Venecia, Italia
~Monasterio de Santa Maria delle Vergini~
—Señor Todopoderoso,
Tú que ves más allá de la carne y del linaje,
guarda mi alma, que no lleva culpa,
aunque mi sangre cargue con sombras ajenas...
Annika dejó que las palabras flotaran en el aire, desgastadas por la repetición. Ya no le parecían suyas, ni siquiera creía que atravesaran el techo de la capilla. Había recitado aquella oración tantas veces en secreto que su significado se había desvanecido. ¿Acaso alguien la escuchaba? Tal vez no lo merecía. Después de todo, no era una monja devota como las demás.
—Sorella Annika.
La voz, suave y afectuosa, la sobresaltó. Se puso de pie de inmediato, dejando su posición arrodillada.
—¿Qué haces aquí a esta hora? —preguntó la Vicaria, mirándola con curiosidad.
Annika bajó la mirada, sus manos unidas frente a ella.
—Estaba... orando —respondió en voz baja, con cierto titubeo.
La Vicaria se acercó y, con un gesto delicado, levantó su mentón hasta encontrar sus ojos castaños.
—Eso está bien —dijo—, pero es hora de la lectura espiritual. ¿Qué te inquieta tanto, Sorella? Sabes que puedes hablar conmigo.
Annika negó suavemente con la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa débil, casi imperceptible.
—Estoy bien, Vicaria.
La mujer la observó por un instante, como si buscara leer entre líneas. Finalmente, asintió con una leve expresión de resignación.
Ambas salieron de la capilla y caminaron hacia la sala capitular. Allí, las demás novicias ya estaban reunidas, cada una con una pequeña biblia en las manos. Sus túnicas negras caían rectas hasta los tobillos, ceñidas a la cintura por un cinturón de cuero. Un velo blanco cubría sus cabezas y parte de sus cuellos, dejando solo el rostro visible, mientras una capucha descansaba sobre sus hombros, lista para ser usada durante la oración. Sus expresiones eran serenas, concentradas.
Annika tomó su lugar junto a ellas, sosteniendo su biblia con manos que temblaban apenas. Estaba cansada de la monotonía del monasterio: oraciones interminables, caridad sin pausa, devoción impuesta. Pero no tenía otro refugio. Aquella vida, aunque asfixiante, era lo único que la mantenía a salvo.
No por mucho tiempo.
Un ruido sordo, proveniente de algún lugar indeterminado, interrumpió la calma, haciendo que las novicias levantaran la vista de sus biblias al unísono. Sus miradas reflejaban desconcierto y temor. La Vicaria, de pie al frente, frunció el ceño y se quitó con cuidado los lentes transparentes que llevaba puestos.
—Quédense aquí —ordenó.
Sin más, se dirigió hacia la puerta de madera, la abrió y salió, cerrándola tras de sí con delicadeza, como si no quisiera alarmar más de lo necesario.
Annika tragó con dificultad, sintiendo cómo su corazón golpeaba frenético dentro del pecho. Había soñado demasiadas veces con momentos así: su refugio desmoronándose y siendo arrastrada de vuelta a la cruel realidad.
No permaneció en la sala como las demás. Con decisión, dejó la biblia sobre el banco de madera y, pese a las advertencias de las otras hermanas, se dirigió a la puerta. La abrió lo suficiente para asomar la cabeza, sus ojos recorriendo con cautela el entorno. El silencio era absoluto, opresivo.
Cerró la puerta con cuidado y, sin esperar permiso, se deslizó por el pasillo que conducía al nivel inferior.
Sin embargo, no tuvo que llegar lejos. Sus pasos se detuvieron frente a una ventana que ofrecía una vista clara del exterior. Contuvo el aliento por un instante al ver, desde esa altura, a un grupo de hombres atravesando la entrada principal del monasterio. Vestían de n***o, y eso solo activó las alarmas de su cabeza.
Un disparo resonó desde la planta baja, haciendo que el rostro de Annika se desfigurara por el miedo. En cuestión de segundos, comenzó a correr sin rumbo, impulsada por un instinto primario de huir, sin entender del todo el peligro que la acechaba, ni si esas personas realmente la buscaban a ella.
Corrió por los pasillos, abriendo puertas y esquivando a las monjas que, sorprendidas, la miraban pasar. Su única meta era encontrar la salida trasera del monasterio, pero ¿adónde iría? Desde que la habían traído allí, nunca había puesto un pie fuera de sus muros. No conocía la ciudad, todo le era desconocido.
—¡Sorella Annika! —la voz autoritaria de una monja la hizo detenerse en seco—. ¿Qué cree que está haciendo? No puede estar en esta ala.
—Por favor... —respiró profundamente y la miró con ojos suplicantes—. Tengo un recado urgente. ¿Puedo salir?.
—Sabes que no puedes hacer eso sin el permiso de la madre superiora —la reprendió con severidad—. Vuelve a tu lugar o serás castigada por desobediencia.
Otro disparo resonó, y la monja se sobresaltó, su rostro palideciendo al instante. Annika aprovechó la distracción y siguió corriendo, sin mirar atrás. Su objetivo parecía cada vez más lejano, pero, contra todo pronóstico, llegó a la salida trasera de los imponentes muros del monasterio.
A lo lejos, escuchó los gritos de otras monjas pidiéndole que se detuviera, junto con el caos que comenzaba a formarse dentro del edificio.
—¡Detente ahí! —Una voz masculina la hizo frenar en seco, y Annika tropezó, casi cayendo sobre sus manos. Estaba tan cerca de escapar, tan cerca de la libertad, pero al levantar la mirada, una sonrisa amarga de derrota apareció en su rostro. La zona estaba rodeada por hombres vestidos con trajes oscuros y armados. Desde el principio, no había escapatoria.
Se mantuvo de pie, de espaldas a la voz, respirando agitadamente mientras levantaba las manos al notar los cañones de las armas apuntando hacia ella.
—Date la vuelta —ordenó la voz, autoritaria y fría—. Ahora.
Annika cerró los ojos con fuerza y los abrió nuevamente. Todo era real. Se dio la vuelta lentamente y lo vio. Ese hombre. Esa voz, imposible de olvidar, al igual que esos ojos de hielo.
—Rainer Vogel —pronunció Annika con su perfecto acento italiano—. Tanto tiempo.
El hombre avanzó hacia ella, una sonrisa torcida dibujándose en sus labios mientras la observaba de pies a cabeza.
—Annika —pronunció lentamente, con un toque de extrañeza—. Esos trapos no te lucen en lo absoluto.
La joven apretó la mandíbula al sentirlo cerca, tan cerca que el aliento amentolado mezclado con alcohol invadió sus fosas nasales. Pensó que ese hombre se daría por vencido al creer que todos estaban muertos, o incluso ella.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó ella, con la ira burbujeando desde lo más profundo—. Debiste pensar que estaba muerta.
—Lo hubiéramos sabido —la mano del hombre se levantó y, con brusquedad, le arrancó el velo blanco que cubría su cabello, revelando su larga melena rubia—. ¿De quién estabas huyendo? ¿De los rusos o de mí, "Annika"?
—Tú sabes de qué.
—De tu muerte —apretó su mano sobre su cuero cabelludo y la tiró de él—. Tienes una deuda conmigo, Annika Klein, ¿lo recuerdas? Vengo por lo mío, y espero que, estando oculta como una rata en este sucio lugar, hayas tenido tiempo de meditar sobre eso.
—No me voy a ir contigo —replicó—. Este es mi hogar ahora, así que...
Un tirón de su cabello la interrumpió, forzándola a callar y a soltar un jadeo de dolor. Rainer inclinó su cabeza hacia atrás y se acercó a su oído.
—Annika —dijo con tono gélido—. No vine aquí para escuchar estas tonterías. Si no quieres que el patio del monasterio se llene de los cuerpos de esas inocentes novicias por tu culpa, sé obediente —sus labios rozaron la curva de su oreja y ella se estremeció, luchando contra el dolor—. Decide. O haces lo que te digo, o todas mueren y, además, te entrego a los rusos.
Prefería la muerte de una bala en la cabeza antes que caer en manos de esa gente despiadada, que seguramente la torturarían hasta que deseara morir de verdad.
Sabía que tarde o temprano eso sucedería. O los rusos la encontrarían, o lo haría Rainer, el hombre que se convirtió en su dueño en el momento en que su padre aceptó aquel maletín lleno de dinero. Su destino estaba sellado desde hacía tiempo.
Annika no respondió, selló sus labios con resignación. Aunque había llegado a ese monasterio buscando refugio, no quería que las monjas sufrieran por su culpa. No era como su padre, tan vil y cruel.
Rainer sonrió para sí mismo y la soltó con tal brusquedad que su cuerpo se desplomó al suelo.
—Volvemos a Alemania —declaró el hombre, antes de darse la vuelta y hacer una señal a sus hombres para que la llevaran.
***
Berlín, Alemania
El vuelo de Venecia a Berlín no tardó más de dos horas. El auto en el que Annika era transportada se detuvo después de unos quince minutos. Miró por la ventanilla y vio ese maldito lugar otra vez: la mansión donde, por primera vez, ella y Rainer se conocieron, o más bien, donde su padre la llevó para venderla.
En esa situación, con la muerte acechando y Rainer como único conocedor de su paradero, no tenía más opción que aceptar sus condiciones. Era suya, aunque en contra de su voluntad, pero lo era. Había sido comprada como un simple trozo de carne, y de no haber sido por la muerte de su familia, ya habría estado sometida a ese hombre. Ahora lo estaba.
La sacaron del auto sin ninguna delicadeza, empujándola hacia el interior de la imponente mansión de lujo. Rainer Vogel, un empresario petrolero muy reconocido, no escatimaba en recursos.
—Bienvenida a tu nuevo hogar, "Annika" —le dijo Rainer en medio del salón, sonriendo con una mezcla de triunfo y arrogancia—. ¿Qué te parece? Hacía mucho que no venías, ¿desde la última vez...?
—¿Qué quieres? —escupió ella, con desprecio—. ¿Voy a ser tu esclava?
Rainer borró la sonrisa de su rostro y su mirada se oscureció. Annika retrocedió al ver que se acercaba.
—Serás mi esposa —anunció el hombre, y ella palideció—. Sigues siendo útil, Annika Klein. Tu familia ya no está, pero tú sigues aquí, y eso es suficiente. Y no te preocupes por tu identidad, seguirás siendo... —la miró de arriba a abajo con desprecio— tú.
—No voy a casarme contigo.
—Eso no lo decides tú —dijo, sujetando su barbilla mientras ella le mantenía la mirada—. Quiero que seas mi esposa y que me des un hijo. Esas son mis condiciones para dejarte vivir, Annika.
—¿Por qué lo haces, eh? No sirvo para nada, no como antes. Nuestra familia se arruinó, estamos hechos polvo.
—No del todo —respondió, acariciando su mejilla con una caricia venenosa—. Puedes recuperar lo que te pertenece.
La rubia entendió de inmediato las intenciones de ese hombre. No era un capricho, no se trataba de hacerle la vida un infierno por diversión. Él iba tras el legado de su familia, y si por ella fuera, se lo entregaba todo. No quería dinero manchado de sangre.
—Esta conversación termina aquí —dijo, alejándose mientras aflojaba la corbata de su saco—. Llévenla a su nueva habitación y denle ropa.
Un hombre la empujó escaleras arriba sin decir palabra, obligándola a seguirle con pasos rápidos. Al llegar frente a una puerta al final del pasillo, él la abrió sin ceremonia y la empujó dentro de la habitación.
El cuarto era enorme, con techos altos y una atmósfera que combinaba lujo y frialdad. La cama, grande y de cabecera tallada en madera oscura, dominaba el espacio. Sábanas blancas como la nieve contrastaban con las cortinas de terciopelo n***o que cubrían las ventanas. Había una alfombra gruesa que cubría el suelo y, en una esquina, un espejo de cuerpo entero que reflejaba la luz débil de las lámparas. Todo parecía demasiado perfecto, otra jaula de oro más.
Annika se dejó caer en la cama, soltando un suspiro agotado. Miró sus manos sucias, su túnica negra manchada, y la sensación de suciedad que la invadía. Su cuero cabelludo dolía por los tirones que Rainer le había dado. Si así se comportaba con ella apenas reencontrándose, no quería imaginar cómo sería cuando se casara con él.
Unos suaves toques en la puerta la hicieron levantar la mirada y fruncir el ceño. Esperaba que no fuera ese hombre de nuevo. Abrió la puerta con recelo y casi suspiró de alivio al ver que no estaba él. En su lugar, una sirvienta rubia, de tono de cabello más oscuro que el suyo, estaba de pie en el umbral. La mujer la observaba con una mirada despectiva, casi idéntica a la de Rainer, como si la despreciara.
—Tu ropa —dijo, arrojando las prendas hacia Annika, algunas cayendo al suelo. Annika parpadeó, confundida—. No te acomodes demasiado aquí ni esperes un trato de reina.
La sirvienta se dio la vuelta y se marchó sin decir una palabra más. Annika se quedó ahí, en trance, preguntándose qué le pasaba a esa mujer. Era solo una sirvienta, después de todo. Aún aturdida, recogió la ropa del suelo y cerró la puerta con fuerza. Todos en este lugar parecían ser igual de desagradables.
Se dio una ducha rápida y se vistió con las nuevas prendas. Ya no tenía que cubrir su cabello ni usar esa túnica larga que la asfixiaba. Sin embargo, preferiría mil veces permanecer en ese monasterio de por vida que caer en las manos de Rainer.
Se miró al espejo, frunciendo el ceño. El vestido amarillo que le habían dado le quedaba un poco grande en el pecho, y el aroma dulce a perfume de mujer que lo impregnaba la incomodaba. No era ropa nueva, sino usada, de alguien más.
A pesar del disgusto, no le dio demasiada importancia. Se sentó nuevamente en la cama, esperando la siguiente orden de Rainer. Escapar era imposible, con tantas personas buscándola afuera. Solo le quedaba aceptar su destino y soportar, al menos, para sobrevivir.
Horas después, Rainer la mandó a llamar para cenar con él. Se sentó en la mesa frente a él, ambos mirándose en silencio: él con una sonrisa desdeñosa, ella con una expresión fría, su mirada canela afilada.
Rainer era un hombre atractivo. Cabello rubio oscuro con ondas claras, ojos negros y cejas espesas. Cualquier mujer desearía estar con alguien como él, pero esa no era la realidad de Annika, que lo odiaba profundamente.
—Come —ordenó él, sin quitarse la sonrisa—. No dejes que se enfríe. Los chefs se esfuerzan mucho.
Annika bajó la mirada hacia su plato. No le gustaba la langosta, y justo eso le habían servido. Parecía que también tendría que ajustarse a los gustos de ese hombre si quería sobrevivir.
Empezó a comer a la fuerza, sintiendo su estómago revolverse con cada bocado. Pero no era nada, solo los intentos estúpidos de Rainer por molestarla. Él sabía perfectamente que no le gustaba la langosta. Lo había dejado claro la primera vez que compartieron mesa con sus padres, cuando el mismo platillo fue servido y ella no pudo comerlo. Lo aborrecía.
Comió en silencio, sin levantar la mirada ni una sola vez hacia él. Rainer, sin embargo, no se sentía satisfecho. Odiaba ser ignorado, especialmente por la hija de una familia arruinada como la suya. Siempre lo había rechazado, y ahora era el momento de hacerla pagar.
—Nos casaremos en dos días —dijo, rompiendo el silencio. Annika levantó la mirada, horrorizada. —No esperes una boda de ensueño, "Annika". Será sencilla, sin estúpidas decoraciones ni luna de miel.
La joven rubia torció una sonrisa amarga. ¿Por quién la tomaba? ¿Creía que ella deseaba casarse con él? ¿Acaso pensaba que, por haber estado encerrada en un monasterio durante un año, era una ingenua que caería a sus pies? No dijo lo que pensaba en voz alta, pero la rabia quemaba por dentro. Solo asintió y aceptó su papel, sin ofrecer más oposición.
—Está bien —respondió, simplemente.
El día antes de la boda fue un auténtico calvario. No hubo ni un solo gesto de atención hacia ella. A pesar de la multitud de sirvientes esparcidos por la mansión, era evidente cuáles eran las órdenes de Rainer con respecto a Annika. Nadie la atendía, y se veía obligada a hacer todo por su cuenta. No tenía privilegios, y la ropa que llevaba, usada por otra mujer, olía a perfume mezclado con detergente cada que la usaba.
Parecía que la habitación donde se alojaba también perteneció a esa mujer. En el baño encontró cosméticos femeninos, perfumes en la cómoda y algunas lencerías en los cajones. ¿Una hermana o madre de Rainer? Pensó, pero no le importó. Annika no era de las que se dejaban llevar por esos intentos de provocación.
El día de la boda llegó, y ella misma se preparaba en la habitación con un vestido demasiado simple para su gusto: blanco, de mangas largas de encaje, sin adornos, solo unos pendientes y un collar que le habían dado. Un poco de maquillaje y perfume, solo para parecer presentable.
El ramo fue aún peor. Las rosas, marchitas y mal arregladas, parecían ser la última burla. Todo estaba hecho con mala intención, y no le extrañaba. Probablemente, esas sirvientas hostiles que la odiaban tenían algo que ver.
Annika salió de la mansión sin que nadie le dirigiera la palabra. Caminó hasta el coche que la esperaba en la entrada, y se subió sin hacer preguntas. El conductor arrancó sin prisa, llevándola por un camino largo y silencioso, donde las horas parecían pasar lentamente. No necesitaba saber adónde iba; no importaba.
El coche se detuvo frente a una capilla pequeña y oscura. Annika miró a su alrededor, pero no había nadie, ni una sola persona más. Ningún invitado, ningún m*****o de la familia de Rainer. Solo él, parado junto al altar, y el cura que los esperaba. Era todo lo que había.
Entró en la capilla y sintió la frialdad del lugar. No había emoción en el aire, solo una quietud incómoda. Rainer la observó con su expresión habitual, totalmente desinteresado.
—Vamos, Annika —dijo él, sin moverse—. No tenemos todo el día.
Ella asintió y, con la misma expresión imperturbable que él, se situó a su lado. El cura, visiblemente incómodo, cedió ante la mirada firme de Rainer y dio inicio al procedimiento de la unión. Votos vacíos, anillos sencillos y un beso sin rastro de emoción.
Así concluyó la boda, y como llegaron, se marcharon, cada uno en su propio coche. Rainer optó por conducir el suyo. Ahora, ella era su esposa en las sombras, un título oculto, porque siendo alguien de peso, no permitiría que un "defecto" como ella fuera conocido.
***
En horas de la noche, Annika se deshizo de esa ridícula ropa y se puso un mini vestido revelador que la sirvienta de la última vez le había traído. Comprendió rápidamente lo que eso implicaba: esa noche estaría en la cama de Rainer para consumar el supuesto matrimonio.
No se lamentó ni se resistió, simplemente aceptó lo que debía hacer. Se cubrió con una bata y salió de su habitación, dirigiéndose hacia la de Rainer. Era preferible ir a él que arriesgarse a que todo sucediera en el lugar donde ella dormía, y mucho menos ser tomada por la fuerza.
Tocó la puerta suavemente, esperando que él le abriera. Ahora eran marido y mujer, y aunque le invadía el temor por lo que iban a hacer, pensó que era algo normal en un matrimonio, aunque no existiera amor.
—Pase —ordenó Rainer.
Annika, con el corazón acelerado, cruzó el umbral de la puerta. Lo encontró sentado en el borde de la cama, una copa en la mano, el cabello aún húmedo y una bata blanca que dejaba su pecho descubierto.
Sin decir una sola palabra, Annika se deshizo de la bata que cubría su cuerpo y la dejó caer al suelo, revelando el mini vestido rojo que habían elegido. El contraste entre la delicadeza del vestido y la frialdad de la situación no pasó desapercibido para ella, pero no hizo nada para cambiarlo.
Rainer la observó en silencio, sus ojos recorriendo cada centímetro de su figura.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, y Annika lo miró, confundida —no te dije que vinieras.
—Soy tu esposa ahora —respondió ella, con la certeza grabada en su voz—. ¿Acaso no enviaste a que me llevaran este vestido? He captado el mensaje que querías dar. Por eso estoy aquí.
Rainer soltó una carcajada seca que resonó en el aire, haciendo que el rubor cubriera las mejillas de Annika. No era otra cosa que vergüenza, una sensación incómoda de estar expuesta ante él.
—Eres tan... —Rainer hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Tan ilusa, sí, eso eres. ¿Qué te hizo creer que pasaríamos la noche?
—Pero tú...
—No eras a ti a quien esperaba —interrumpió, levantándose de la cama y acercándose a ella con la copa en la mano—. ¿Crees que me provocas algo, Annika? Dame tiempo, no seas egoísta. Necesito aprender a verte como mujer antes de siquiera pensar en tocarte. Porque ahora mismo, no puedo.
Annika permaneció quieta, absorbiendo cada palabra, soportando la presión implícita de su rechazo. En lo más profundo de ella, sabía que Rainer mentía. Siempre la había deseado, de eso no había duda. Había ofrecido una suma considerable a su padre, construido puentes hacia su corazón, incluso acercándose a su familia con la esperanza de aproximarse a ella. Todo eso, ¿por un simple capricho? No podía ser así. Rainer debía sentir algo más profundo; su orgullo, herido y desafiante, era lo único que hablaba por él.
—Entonces, si no es a mí, tu esposa, ¿a quién esperas? —preguntó ella, ignorando las palabras hirientes que él había dicho momentos antes.
Tocaron a la puerta, y Rainer dio la orden inmediata de que la persona del otro lado pasara. Al ver a la mujer rubia frente a ella, comprendió la respuesta a su pregunta. No era otra que aquella sirvienta que siempre la había tratado con desprecio; ahora entendía la razón. Era la amante de Rainer.
—Ven, acércate —le dijo él a la sirvienta, quien se aproximó con un andar coqueto, vistiendo un mini vestido similar al de Annika, aunque el de ella era de color blanco.
La rubia se abrazó a Rainer, y él le rodeó la cintura con el brazo.
—La esperaba a ella —respondió finalmente Rainer—, no a ti, Annika.
La sirvienta sonreía con malicia, mirándola con aire de superioridad. Debía de ser profundamente satisfactorio, para alguien de su posición, haber sido preferida por su amo en la noche de bodas, en lugar y por encima de su propia esposa.
Annika los observó a ambos, y la amarga verdad volvió a instalarse en su mente. El vestido era solo otra provocación más, un intento deliberado de aplastar lo que quedaba de su orgullo y dignidad. Y lo habían logrado, porque en ese instante, la humillación, el asco y un desprecio corrosivo se abrieron paso dentro de ella.
—Perfecto —dijo finalmente, con una calma gélida—. Te dejo para que sigas disfrutando de tu noche.
Sin más, se giró para marcharse. Su respuesta, tan serena y altiva, avivó la furia de aquel hombre despiadado, quien sintió cómo la rabia crecía en su interior.
—No te he dado permiso para irte —la detuvo con un tono cortante—. Detente.
Annika se detuvo en seco, cerrando los ojos con fuerza. ¿No bastaba con que otra fuera a ocupar su lugar en la cama? ¿Qué más podía querer de ella?.
Cuando Annika se giró para enfrentarlos, Rainer esbozó una sonrisa cargada de malicia antes de tomar a la sirvienta por la cintura y besarla con una hambre descarada. La mujer, rubia y complaciente, respondió al beso con igual fervor, mientras las manos de él recorrían su cuerpo sin el menor recato.
Annika frunció el ceño y apretó los dientes, sintiendo cómo la rabia la consumía. ¿Hasta dónde pensaba llegar ese miserable para humillarla?.
—¿Para esto quieres que me quede? —soltó con un veneno que apenas pudo contener—. ¿Para que sea testigo de esta bajeza?. Dime.
Rainer rompió el beso y la miró con una burla fría en los ojos.
—¿Ahora te crees digna y pura solo porque saliste de un monasterio? —se mofó, limpiándose los labios con desprecio—. Estás aquí para obedecer, Annika. No olvides tu lugar... o terminarás entre las garras de esos perros rusos que tanto ansían un pedazo de ti.
Annika cerró los puños con fuerza, sintiendo cómo sus uñas se clavaban en las palmas. Cada palabra de él era un recordatorio cruel de la cadena invisible que llevaba al cuello.
—¿Qué más quieres? —le espetó, con la voz desafiante—. ¿Que me quede a mirar?
En su interior, rogaba que no fuera eso, que Rainer la dejara regresar a su habitación y olvidarse de aquella escena repugnante. Pero él no era alguien que se conformara con tan poco. Ladeó la cabeza, mirándola con esa sonrisa torcida que la hacía odiarlo aún más.
—Sí, quédate —ordenó con un tono áspero—. Quiero que veas y aprendas cómo se me trata en la cama, lo que me gusta y lo que no. Porque tú, niña de monasterio, no eres más que una idiota virginal que no sabe nada de hombres. Has estado toda tu vida en un hueco y dudo mucho que sepas hasta cómo meterte los dedos.
La sirvienta soltó una carcajada descarada, y Rainer la acompañó con una risa burlona que resonó como un eco de humillación. Annika sentía cómo su pecho se comprimía de furia e impotencia, una rabia contenida que no encontraba salida. Por más que lo deseaba, no podía hacer nada para defenderse de aquella degradación.
Inspiró hondo, obligándose a recuperar la compostura. Necesitaba mantener la cabeza fría, no ceder a los impulsos que podrían empeorar su situación. Era consciente de que tenía todas las de perder.
—De acuerdo —dijo con una calma, sus ojos fijos en el sillón situado en la esquina de la habitación—. Me quedaré a mirar, como quieres.
Annika se dirigió al sillón y se dejó caer en él, cruzando las piernas con una pose altiva, como si aquel gesto pudiera protegerla del veneno de esos dos. No iba a permitir que ningún imbécil la aplastara tan fácilmente.
Rainer le dirigió una mirada de desprecio antes de volver a tomar a la sirvienta entre sus brazos. La besó con la misma hambre de antes, y la mujer, complaciente, respondió exagerando cada gemido con un dramatismo que solo aumentaba la irritación del hombre.
Harto de la teatralidad, Rainer empujó a la rubia sobre la cama. Ella soltó una risa coqueta, disfrutando de la brusquedad a la que ya estaba acostumbrada y que parecía encantarle. Él se despojó de la ropa con movimientos rápidos, mientras Annika, desde su rincón, luchaba por no desviar la mirada, aunque en su interior deseaba con todas sus fuerzas salir corriendo... o, mejor aún, acabar con ambos de un solo disparo si pudiera.
La escena se tornó aún más grotesca. Rainer embestía a la sirvienta por detrás, en una posición que evocaba la crudeza de dos animales en celo. La rubia gemía con cada movimiento, volviendo la cabeza para mirar a Annika con una sonrisa burlona, disfrutando de su sufrimiento y alimentando la furia que hervía en la joven.
Rainer, sin dejar de moverse, mantenía sus ojos clavados en Annika también. Su mirada era un cóctel de desafío y deseo, como si aquel acto no fuera suficiente para él. Quería que fuera ella quien estuviera en ese lugar, bajo su control, sometida a su voluntad. Y esa sola idea parecía excitarlo aún más.
Annika permaneció en ese sofá durante más de una hora, siendo obligada a presenciar una escena que parecía no tener fin. Rainer y su sirvienta no se detenían, repitiendo el mismo acto una y otra vez, explorando todas las posiciones posibles, como si aquello fuera un espectáculo diseñado exclusivamente para atormentarla. Cada tanto, sus miradas se posaban en ella, burlonas y desafiantes, disfrutando de su supuesta derrota.
Cualquier otra mujer, en su lugar, habría sucumbido al llanto, rota por el dolor de ver a su esposo, en la noche de bodas, entregándose a otra mujer. Ser testigo de cómo lo que debía pertenecerle por derecho era usurpado tan descaradamente habría sido insoportable para cualquiera. Pero Annika no era como las demás. No lo amaba, ni siquiera lo deseaba; en realidad, quería verlo muerto, con sus propias manos si fuera necesario. Sin embargo, eso no la hacía inmune al peso de la humillación.
Aunque mantenía la barbilla en alto, su orgullo se desmoronaba lentamente. No podía evitar sentirse aplastada, como si la historia de su vida se repitiera con cruel exactitud. Esa escena no era nueva para ella. Había visto algo similar en el pasado, cuando su madre había sido pisoteada por su padre, un hombre igual de monstruoso que Rainer.
Ahora, el mismo destino miserable la alcanzaba, obligándola a revivir aquel dolor en carne propia. Por mucho que intentara aparentar indiferencia, sabía que era la única que estaba perdiendo en ese juego. Esa verdad le calaba en los huesos, llenándola de un odio que prometía consumirla.