Mordí mis labios hasta que me dolieron y junté todo el coraje que tenía. Abrí la bata de una sola vez, sentí que todo mi cuerpo se calentaba, por pura vergüenza; debía tener las mejillas rojas. Mi hijo podía ver mis pechos caídos, mi vientre con ondas, el cual ya no era ni remotamente parecido al de mi juventud, y mi pubis cubierto de enmarañados pelitos negros. —Está bien, ahora tenés que separar las piernas. —El muy desgraciado me hablaba como si fuera un médico experimentado, me daban ganas de matarlo. Abrí lentamente las piernas y flexioné las rodillas, como si estuviera a punto de parir... “Parir un viñedo”, pensé. Intenté abstraer mi mente, pensar en otra cosa; pero no lo conseguí. Me sobresalté cuando sentí una de las cálidas y pesadas manos de Magnus contra mi muslo derecho. —Tr