Capítulo 30

1144 Words
Octavia Volviendo mi atención a Einar, noté una brecha en su defensa. Me lancé hacia adelante, mis puños golpeando con una precisión que solo podía venir de la pura necesidad de supervivencia. Einar se tambaleó, claramente sorprendido por la ferocidad y habilidad de mi ataque. Con un giro rápido, logré agarrar a Einar por un brazo, usando su propio impulso para lanzarlo hacia un árbol cercano. El impacto lo dejó aturdido, y aproveché ese momento para golpearlo en la sien, dejándolo inconsciente, pero sin daños graves. Lucien, por su parte, había manejado a los otros guardias con igual destreza. Mientras los guardias yacían en el suelo, recuperamos el aliento, conscientes de que habíamos escapado por poco. —Tenemos que irnos, ahora, —dije, mirando a Lucien. A pesar de la adrenalina del combate, mi mente estaba clara, enfocada en nuestro objetivo. Asintiendo, Lucien y yo nos dimos la vuelta y corrimos a través del bosque. El sonido de nuestros pasos se perdía entre el susurro de las hojas y el crujido de las ramas bajo nuestros pies. Estaba tan concentrada en escapar que casi pasé por alto el gemido de dolor que Lucien soltó antes de caer al suelo. Me detuve en seco, girando para verlo agachado, su rostro torcido en una mueca de dolor. Una daga estaba clavada en su pierna, su metal brillando siniestramente bajo la luz de la luna. —¡Lucien! —exclamé, corriendo hacia él. Me arrodillé a su lado, examinando la herida con manos temblorosas. La daga había penetrado profundamente, y la sangre se filtraba a través de su ropa. Lucien apretó los dientes, tratando de ocultar su dolor. —Es solo un rasguño, cielo —intentó bromear, pero su voz era tensa y forzada. —Esto no es un rasguño, —repliqué, mi tono mezclando preocupación y reprimenda. —Necesitamos sacar esto y vendarte antes de que pierdas más sangre. Con cuidado, tomé la empuñadura de la daga. —Esto va a doler, —advertí, antes de extraerla con un movimiento rápido y controlado. Lucien soltó un gruñido ahogado, su mano apretando el suelo bajo él. Una vez retirada la daga, rasgué un trozo de mi propia ropa para improvisar un vendaje. Mientras trabajaba, no pude evitar notar la cercanía entre nosotros, la forma en que Lucien confiaba en mí a pesar del dolor y la vulnerabilidad. —Gracias, —dijo Lucien, su voz baja. —Por todo. —No hay de qué, —respondí, terminando de vendar la herida. —Ahora necesitamos moverte. ¿Puedes caminar? Lucien asintió, y con mi ayuda, se puso de pie, apoyándose en mí para mantener el equilibrio. —Puedo hacerlo, —aseguró, aunque su rostro estaba pálido por el esfuerzo. Con cautela, comenzamos a movernos nuevamente, aunque a un ritmo mucho más lento. A pesar del dolor y la dificultad, Lucien se mantuvo fuerte, determinado a no ser una carga. A medida que la noche se profundizaba, encontramos una cueva escondida entre la densidad del bosque. La necesidad de refugiarnos se había vuelto imperativa; Lucien, a pesar de su resistencia y determinación, había perdido demasiada sangre y su paso se hacía cada vez más tambaleante. —Tenemos que parar aquí, —dije, señalando la cueva. Su mirada estaba nublada por el dolor, pero aún había una chispa de desafío en sus ojos. Una vez dentro, lo ayudé a sentarse y revisé su vendaje, que estaba empapado de sangre. —Necesitas descansar y recuperar fuerzas, —le dije, mientras buscaba en mi mochila algo que pudiera servir como vendaje más eficaz. —No podemos perder tiempo, —insistió Lucien, aunque su voz carecía de su fuerza habitual. —Tu compañero… Su mención de Orión resonó en mi corazón, pero sabía que no podíamos seguir adelante en su estado. —Lucien, tu vida es tan importante como nuestra misión. Descansaremos aquí esta noche. Con cuidado, lo ayudé a acomodarse en el interior de la cueva, lejos de la entrada y del frío nocturno. Mientras buscaba leña y materiales para encender una pequeña fogata, no pude evitar reflexionar sobre la complicada red de emociones y lealtades que se entrelazaban entre nosotros. Lucien observaba las llamas, su rostro iluminado por el fuego. —Sabes, Octavia, —comenzó, su voz apenas audible sobre el crepitar de la fogata, —parte de mí desea que Orión este... que no vuelva. Me senté bruscamente junto a él, la ira hirviendo en mis venas. —¿Cómo puedes decir algo así? ¿Por qué dirías eso? Él evitó mi mirada, claramente en conflicto. —Porque... entonces podría tener una oportunidad contigo, —dijo, su voz teñida de una mezcla de deseo y desesperación. Me estremecí ante sus palabras, una ola de ira y repulsión invadiéndome. —Lucien, mi corazón y mi alma pertenecen a Orión, —le dije, mi voz temblando de furia. —Él es mi compañero. Jamás podré ver en ti lo que veo en él. —Lo sé, —murmuró él, todavía evitando mi mirada. —Pero eso no cambia lo que siento. Sus palabras me dejaron sin aliento. La idea de que Lucien albergara sentimientos hacia mí no era completamente desconocida, pero escucharlo expresarlo tan abiertamente era desconcertante. Su confesión revelaba una verdad complicada; Lucien estaba unido a esta búsqueda no solo por lealtad, sino también por un deseo personal. A pesar de esto, sabía que necesitaba su ayuda para encontrar a Orión, y que nuestra alianza, aunque frágil y cargada de emociones no correspondidas, era esencial. A medida que pasaban las horas, la respiración de Lucien se volvió más regular y profunda, señal de que finalmente había caído en un sueño agotado. Yo me mantuve despierta, velando por su seguridad, mientras la imagen de Orión se mantenía firme en mi mente. Sabía que, a pesar de los retrasos, cada paso que dábamos nos acercaba a él. Y en ese momento, envuelta en la quietud y la reflexión, me encontré enfrentando una realidad que me turbaba profundamente. Aunque mi corazón y mis pensamientos nunca dejaron de pertenecer a Orión, no podía negar que Lucien había ocupado un espacio en mi vida de una manera que nunca había imaginado. En la penumbra de la cueva, con solo el sonido de la respiración de Lucien rompiendo el silencio, me vi obligada a admitir una sensación de gratitud por su presencia. Él había sido mi salvador en más de una ocasión, había ganado mi confianza y me había protegido con un compromiso que iba más allá de cualquier expectativa. Esta gratitud, sin embargo, se entrelazaba con un sentimiento de autorreproche. Me odiaba por albergar cualquier tipo de aprecio hacia él, especialmente después de su deseo confesado respecto a Orión. Era un torbellino de emociones conflictivas: lealtad a mi compañero ausente, gratitud hacia el hombre que me acompañaba, y una repulsión hacia mí misma por sentir todo esto.
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