Capítulo 26

1551 Words
Orión Comencé a descender lentamente por su cuerpo, dejando una senda de besos desde su mandíbula hasta su cuello. Mordí suavemente la marca que había dejado allí hace tiempo, un gesto que era tanto una reafirmación de nuestro vínculo como un acto de amor apasionado. Bajé aún más, encontrándome con sus pechos. Los tomé en mis manos, masajeándolos con ternura y reverencia. Observé las reacciones de su cuerpo bajo mi tacto, cada suspiro, cada temblor, cada pequeño arco de su espalda. En ese momento, bajo la luz suave del sol que se filtraba por la ventana, con el canto de los pájaros del bosque como música de fondo, todo lo demás se desvaneció. Solo existíamos Octavia y yo, envueltos en un mundo de amor y deseo que nos pertenecía solo a nosotros dos. Mi boca se llenó con uno de sus pechos, provocando que ella despegara la espalda de la cama y se aferrara a mi cabello con intensidad. Su olor y su sabor, la reacción de su cuerpo ante mis caricias y besos, eran un deleite que me llevaba al límite del deseo. Cada sonido que escapaba de sus labios, cada movimiento de su cuerpo, era una respuesta perfecta a mis acciones, un estímulo que intensificaba mi propia excitación. Continué mi descenso por su cuerpo, adorando cada parte de ella con mi lengua y mis labios. Sus piernas se abrieron en una invitación silenciosa, lo que me hizo sonreír con arrogancia. La evidencia de su deseo, su anhelo solo por mí, era una afirmación poderosa de nuestra conexión. Besé ambos lados de sus muslos internos antes de pasar mi lengua desde su entrada hasta su clítoris, saboreando su humedad que me hacía estremecer de deseo. Con mi lengua jugueteando con su clítoris, alterné entre lamidas suaves y chupadas más intensas, arrebatando gemidos y jadeos cada vez más fuertes de sus labios. Elevé la mirada para observarla: estaba aferrada a las sábanas, mirándome con una intensidad que avivaba aún más mi necesidad de ella. Introduje muy lentamente dos dedos en su interior, mientras mi lengua seguía jugando con ella. La penetré con los dedos, aumentando la intensidad del movimiento conforme ella se agitaba y tomaba de mí lo que necesitaba para alcanzar el clímax. Muy pronto, la sentí apretar mis dedos, su orgasmo explotó en oleadas, dejándome saborear cada momento mientras continuaba bombeando con movimientos más pausados. Cuando su cuerpo dejó de temblar, retiré mis dedos, levantando nuevamente la mirada hacia ella y esperando a que me la devolviera. Sus ojos se dilataron de placer en el momento en que me vio saborearla de mis dedos, los que chupé hasta limpiarlos completamente. No podía evitar la sonrisa arrogante que se dibujó en mi rostro mientras la miraba, completamente arruinada y satisfecha gracias a mí. Era una visión de triunfo y posesión, una confirmación silenciosa de nuestra intensa conexión física y emocional. —Mi turno —susurró Octavia entre jadeos, con una voz que se mezclaba entre el deseo y una promesa implícita. Me moví de entre sus piernas y me recosté contra la cabecera de la cama, expectante y palpitante de anticipación. Ella se colocó sobre mí, elevando mis manos y sujetándolas sobre mi cabeza, atadas a unas esposas que había colocado allí previamente. —Quédate quieto y disfruta, mi amor. Sus manos dejaron las mías, deslizándose por mis antebrazos y bíceps. Cada roce era un rayo de electricidad, disparando oleadas de excitación por todo mi cuerpo. Sus labios recorrieron mi cuello con un ardor que me hizo cerrar los ojos, sumergiéndome en la sensación. De pronto, su mano bajó directamente a mi entrepierna, tomando mi erección con firmeza. Su pulgar acarició la cabeza, arrancándome un gemido profundo y visceral. Comenzó a bombear rápidamente, y cuando sus labios besaron mi cuello, me perdí en el placer, cerrando los ojos y abandonándome a sus caricias. De repente, sus dientes se clavaron en la marca de compañero en mi cuello, pero la sensación no fue gratificante, sino algo punzante y doloroso. —Octavia... —Susurré, algo incómodo, sintiendo mi rostro contraerse ante la sensación inesperada y aguda. Ella detuvo cualquier movimiento por un segundo. Sin sacar sus dientes de mi cuello, tomó mi erección con su mano y se colocó sobre mí, dejándose caer de golpe. Sus movimientos eran acelerados y resonaban en mi cuerpo, pero el dolor estalló en cada parte de mí, eclipsando el placer. Lo que antes se sentía tan bien ahora solo me dejaba vacío. La cama debajo de mí, antes suave y reconfortante, se sentía dura y rugosa. Sentí algo caliente caer desde donde sus dientes habían estado, una sensación desconcertante y fría. Con mucho esfuerzo, abrí los ojos, y lo que vi me dejó completamente perplejo. No era Octavia quien estaba sobre mí, sino Adriana. Me estaba montando, subiendo y bajando sobre mi erección con una sonrisa burlona en sus labios y mi sangre cayendo de su boca. Su melena rubia y sus ojos verdes brillaban con una crueldad despiadada. —Adriana —escupí su nombre, mi voz cargada con la promesa de una muerte lenta y dolorosa. La rabia me consumía por dentro, una furia ardiente que nublaba todo pensamiento racional. —Sí, mi amor, solo yo puedo hacerte sentir así —dijo ella, claramente malinterpretando mi intención y la profundidad de mi enfado. En ese momento, supe que la situación había superado los límites de un simple juego o seducción. Era una traición, una manipulación cruel que encendía en mí un deseo de venganza y liberación. Adriana había cruzado una línea, y yo estaba decidido a ponerle fin a su juego perverso, a cualquier costo. Subió una vez más y aproveché el impulso para mover las caderas y tirarla a un lado. Fue un movimiento desesperado, impulsado por la necesidad de liberarme. Solo la pude mover porque la tomé por sorpresa; mi cuerpo estaba demasiado débil para defenderme realmente. —Idiota —me ladró Adriana, con un tono cargado de furia y desprecio. —Tu puta estará clavada en esa pared en muy poco tiempo —dijo, señalando con un gesto cruel la pared detrás de ella. —Y ella te verá follar conmigo... Un gruñido profundo y gutural resonó en mi pecho, una respuesta visceral a su amenaza. Forcé mis manos a moverse, tirando con todas mis fuerzas para atacarla, pero las cadenas me mantenían férreamente en mi lugar, impidiendo cualquier movimiento de liberación. —¿Hace cuánto...? —Pregunté entre dientes, la ira y el asco mezclándose en mi voz. —¿Hace cuánto disfruto de tu cuerpo? —Se rio con una crueldad que me heló la sangre. —Desde el momento en que entraste en el territorio de la manada de tu hermano. Aunque él no sabe de estas fiestas que tenemos tú y yo... Un sentimiento de impotencia y desesperación se apoderó de mí. "Diosa Luna, no puedo creerlo..." —No pongas esa cara —bufó Adriana, señalándome con desdén. —Tu hermano solo tiene cabeza para pensar en follar con tu puta compañera, está planeando un gran espectáculo para ti. Tanta preparación para ella, todo, siempre, ha sido por ella. Se levantó y se dirigió a la puerta, cubriéndose con un albornoz. Se giró para mirarme una última vez, la burla impregnando cada palabra. —Tú y tu zorra van a sufrir muchísimo. Con esas palabras, abrió la puerta y la golpeó con fuerza al salir, dejándome solo en la habitación con mis pensamientos torturados. Mi mandíbula estaba tan tensa que sentía que estaba a punto de fracturarse. Mis músculos estaban tensos y doloridos, y un deseo abrumador de rendirme me invadía. "Diosa, solo déjame ir a tu lado de una vez por todas." La puerta se abrió nuevamente e intenté sentarme. Un hombre grande y robusto entró, cerrando la puerta detrás de él. —Alfa —dijo con voz grave. El hombre robusto se acercó con pasos medidos, su expresión era una mezcla de respeto y cautela. Con cuidado, colocó una sábana sobre mi cuerpo, un gesto que parecía desentonar con el ambiente de violencia y crueldad que me rodeaba. La sábana, aunque simple, proporcionó un alivio momentáneo contra el frío que se había arraigado en mis huesos. —¿Dónde estoy? —Gruñí, mi voz sonando ronca y débil, cansada por el dolor y el agotamiento. —Está a dos celdas de dónde siempre —respondió el hombre, su tono era neutral pero no exento de cierta compasión. —Lo dejaré descansar hasta que llegue la curandera. —¿No vas a golpearme? —Pregunté, alzando apenas la cabeza para mirar al guardia. —Usted tuvo piedad, o la habría tenido si su hermano no hubiera matado a mi hermano. Él era lo único que me quedaba en el mundo —susurró, su voz llena de un dolor profundo. —Él creía que usted nos ayudaría, por eso le contó la verdad... —El prisionero... —Murmuré, sintiendo cómo la oscuridad me llamaba nuevamente, un refugio ante la cruel realidad que enfrentaba. —Sí, Alfa, ahora descansa —escuché decir al guardia, su voz sonando distante. El sonido de la puerta cerrándose fue lo último que escuché antes de dejarme llevar por la oscuridad, sumergiéndome en un mundo donde el dolor y la traición no podían alcanzarme.
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