CAPÍTULO VIII La curiosidad crecía febrilmente: deseaba saber más. Era difícil controlar las palabras que pugnaban por brotar de mis labios. Hubiesen sorprendido a Elizabeth y no me llevarían a ninguna parte. De pronto, comprendí que había una sola forma de obtener su confianza. Me puse de pie y me acerqué a ella, que se estaba mirando al espejo. Deslicé mi brazo alrededor de sus hombros y le di un beso en la mejilla. —Te deseo buena suerte— dije—, y si alguna vez necesitas ayuda, no vaciles en llamarme. Ella se volvió y me sonrió con esa sonrisa suya, tan bella y tan efímera. —Eres encantadora, Lyn— me contestó—, pero yo soy una tonta. ¿Sabes cuántos años tengo? —No tengo idea— le contesté. —Veintisiete— dijo—, veintisiete años, sin dinero ni ningún talento especial, consumida por u