientras Rea caminaba despacio por la calle de tierra, empezó a darse cuenta de sus alrededores y de los ojos de los aldeanos enfocados en ella. Se dio la vuelta y vio a los lados de la calle los ojos curiosos y desaprobadores de mujeres jóvenes y mayores, de muchachos y hombres, de los sobrevivientes, de hombres mutilados en la fatídica noche. Todos tenían un gran sufrimiento en sus rostros. Todos la miraban a ella y a su estómago como si de alguna manera ella tuviera la culpa.
Vio a mujeres de su edad entre ellos, con rostros oscurecidos y mostrando ninguna compasión. Rea sabía que muchas de ellas también habían sido preñadas y que ya habían tomado la raíz. Podía ver el duelo en sus ojos y el deseo de que ella también lo sintiera.
Rea sintió que la multitud se agrandaba a su alrededor y, al mirar hacia enfrente, vio un muro de gente que le bloqueaba el paso. Parecía que toda la aldea había venido; hombres y mujeres, chicos y grandes. Vio la agonía en sus rostros, una agonía que ella había compartido, y se detuvo frente a ellos. Sabía qué era lo que querían: querían matar a su hijo.
Sintió una repentina oleada de desafío; y en ese momento se resolvió a no dejar que pasara.
“Rea,” dijo una voz fuerte.
Severn, un hombre de mediana edad con cabello oscuro y barba y con una cicatriz en la mejilla producto de aquella noche, estaba en el centro y la miraba. La miró de arriba a abajo como si fuera nada más que ganado, y ella pensó que él no era mucho mejor que los nobles. Todos ellos eran iguales: todos pensaban que tenían el derecho de controlar su cuerpo.
“Tomarás la raíz,” le ordenó severamente. “Tomarás la raíz y mañana todo esto quedará en el pasado.”
Al lado de Severn una mujer dio un paso adelante. Luca. Ella también había sido atacada la misma noche y había tomado la raíz la semana pasada. Rea la había escuchado gemir y llorar toda la noche por el duelo de su hijo perdido.
Luca sostenía un saco con un polvo amarillo en su interior, y Rea dio un sobresalto. Sintió que toda la aldea la observaba y que esperaban que se acercara a tomarlo.
“Luca te acompañará al río,” añadió Severn. “Ella se quedará contigo toda la noche.”
Rea se quedó inmóvil, sintiendo una extraña energía creciendo dentro de ella mientras los miraba con frialdad.
No dijo nada.
Sus rostros se enfurecieron.
“No nos retes, muchacha,” dijo otro hombre dando un paso hacia adelante y sosteniendo su hoz tan fuerte que sus nudillos se pusieron blancos. “No deshonres la memoria de los hombres y mujeres que perdimos esa noche dando luz a uno de ellos. Haz lo que debes hacer. Conoce tu lugar.”
Rea respiró profundo y se sorprendió con la fuerza de su propia voz al responder:
“No lo haré.”
Su voz le pareció extraña, más profunda y más madura de lo que nunca había sido. Era como si se hubiera vuelto una mujer madura de la noche a la mañana.
Rea vio el enojo en los rostros de la multitud como una nube de lluvia cubriendo el sol. Un hombre, Kavo, frunció el ceño y dio un paso hacia adelante con un aire de autoridad. Ella miró hacia abajo y vio el látigo en su mano.
“Hay una forma fácil de hacer esto,” dijo con una voz dura. “Y una difícil.”
Rea sintió que su corazón se aceleraba al verlo directamente a los ojos. Recordó lo que su padre le había dicho en una ocasión cuando era pequeña: nunca retrocedas. Ante nadie. Siempre defiende tus convicciones a pesar de que todo esté en tu contra. Especialmente si todo está en tu contra. Nunca dejes de ver a tu enemigo más grande. Ataca primero. Incluso si significa tu vida.
Rea se puso en acción. Sin pensarlo, se agachó y tomó un bastón que traía uno de los hombres, dio un paso hacia adelante y golpeó con todas sus fuerzas a Kavo en el plexo solar.
Kavo jadeó y cayó de rodillas y Rea, sin darle una oportunidad, atacó de nuevo y lo golpeó en el rostro. Le rompió la nariz he hizo que este dejara caer el látigo al suelo mientras se tomaba la nariz y gemía en el lodo.
Rea, aún sosteniendo el bastón, miró hacia arriba y vio el grupo de rostros horrorizados que la miraban. Parecía que habían perdido un poco de confianza.
“Se trata de mí hijo,” dijo ella. “Me lo quedaré. Si vienen por mí, la siguiente vez no será un bastón en el estómago, sino una espada.”
Con eso, apretó su agarre en el bastón, se dio la vuelta, y caminó lentamente abriéndose camino por entre la multitud. Sabía que ninguno de ellos se atrevería a seguirla. Al menos no por ahora.
Caminó con manos temblorosas y con el corazón acelerado sabiendo que serían unos seis meses muy largos hasta que su bebé naciera.
Sabía que la siguiente vez que vinieran por ella sería con la intención de matar.