La situación había sido caótica desde que Karina cayó desde la altura del ático hacia el suelo del segundo piso de la antigua casa de los difuntos padres de Abel.
Por un instante, él se olvidó de todo y mientras bajaba presuroso la inestable escalera, solo pensaba en que el golpe que su prometida le había dado no fuera más grave de lo que se vió, pero es que esa caída no había sido pequeña, sino todo lo contrario.
Si el ambiente de la casona en sí ya era pesado y enrarecido por los desórdenes de cajas, muebles cubiertos de telarañas mezclados con los recuerdos olvidados de sus padres, aquello solo incrementaba la angustia del incidente que acababa de ocurrir.
El rostro de Abel palidecía debido a la preocupación. Cargaba a Karina en sus brazos mientras descendía con cuidado por las escaleras polvorientas hacia la sala principal y el crujido de la puerta anunció que ya estaban fuera de ese lugar, mientras que el exterior recibía a aquella pareja en su angustioso trayecto hacia alguien que los auxiliara.
Con sumo cuidado, él colocó a Karina en el asiento del copiloto, le ajustó el cinturón lo más rápido que pudo para luego apresurarse a cerrar con llave la casa. Ni siquiera esperó a que el auto calentara lo suficiente, arrancó sin más rumbo al hospital privado más cercano.
—¡Karina, aguanta un poco más! Estamos casi por llegar, cariño —dijo Abel para intentar calmar la situación, pero fallando en el intento.
Su prometida gemía de dolor, esos sonidos eran los que recibía por respuesta a sus frases poco tranquilizadoras. Hasta que después de varios minutos, la joven soltó unas palabras:
—Abel… —musitó, mientras apretaba sus dientes producto de una punzada de dolor en su cabeza— ¿Crees que lo logre? No siento mi pierna derecha y me duele al respirar.
A pesar de la gravedad del asunto y de lo sumamente preocupado que estaba por su novia, Abel no sentía ni un ápice de culpabilidad, eso era lo que en verdad le hacía cuestionarse muchas cosas con respecto a sí mismo.
A veces tenía la leve sospecha que, si él no se sentía totalmente involucrado en una situación, le costaba imaginar el dolor ajeno. Realmente atribuía el incidente a una pataleta de Karina, una que le trajo serias consecuencias. Abel solo negaba con frustración de solo recordar lo que se pudo haber evitado si no hubiera existido ese drama por unos cuadros viejos y… exóticos.
—Claro que sí, amor, los médicos se encargarán de todo y verás que todo saldrá bien. Solo mantén los ojos abiertos e intenta respirar, ¿de acuerdo?
Karina no respondió más y cuando Abel volteó a verla, sus ojos estaban cerrados, eso lo alarmó sobremanera. Pisó el acelerador un poco más porque él sentía que cada segundo era crítico si quería que hubiera soluciones inmediatas.
A pesar de que los segundos iban más lentos de lo que hubiera querido, al fin llegaron al hospital. Abel sacó a Karina con la mayor delicadeza que pudo, sabía que su complexión fornida era una desventaja al querer ser delicado en ocasiones, él era consciente de eso.
Casi en una carrera logró entrar a la recepción y el guardia de seguridad reconoció de inmediato el rostro del angustiado joven, así que ni siquiera tuvo que pedir identificación.
—Señor Medina, pase —dijo el hombre, con voz gruesa.
De inmediato pasaron a Karina a la sala de emergencias, ante algunas miradas de consternación de personas que ya estaban esperando turno, lo cual fue irrelevante para el angustiado Abel.
El médico, con rostro serio guio a los paramédicos y enfermeras auxiliares mientras ordenaba que colocaran a Karina en una camilla para llevarla hacia la sala de emergencias.
Los movimientos rápidos del personal mostraban la urgencia de aquella situación y así la joven desapareció por aquella compuerta que no dejó ver más nada a Abel, quien se llevó las manos a su desordenado y lacio cabello azabache y se sentó en una banca solitaria para esperar.
Abel tamborileaba sus dedos sobre su antebrazo, estaba ansioso y su mente se llenaba de temores sobre lo que depararía el futuro de allí en adelante. El tiempo parecía detenerse mientras observaba el reloj de pared; cada minuto pasaba y se convertía en un latido de incertidumbre total que rayaba en la desesperación.
En cuanto aquel tormento era menguado por el pesado sueño de los incontables minutos que seguramente eran horas, el joven cerraba sus ojos y una ola de nostalgia lo invadió mientras rememoraba el día lluvioso de universidad en que conoció a una alegre, ingenua y entusiasta Karina, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo, ya que una voz profunda lo sacó de su ensimismamiento.
—Abel, necesito hablar un momento contigo —La voz masculina con tono seco, lo hizo olvidar el sueño y la nostalgia.
El joven sacudió sus pensamientos y volteó a ver hacia arriba al hombre cuarentón de bata blanca y sin un solo cabello en la cabeza, quien lo había llamado por su nombre se trataba del doctor que acababa de atender a su prometida. Se levantó de inmediato y le extendió la mano.
—Doctor Poncio, ¿cómo está Karina? ¿Qué está pasando con ella ahora? —preguntó con voz temblorosa.
—Ya tengo el diagnóstico de la señorita, por favor, sígueme a la oficina para hablar con más calma —dijo el doctor y la vibra de gravedad resonaba para Abel en todo el pasillo.
Al llegar a dicho cuarto privado, Abel se sentó y con las manos juntas en su regazo esperó a que el doctor Poncio atendiera a una enfermera y firmara una receta ¿Por qué los doctores tenían que ser tan lentos y más en una emergencia?, se preguntaba Abel y se abstuvo de rodar los ojos o fruncir el ceño, mantuvo la calma.
—Bien, mi estimado Abel —prosiguió el doctor, mientras levantaba una carpeta y sacaba un papel—, la paciente Karina Delgado, ha sufrido múltiples lesiones graves debido a la caída que tuvo, como nos has indicado desde que la trajiste.
Abel asintió, con el ceño fruncido y la mirada fija en el doctor, quien prosiguió hablando.
—Su estado es crítico y necesitará atención médica intensiva.
Abel se alarmó de inmediato, como si una punzada atravesara su pecho.
—¿Es demasiado grave? ¿Tiene que quedarse internada? Y si es así, ¿por cuánto tiempo? —inquirió ansioso, para pasar saliva con dificultad.
—La respuesta a tus dudas es sí, Abel. La señorita Karina tendrá que quedarse internada al menos una semana para monitorear su estado y asegurarnos de que reciba el tratamiento adecuado. Si situación es seria, pero estamos haciendo todo lo posible por ella.
—Entiendo, voy a avisarle a sus padres de inmediato —Abel se llevó las manos al rostro con frustración, sus dudas habían sido resueltas, no tenía más remedio que seguir el protocolo que el hospital impusiera, todo con tal de que ella mejorara rápido.
—Sí, llámales para notificarles y no olvides de preguntar afuera el horario de visita, pero antes llama para saber si ella estará disponible para eso —puntualizó mientras miraba el reloj.
Abel asintió, se levantó y estrechó su mano con el doctor.
—De verdad muchas gracias, llamaré para que me mantengan informado, doctor Poncio —dijo
—Un placer y déjame darte mi más sentido pésame por lo de tus padres… una gran pérdida —respondió el doctor.
Abel recibió aquellas palabras, pero sabía que solo era su protocolo social el que hablaba, tampoco le afectaba que pensara realmente, así que le quitó la importancia. Lo de Karina en ese momento era lo que le concernía más y esperaba que realmente hiciera su trabajo.
Sin alguna otra diligencia que lo retuviera en ese lugar, Abel subió a su auto, con la mente llena de conflictos internos y más preocupaciones que nuca. Realmente lo de Karina había sido otro golpe inesperado en medio de aquella tormenta que parecía perseguirlo como una cadena sin fin.
Mientras conducía por las concurridas calles nocturnas de la ciudad, una sensación de soledad abrumadora lo invadió.
«¿Cómo podrás afrontar todo esto solo, Abel?, pensaba mientras se regodeaba en aquellos turbulentos pensamientos.
Un impulso del momento le guio a llamar a su amigo Charlie en busca de algo de consuelo, de un escucha, pero con la misma se detuvo y decidió no molestarlo a esa tardía hora. Tampoco sintió deseo de refugiarse en su aun apartamento de soltero. En cambio, giró el volante de su auto en dirección a la casa… esa que desde ese momento sería su único hogar.
Al llegar, la casa estaba sumida en la penumbra, pero a Abel en realidad no le molestaba la oscuridad, de hecho, siempre había encontrado cierto consuelo en ella. Sin embargo, encendió las luces, porque aún había cosas desparramadas por todo el lugar y no quería sufrir otro accidente, ya dos eran más que suficientes.
Comenzó a escrutar todo el lugar y una sensación lo invadió mientras recorría los pasillos familiares de su infancia y adolescencia. Por impulso se dirigió hacia el ático, allí donde había nacido aquella absurda pelea de pareja, pero otro recuerdo llenó su pensamiento… el recuerdo de la joven hermosa que había encontrado en los escombros. Sonrió con ironía cuando se encontró dirigiéndose hacia el lugar más desolado que podría conocer en su estado de soledad.
«Pero, ¿qué haces, Abel? ¿Por qué estás subiendo las escaleras? Esto es absurdo y tonto», pensaba mientras continuaba subiendo y alumbró con la linterna de su celular, ya que no había luz en esa parte de la casa.
Cuando logró subir por completo, Abel se dirigió hacia donde creía haber puesto los cuadros. Los tomó y los sopló, el polvo llegó a sus fosas nasales y estornudó, en el acto la luz de la linterna le mostró que el cuadro en el que tanto pensaba no estaba entre los que tenía en la mano.
Dicho cuadro misterioso estaba colgado en la pared y ese simple hecho lo hizo sentir un escalofrío recorrer toda su espalda. Tragó grueso al alumbrarla. Hasta parecía estarlo observando.