Golpeé la puerta del dormitorio de mi hija Gabriela. Ella no respondió. Estaba desesperada, no podía quitar las uvas que yo misma, como una estúpida e inmadura, había introducido en mi v****a. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave; mi impaciencia se transformó en furia. —¡Gabriela, abrí! —Volví a golpear. —¿Qué querés? —me respondió ella, empleando el mismo tono de voz que yo. —Te estoy diciendo que abras la puert... La puerta se abrió. Mi hija me miró con el ceño fruncido, estaba prolijamente maquillada, su cabello formaba perfectos bucles y llevaba puesto un corto vestido de noche, color vino tinto. —¿Qué hacés vestida así? —le pregunté. —Me tengo que ir. Tengo una fiesta. —No, pará... primero tenés que ayudarme con algo... —¡Ah no, mamá! Otra vez no me cagás la