Era solo cuestión de segundos para que, quien estuviera bajando las escaleras, apareciera en la cocina. Y la escena que se desarrollaba ahí no era muy conveniente que digamos (aunque sí muy deseada). Tenía a Fernanda en mi regazo. Fer (ya podía llamarla así), y su monumental orto frotándose en mis piernas. Sentía cómo esas descomunales nalgas se removían en mis rodillas, como buscando mantener equilibrio, aunque lo único que lograba era que sus firmes glúteos se refregaran en mí. No cabían dudas de que también sentía la potente erección que se me había formado en cuestión de unos segundos, en su honor, pues en ese dulce franeleo retrocedía lo suficiente como para sentir mi predecible dureza. Pero, alertada por los pasos que cada vez estaban más cerca, se puso de pie, y se dispuso a sentar