Capítulo 3

2066 Words
No apareció durante la cena ni tampoco en el desayuno. Pasé el resto de la mañana sentada en la terraza, revisando mi correo electrónico, cuando Sebas me llamó por videollamada. —Hola —traté de parecer feliz cuando deslicé el dedo para aceptar la llamada. —Hola, Leia, cariño. ¿Cómo estás? —No habíamos hablado desde que llegué, solo algunos mensajes. —Estoy genial, disfrutando de estar con mi familia. —Me alegro, cariño. Por aquí te extrañamos muchísimo. —Yo también los extraño —estuvimos hablando durante casi una hora. Me levanté y le mostré toda la propiedad. —Cuánta tranquilidad. —Demasiada —entonces lo vi. Estaba sacando algunas cajas del estudio de la abuela, aplicándolas, vestía una franela y algunos mechones de cabello se le escapaban de la cola. Me quedé mirándolo como una boba, como los músculos de su espalda se flexionaban con sus movimientos. —Sebas, hablamos luego —no esperé su respuesta, como si mis pies tuvieran vida propia, caminé hasta una distancia prudente y esperé hasta que sacó otra caja. —Hola —Lo salude primero, tragándome el orgullo. Me miró de reojo. —Hola —dejó la caja donde estaban las demás. Conté los pasos que dio hasta que regresó junto a mí. La curiosidad me estaba matando, así que examiné la caja más cercana a mí, contenía los equipos de fotografía de la abuela. —¿Qué haces? —pregunté. —Lena donó sus equipos a una escuela de fotografía y vendrán a recogerlos esta tarde —asentí. —¿Por qué? —no respondió y entró al estudio por otra caja. La nostalgia se apoderó de mí cuando entré al estudio. —Porque ya no los usa. Se echarán a perder aquí —me hablaba con frialdad y eso me congelaba. —Pensé que te los regalaría —a Martin le gustaba la fotografía cuando era adolescente, y la abuela le dio clases durante años. Era bastante bueno en eso, incluso trabajó como fotógrafo profesional y dio clases en una escuela. —Nunca dije que no. —Pero acabas de decir que los donó. —Sé lo que dije. —¿Entonces? —se detuvo con una caja en sus manos. —Son para la escuela donde trabajo. Le pedí a Lena que lo hiciera porque hay muchos chicos que no pueden comprar el equipo para las clases. —Ya veo —me quedé dentro del estudio, recordando cuando nos escondíamos allí. —Todavía las tengo —me sobresalté. —¿Qué? —Las fotos, todavía las tengo —su expresión no me decía nada. —¿Por qué las conservas? —Porque estás muy guapa en todas —sentí cómo mis mejillas se encendían. Miré hacia otro lado, fijándome en las fotos que estaban colgadas y caminé hacia ellas. En casi todas, estaban tía Laly, Avril y Remy, algunas de la abuela en la cocina, sentada en el patio tomando una taza de café, y en algunas, el abuelo Alejandro. —Estas fotos las tiró papá, parecen muy de principiantes. De seguro cuando estaba aprendiendo. —Sí, eso dijo Lena —cuando miré sobre mi hombro, él estaba demasiado cerca. Se me detuvo el corazón. Bajó la mirada hasta mis ojos y permanecimos en esa posición durante un rato. —Val —susurró. —No lo digas. —¿Por qué no? —Tal vez no quiero escucharlo —respiró hondo. —No sé qué esperas de mí —parecía destrozado, cansado—. He pasado cuatro años teniendo conversaciones conmigo mismo, buscando la manera de decirte lo que siento. —Pues deja de ser un cobarde y solo dilo —dio unos pasos hacia atrás, apartando su mirada. —¿Crees que es fácil para mí? —Estamos en esta situación por ti —se apartó el cabello de la cara, giró sobre sí mismo y cogió una caja, dejándome allí plantada, otra vez. Esta vez fue detrás de él. —Estamos intentando mantener una conversación. —Tal vez no deberíamos tenerla. —¿Por qué? —Porque vamos a seguir haciéndonos daño. —¿Prefieres callarlo? Y ya está, dimos por terminada nuestra amistad. —Sí, hasta que admitas que también tienes la culpa, porque me sigues culpando a mí de lo que pasó, de lo que nos pasó, pero tú fuiste la que desapareció. Una noche estás aquí, me confiesas que me amas, y a la mañana siguiente desapareciste, sin decir nada, sin despedirte de mí. Eres mi mejor amiga, la persona más importante en mi vida... la única persona que me quedaba —se encogió de hombros y apartó la vista. Tuve que pestañear para evitar que las lágrimas escaparan. Todo lo que dijo era verdad, pero aquella noche también me rompió el corazón. —Desaparecí porque después de que te confesé… después de que te dijera que te amaba y que me miraras como lo hiciste, supe que te había perdido, que nunca ibas a amarme como yo lo hacía —estaba gritándole, necesitaba sacar todo aquello. —Tú no puedes poner palabras en mi boca, nunca te rechacé. Me tomaste por sorpresa, yo estaba saliendo con alguien en ese momento, necesitaba algo de tiempo para pensar en todo —era la primera vez que lo escuchaba alzar la voz. —Y luego te la tiraste en la habitación de al lado, para que yo los escuchara —no nos importó nada en ese momento. Él dejó la caja en el suelo, se frotó las palmas de las manos en los jeans antes de ponerse en pie. Tenía las mejillas sonrojadas. —No digas eso —susurró— porque eso no es cierto. Ni siquiera era yo el que estaba en esa habitación. Esa noche Estefany escuchó lo que me dijiste y me dejó. Era ella en la habitación con otro tipo. —Abrí la boca. —Después de lo que me dijiste me fui y estuve toda la noche dándole vueltas a todo, porque estaba confundido, yo también te amaba —abrí los ojos mientras las palabras salían de su boca—. No sabía qué hacer, éramos muy jóvenes y yo no tenía nada que ofrecerte. Tú te merecías todo, solo tienes que mirarte. No eres la persona que yo conocía, la chica risueña e inocente que iba de mi mano todo el tiempo. Y solo lo lograste porque te fuiste y cumpliste tus sueños. Si te quedabas, no ibas a lograr todo lo que tienes ahora. —Su voz estaba a un nivel de volumen que nunca había escuchado antes, su pecho subía y bajaba con dificultad. —Yo nunca te pedí nada, aparte de que me quisieras. —No lo pediste, porque esa es tu vida, desde las personas que te rodean, hasta los lugares que visitas y la ropa que usas. Yo no iba a darte nada de eso. No podía ni invitarte al cine. —Se le escapó una lágrima, volvió a bajar la mirada. —Con que nos tomáramos de la mano y miráramos las estrellas era más que suficiente para mí. —¿Te estás escuchando? —Dio un paso más cerca de mí, bajó la voz—. Nunca fue suficiente eso para ti, nunca lo fue y nunca lo será. Porque yo no puedo darte la vida a la que estás acostumbrada. —No necesito que me des las cosas que ya tengo —le grité tan alto como pude, estaba furiosa—, solo te quería a ti y nada más. Nos quedamos en silencio durante unos minutos, y no sabía cuál de los dos acabó peor después de esa confrontación. Di unos pasos alejándome de él y, cuando me di vuelta, toda mi familia nos miraba. —Maldita sea —susurré, caminé decidida hasta la casa sin mirar a nadie y me encerré en la primera habitación que encontré. Me eché a llorar, porque en el fondo sabía que él tenía razón. Yo estaba acostumbrada a una clase de vida que él no, nunca tuvo que preocuparse por cosas como comida, ropa o pagar facturas. Nunca me medí a la hora de comprar algo que me gustaba, de ir a los mejores sitios o de tener las mejores cosas. Cosas que tal vez él nunca iba a tener, pero nada de eso quitaba el hecho de que yo lo amaba, que lo seguía haciendo, que a mí no me importaba que él no tuviera nada, porque todos estos años vi todo lo que hizo para lograr lo que se proponía, trabajando cuando todos los demás niños jugábamos, haciéndose adulto cuando yo solo pensaba en que quería un celular nuevo. Alguien llamó a la puerta, no respondí porque no quería hablar con nadie. Aun así, entraron en la habitación. Estaba sentada en el suelo, con la cabeza escondida entre las rodillas, y reconocí el perfume de papá. —¿Soy una niña mimada? —dije entre el llanto. —¡Oh, cariño! —él me pasó la mano por la espalda, dándome suaves masajes—. El dinero no te hace ser una niña mimada. A ti nunca te ha importado eso. —Lo sé, pero… nunca he pensado realmente en el dinero, como en trabajar y pagar mis propias facturas. En cosas como esa. —Lo sé, pero eso no te hace ser mimada. Yo no vivo de lo que trabajo, soy profesor de escuela pública, ¿tienes idea de lo que gana un profesor? —negué con la cabeza—. De eso no vive nadie. Ese dinero lo donó a los chicos que van a las escuelas, para que puedan tener alimentos, uniformes y libros —levanté la mirada con el ceño fruncido. Él me pasó los dedos por la frente—. Cariño, tu abuelo nos dejó muchas empresas, de las cuales nunca quise hacerme cargo, porque eso no era lo mío. Yo tampoco pensé en esas cosas a tu edad, no hasta que tú naciste, y supe que era hora de tomar ese tipo de responsabilidad. Mi papá me dijo una vez que el dinero solo es bueno cuando puedes mejorar la vida de los que te rodean. Y tú lo ayudaste a él cuando más te necesitó, dale un poquito de crédito, ¿sí? No es fácil para un hombre estar con alguien para la cual no se siente digno. —Pero… —Sé que no esperabas nada de él, solo que te quisiera, pero el amor en las relaciones no lo es todo. No puedes llegar a una tienda y comprar con amor. El mundo allí afuera es duro, más para él que no tiene a nadie, que perdió a su única familia y se quedó solo en el mundo, sin nada. El dolor de una pérdida nos puede llevar a cometer muchos errores. —Yo lo quiero —le susurré, él asintió y me abrió los brazos para abrazarme. —Lo sé, cariño, y él también te quiere —papá estuvo abrazándome durante horas, hasta que dejé de llorar. Nos pusimos en pie y salimos de su habitación. Él no apareció a la hora de la cena, y me dolía el pecho por eso. Porque de seguro estaría solo en casa. Esperé a que todos se fueran a dormir, abrí la nevera y metí todo lo que pude dentro de mi cartera. Tomé la llave de la casa de los abuelitos del llavero y, con mucho cuidado, crucé el patio. Él estaba parado en la terraza, apoyado en la pared, fumándose un cigarro. Me detuve de golpe. Había muy poca luz, llevaba el cabello suelto e iba solo con unos pantalones cortos. Un dolor diferente me asaltó en la tripa. Di unos pasos y pisé una rama, él dirigió su mirada en mi dirección. —Hola —lo saludé. —Hola —dejó salir el humo, que se fue formando como una pared a su alrededor. Tiró el cigarro al suelo—. ¿Qué haces aquí? —me dolió la forma en la que habló. —No fuiste a cenar. —No tenía hambre. —¿Tú? Eso no te lo crees ni tú mismo. Tú siempre tienes hambre. —Intentó ocultar su sonrisa. —¿Qué traes ahí? —señaló mi bolsa. —Todo lo que pude encontrar. —Le sonreí, intentando relajar la tensión que nos sobrepasaba.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD