Capítulo 1

1208 Words
Prólogo Hace eones, en un tiempo perdido en la memoria del universo, una feroz batalla se libró entre los ejércitos del Cielo y del Infierno. En un valle desolado, iluminado únicamente por los relámpagos de la guerra, ángeles y demonios se enfrentaban con una furia que sacudía los cimientos de la creación misma. Las energías celestiales y oscuras chocaban con tal intensidad que el mismo aire parecía vibrar con el eco del enfrentamiento. El campo de batalla era un paisaje de devastación. El suelo, una vez fértil, se había convertido en un yermo abrasado por el fuego celestial y el azufre infernal. Fragmentos de alas de ángeles y cuernos de demonios yacían esparcidos, testigos mudos de la brutalidad de la pelea. Los ángeles, con sus armaduras resplandecientes y espadas de luz, se lanzaban contra los demonios con una determinación inquebrantable. Los demonios, con sus garras afiladas y aliento de fuego, respondían con una ferocidad que solo los condenados podían conocer. A lo lejos, se podían escuchar los gritos de guerra y los lamentos de los caídos, mezclados con el ruido ensordecedor de los choques de metal y los estallidos de energía. Los cielos se teñían de rojo y n***o, reflejando la sangre derramada y el odio ancestral que alimentaba la batalla. En el corazón del conflicto, una figura angelical destacaba, su cabello n***o azabache contrastando con el fulgor de su armadura dorada. Sus ojos azules, intensos y llenos de dolor, recorrían el campo de batalla, buscando una forma de detener la masacre. Este ángel se sentía profundamente abandonado por su Padre. Sabía que con un solo movimiento de su mano divina, todo esto podría terminar. Sin embargo, ahí estaban ellos, los ángeles, con la responsabilidad de desterrar a los demonios que causaban estragos por doquier. La ira y la tristeza se mezclaban en su corazón mientras veía a sus amigos y familiares caer, derramando su sangre para contener a los demonios. Cada golpe, cada herida, era una muestra de la ausencia de su Padre, quien los había dejado solos en esta tarea imposible. En medio de este caos, una figura imponente apareció ante él, separando el tumulto como si el propio aire se abriera a su paso. Lucifer, con sus ojos ardientes y su presencia abrumadora, se detuvo frente al ángel. Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios mientras hablaba con una voz suave pero llena de malicia. —Hermano, únete a mí —dijo, sus palabras resonando con una seductora promesa. —Padre ya no está aquí y ustedes están por perder. El ángel apretó los puños, deseando tener en sus manos esa arma legendaria que tanto había buscado, aquella de la que hablaban las leyendas y que tenía el poder de terminar con todo esto. Pero no podía permitir que el temor o el deseo lo desviaran de su propósito. —Vete a la mierda —gruñó el ángel, arremetiendo contra el primer ángel caído con toda su fuerza. El impacto de su ataque hizo que Lucifer retrocediera, pero el ángel sabía que la batalla no había terminado. La furia y la desesperación alimentaban su fuerza, mientras en su mente una decisión se solidificaba. Con cada golpe, cada movimiento, luchaba no solo por la victoria, sino por la salvación de su gente. Lucifer se defendió con habilidad, usando una espada que brillaba con una mezcla de luz celestial y oscuridad infernal. El ángel reconoció la espada. Era la misma que Lucifer había robado del Cielo antes de ser desterrado y condenado de por vida a ser un ángel caído. Esa espada, infundida con la fuerza y poder de los cielos, ahora estaba embutida con la energía de la oscuridad. El ángel la miró con intensa curiosidad... —Lo descubriste, ¿no? —dijo Lucifer, notando la mirada del ángel. El ángel no lo podía creer. El arma de las leyendas... La espada que una vez representó la justicia y el poder divino ahora estaba corrompida, un reflejo del ser que la empuñaba. La visión de esa arma en las manos de Lucifer fue un recordatorio brutal de lo lejos que habían caído. Pero también encendió una chispa de esperanza en su interior. Si esa espada podía ser empuñada y usada por los ángeles, tal vez, solo tal vez, había una forma de poner fin a esta guerra de una vez por todas. Si no podía obtener el arma, debía asegurarse de que nadie más lo hiciera, aunque le costara la vida. La lucha entre ellos continuó, cada golpe resonando con el choque de sus voluntades. —¿Por qué peleas, hermano? —dijo Lucifer mientras esquivaba un ataque y lanzaba otro. Su voz, casi lastimera, resonaba por encima del fragor del combate. —¿Para qué seguir luchando por alguien que ya no está aquí? El ángel bloqueó el golpe la espada, pero sus palabras resonaron en su mente. Lucifer continuó, su tono cargado de una mezcla de tristeza y resentimiento. —El día que Padre me desterró, fue el día en que desapareció. La tristeza de denigrar a su hijo más querido fue demasiado grande para él. Nos dejó, hermano. Nos abandonó a todos. El ángel sintió un golpe de desesperación en su pecho al escuchar esas palabras. Ya había sentido la ausencia de su Padre, pero escuchar esa confesión de Lucifer lo sacudió profundamente. —Mientes —dijo el ángel, tratando de mantener su resolución mientras lanzaba otro ataque. —Padre no nos abandonaría por un traidor, él volverá. Lucifer bloqueó el ataque con facilidad, su sonrisa desvaneciéndose en una expresión de sincero dolor. —Oh, hermano —respondió. —La verdad es más amarga de lo que imaginas. Este conflicto, esta guerra interminable, es nuestro castigo. El ángel se quedó sin palabras por un momento, la duda nublando su mente. Sin embargo, su determinación pronto resurgió. No podía dejarse llevar por las palabras de Lucifer, no ahora. Lucifer, con un suspiro cansado, clavó la espada en el pecho del ángel. El dolor fue instantáneo, una explosión de agonía que recorrió su cuerpo. En un movimiento rápido, el ángel cayó al suelo, la espada clavada profundamente en su pecho. Lucifer la soltó, mirándolo desde arriba con una mezcla de decepción y lástima. —Un total desperdicio —le dijo, sacudiendo la cabeza. —Tenía grandes planes para ti. El ángel lo escuchó, su mente nublada por el dolor y la agonía. En ese momento, tomó una decisión desesperada. Usando las últimas reservas de su poder, murmuró un hechizo antiguo. Las energías a su alrededor convergieron, creando un destello de luz que los envolvió a él y a la espada. En un instante, desaparecieron del campo de batalla. Ocultos en un lugar desconocido, el ángel se desplomó en el suelo, su respiración entrecortada. Con un último esfuerzo, sacó la espada de su cuerpo y la dejó caer a su lado. Sabía que había sacrificado mucho, pero había asegurado que la espada no cayera en las manos equivocadas. El arma permanecería escondida, su existencia relegada a las sombras de la historia. Y así, el artefacto aguardaría en la Tierra, esperando el día en que sería descubierto una vez más, cuando el destino de todas las criaturas, celestiales e infernales, volvería a estar en juego.
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