Víctor. Desde mi posición tras el volante, observé a Gabriela salir de la casa, los ojos rojos hinchados de llorar, un reflejo de su desesperación evidente en cada paso titubeante. Sus manos temblaban tanto que luchaba por agarrar el picaporte del coche, una imagen que me irritaba por su fragilidad. Demasiado débil, demasiado emocional, pensaba, mientras la veía batallar con la puerta. Solo era una maldita puerta. ¿Por qué estaba llorando no podía abrirla? Finalmente, después de su torpe intento, consiguió abrir y se desplomó en el asiento. Cerré la puerta con un golpe seco y me deslicé al asiento del conductor. Antes de abrocharme el cinturón, la miré fijamente y solté con frialdad aquellas palabras, no me sentaba bien ver a personas llorar, mi reacción siempre era ser brusco, inclu