Entre mis trivialidades, hacer el ridículo y tener el corazón roto están en primera posición.
Por eso no era tan raro verme corriendo a contracorriente de la gente, choqué en varias ocasiones, y para hacerlo más dramático, tropecé otras varias, me arremetí y continué mi camino, porque si no persistía en mi búsqueda, el dolor sería más insoportable.
Sin oxígeno y dando fuertes bocanadas, llegué al inmenso edificio que buscaba. Con mis tibios ojos marrones, lo barrí de arriba hacia abajo. Sin perder un instante más, me introduje en él.
–Señorita, ¿Qué se le ofrece? –preguntó cortésmente la joven dama de la recepción.
No tenía tiempo de dar explicaciones de mi situación, además, tenía muy presente el número de piso al que yo necesitaba ir, por lo cual… la ignoré rotundamente, porque si charlaba con ella, o con quien sea, probablemente me arrepentiría, y no deseaba tirar por la borda mi tremenda iniciativa a esta locura.
Tenían una terrible seguridad en este lugar, podía entrar quien sea aquí. –Qué suerte tenía –pensé en mi interior.
Me metí al elevador y pegué mi espalda en sus frías paredes de aluminio, ahora, sentía los efectos de la maratónica carrera que había echado, el timbre de ese aparato me sacó de mis cavilaciones, entonces, la puerta metálica se abrió de par en par, a través de ella, se situaban numerosos cubículos con escritorios y oficinistas desplegando sus actividades dentro de estos.
Atravesé el umbral lentamente y con la mirada latente, comencé mi nueva búsqueda. Todos los empleados me observaban anonadados, con los rostros pasmados y la interrogante en sus gestos. Mientras caminaba, logré observarme a través del reflejo de una de las inmensas ventanas de vidrio que daba hacia la calle: mi cabello era un desastre, tenía grandes ojeras, el maquillaje corrido y la ropa un poco desajustada; definitivamente era una loca, por suerte, como dije antes: la seguridad en este edificio es pésima, si no, ya me hubieran sacado por la fuerza.
Seguí mi ruta y de pronto, unas cuencas añiles se atravesaron frente a mis pupilas, ese par de luceros me hacían perder el habla, mientras venía corriendo, un inmenso argumento totalmente convincente se desarrollaba en mi cabeza, pero justo ahora, todas las palabras se habían desvanecido frente a su semblante. Estaba escandalizado, lo sé porque su gesto era tenso y conflictuado.
–¡¿Lydia?! –el tono de su voz, ese canto divino me congelaba mis más notorios pensamientos –¿Qué haces aquí? –exclamó y procedió a sostenerme del brazo, mientras a la fuerza, me obligaba a introducirme a su oficina, a ese pequeño cubículo. Creo que se había percatado del alboroto que yo estaba propiciando en su lugar de trabajo. Me miró penetrantemente, bajé la vista, seguramente había notado la hinchazón de mis ojos.
–¡Trevor! –se propagó el grito de un hombre mayor a través de ese espacio.
–¡Ya voy! –replicó el hombre frente a mis ojos. –Lidia, no puedes estar aquí, vete, por favor –me pidió con ligera desesperación.
Él era un hombre impasible, de ojos indolentes, y escépticos, pero justo ahora, se percibía exasperado.
–Necesito decirte algo…–balbuceé intentando coordinar mis ideas.
–¡Trevor! ¡¿Dónde estás?! –farfulló nuevamente esa misma voz de hace unos instantes.
Trevor se estresó ante los gritos de su impaciente y prepotente jefe.
–Lydia, necesito irme, tengo que volver al trabajo –exclamó insistente. Su trabajo lo era todo para él, lo sé y siempre lo he sabido.
–Solo tomará un minuto… –exclamé suplicante, tratando de impedir su partida.
–¡Con un demonio! ¡Trevor! –Blasfemó una voz con un colérico tono. Sonaba al tipo de jefes que odiada que lo dejaran esperando y con la palabra en la boca, ahora entendía porque Trevor se quejaba tanto de él.
–Me lo dices por teléfono –exclamó, mientras caminaba apurado hacia el llamado.
¿Por teléfono? ¿estaba loco? No se lo diría en una llamada, porque lo que estaba a punto de confesar era demasiado grande para atravesar la señal de un celular.
Lo vi alejarse, su aura atravesó la puerta, su masculina e imponente figura se puso en marcha dirección contraria a mí. Mi corazón se alteró, esto no podía terminar así, tenía que sacármelo del pecho o me aplastaría con la fuerza de su intensidad, nuevamente mi agotado corazón, dio un brinco de frenesí.
Aligeré el paso intentando sostenerlo de la manga de su camisa que remarcaba tan bien su varonil silueta, pero mis esfuerzos se disiparon con su destreza.
No me quedó más remedio que... hacer el ridículo, una de mis trivialidades.
–Trevor Wolf, yo…–tomé aliento. –¡He sido tan feliz contigo! –exclamé con fuerza, el grito fue sonoro, tanto que, competía con la intensidad del tono rudo de su despotricado jefe. Tenía que estar segura de que mis palabras plagadas de sentimientos les llegaran a sus oídos, estaba de más si la gente del rededor lo escuchaba, mi objetivo era él, Trevor Wolf.
Observé nítidamente como su espalda comenzó a rotar hacia mí. Sus ojos zafiro me miraban expectantes, como si no diera cabida a mi demencia.
–Lydia, ¿Qué acabas de decir? –me cuestionó con su recia voz mientras parpadeaba innumerables veces, no parecía entenderlo.
–Yo… –exclamé retrocediendo. –He sido muy feliz contigo…–repetí, ya lo había dicho una vez, decirlo otra o mil veces más no harían diferencia alguna, quedar en ridículo era mi mayor habilidad, entonces, la vergüenza y la necesidad de disiparme de su vista se apoderó de mí. Me volteé por completo y emprendí una nueva carrera hacia dirección totalmente opuesta de la agudeza de su observación.
¿Por qué corría? ¿Por qué pensaba que alguien me perseguía? ¿Por qué tenía la esperanza de que él me acecharía y me afirmaría que, también sentía lo mismo que yo, mientras que, con una potente astucia, me sujetaría de la cintura para proceder a fundir sus labios con los míos en un estrepitoso beso?
Era todo un juego de mi novelera imaginación, porque ni siquiera los guardias me acechaban; entonces, no había razones para trotar, ni precipitarse, él no me acorralaría y la asquerosa gestión de vigilancia, eran tan inservible que, así como había logrado entrar, había conseguido salir de esa magnánima edificación.
Había llegado a la calle, volteé la mirada y sentí como el aire me golpeaba la cara, como las hojas volaban alrededor de todo, como la gente seguía su camino.
–No, no me seguirás… –susurré sintiendo mis ojos arder por el llanto que estaba a punto de derramar. Debía dejar de ver tantas películas de romance.
Entonces, comencé a caminar con calma hacia la cafetería en donde había comenzado un día cualquiera mi felicidad, esa felicidad que le había restregado en la cara minutos antes…