Capítulo 6: Horace

1290 Words
Capítulo 6: Horace Horace ya había tenido bastante por el día. Despedido, increpado por mujeres raras, enfrentado no a una sino a dos personas imponentes, por no mencionar el calor. Estaba jadeando y sudoroso y el portal de su edificio de apartamentos parecía un oasis. Claro, ahora estaba desempleado. Pero eso era un problema para más tarde. Subió por las escaleras, vivía en el primer piso y no quería esperar al ascensor. Haciendo malabarismos con la caja, de nuevo, encontró sus llaves y entró. Su apartamento era grande, demasiado grande para un soltero que vivía solo. Por supuesto, nunca podría permitírselo por su cuenta. Era la casa de sus padres, en la que creció. Sus padres habían ido a visitar a unos familiares en Australia para prolongar su verano allí, ya que las estaciones van opuestas, y decidieron quedarse. Sí, en serio, fueron allí, les encantó el lugar, dijeron: «Qué diablos, estamos jubilados de todas formas», y le pidieron que les enviara algunas de sus pertenencias. Así que lo dejaron solo en un apartamento de tres habitaciones en el norte de Atenas. La zona se llamaba Kifisia y era una de las más prominentes, pero estaba demasiado lejos para el trayecto diario al centro de Atenas. El transporte público era frecuente pero, como todo en Grecia, no se podía confiar en que llegara a tiempo. Horace generalmente pasaba al menos una hora, tal vez una hora y media entre la ida y la vuelta cada día. Y eso era en los días con servicio normal, porque las frecuentes huelgas de los conductores de autobús o de metro estaban creando nuevos y excitantes obstáculos en su camino. Así era Grecia para él. Dejó en el suelo la caja, con marcas del sudor de sus muñecas por donde la había sujetado. Se quitó los zapatos, un hábito de toda una vida que su madre le inculcó junto con los buenos modales. Y fue directo a la cocina, se sirvió un vaso de agua fría y se lo bebió de un trago. Con el mismo movimiento, mientras bebía agua, extendió su brazo para abrir la ventana y dejar entrar la brisa de la tarde. La encontró abierta. ¿Se había olvidado? ¡Qué estúpido, Horace! El apartamento era viejo, pero los robos eran bastante comunes por allí, y él no podía permitirse el costoso sistema de alarma. Encogiéndose de hombros y tomando nota mentalmente para comprobar los balcones y las ventanas antes de salir la próxima vez, abrió la nevera. El aire frío en sus mejillas le resultó muy agradable. ―No hay más limonada. Deberías comprar otra vez ―dijo una voz cansada desde la sala de estar. Horace asintió. Luego se quedó en estado de shock, porque recordó que vivía solo. Se volvió hacia la sala de estar y caminó como un gato, sigilosamente sobre sus calcetines. Buscó algo que pudiera usar como arma. Tenía una daga ornamental de un viejo videojuego. Era endeble, pero el ladrón no lo sabía. Poniendo con cuidado un pie delante del otro, se acercó a la sala de estar y echó un vistazo. La televisión estaba encendida. Y había latas de limonada tiradas por todas partes. Alguien estaba en su sofá. Una alguien femenina. Miró hacia atrás, y sacudió los hombros. Puso su espalda contra la pared para que no pudiera sorprenderle nadie más que hubiera entrado, y entró en la sala de estar empuñando la daga de fantasía. ―¿Quién coño eres tú? ―chilló, mucho más alto de lo que le hubiera gustado. Se aclaró la garganta y repitió la pregunta profundamente, como un hombre―. Quiero decir, ¿quién eres? La mujer se volvió lentamente hacia él. Tenía los párpados caídos, como si le hubiera interrumpido la siesta. Qué grosero. Llevaba un pijama azul claro que tenía pelusa por el uso excesivo. Parecía cómodo y suave, y Horace pensó que a Evie le gustaría. Tenía una manta en los pies y estaba echada cómodamente, acurrucada en su sofá. Era rubia platino, y muy delgada. Sus movimientos eran muy lentos, y su voz sonaba muy lejana, como la de Luna en las películas de Harry Potter. ―Hola Horace. Soy Desidia. Encantada de conocerte ―dijo ella y le sonrió lentamente. Horace se dio cuenta de que estaba amenazando a una chica flaca con un cuchillo, así que lo puso a un lado. Pero, después de todo, ella había irrumpido en su casa. Entonces vio la bolsa de viaje azul junto a ella. ―Sí, encantado de conocerte, Desidia, lo que sea. ¿Por qué estás en mi casa? ―Voy a vivir aquí contigo ―dijo con naturalidad. ―¿Qué? ―Oh, disculpa, a veces hablo demasiado bajo. Dije que voy a… ―No, si te he oído. Decía «qué» queriendo decir «¿por qué?» ―Ah, hum… Es parte de las condiciones que aceptaste. ―Lentamente se volvió hacia la televisión, como si el asunto estuviera resuelto. Horace dejó caer la daga sobre la mesa de café y se puso entre ella y la televisión. ―¿Qué condiciones son esas? ―Horace, sh sh shhh ―dijo lentamente―, realmente deberías leer esas cosas. Nunca sabes lo que podrías haber acordado. ―¿Te refieres a esa aplicación? ―preguntó, frenético, buscando el teléfono en su bolsillo. ―¡Sí! ―dijo ella con toda la emoción que sus ojos pudieron reunir. Encontró la aplicación y revisó los términos y condiciones del servicio, mirando todo alocadamente. ―Déjame ayudarte con eso. Dice que el mortal, a partir de ahora, se compromete a proporcionar alojamiento y todas las comodidades necesarias a cambio de orientación. ―¿Qué clase de orientación? Ella sofocó una carcajada, pero a cámara lenta. Luego se levantó, parecía un glaciar acercándose. Cuando finalmente llegó a él, tocó su sien con su dedo huesudo. ―Orientación del pensamiento, por supuesto. Sus ojos eran de un azul claro y él se quedó absorto por un minuto al sentir su presencia tan cerca de él. Desidia caminó lentamente de regreso a su lugar y se puso cómoda. En. Su. Sofá. ―Mire, señora, no sé qué clase de broma están haciendo usted y las otras… ―Nada de bromas. Yo me quedo. Ahora muévete, estoy viendo este programa y el mando está demasiado lejos para rebobinarlo. Horace se hizo a un lado, y luego miró el mando a distancia. Luego a ella. Luego al mando, otra vez. Estaba justo al lado de ella. Justo. Al lado. De ella. Enloqueció. ―¿De qué estás hablando? ¡Está justo ahí! ¡El maldito mando a distancia está justo ahí! Sólo mueve la mano, ¿qué, cinco, seis centímetros? Desidia volvió los ojos hacia el mando y lo miró lánguidamente. Luego soltó un profundo suspiro de rendición, de derrota. De pereza. Horace lanzó sus brazos al aire. ¡Jo-der! ―dijo y caminó alrededor de la mesita, tomó el mando y lo colocó a unos centímetros de distancia de la palma de su mano. Ella lo miró y sonrió. ―Vaya. Gracias, querido. La aplicación emitió un pitido y él abrió la notificación. Un nuevo token recogido, decía. El objeto giratorio en realidad aumentada tenía la palabra griega para pereza en él, ΑΚΗΔΙΑ. Tocó un icono en la aplicación que decía «Estadísticas». Tokens de Pensamientos Malignos: Gula 0 Lujuria 0 Avaricia 0 Soberbia 1 Envidia 0 Ira 1 Desidia 1 Frunció el ceño, mirando a la frágil mujer en su sofá, y luego de vuelta a la aplicación. ¿Cómo se llamaba la enana? ¿Ira? Y Soberbia antes en la oficina, y Desidia justo aquí delante de él. Así que todas estaban en el ajo. Pero, ¿qué sentido tenía todo esto? No era gracioso. ¿Había cámaras ocultas? Él no era nadie, un empleado temporal, nadie se molestaría en gastarle una broma, y mucho menos tan elaborada como esta, con aplicaciones en realidad aumentada y varias mujeres. La mente de Horace se apresuró y giró la cabeza hacia atrás para exigirle respuestas a Desidia o quien fuese. Su única respuesta fue un suave ronquido de la delgada mujer. Él parpadeó un par de veces. Seguía roncando. Suspiró, y luego la cubrió con una manta. Todavía hacía calor en los suburbios del norte, pero la gente delgada como ella siempre tenía frío.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD