Capítulo trece

1201 Words
Damien golpeó la puerta del estudio tres veces, abriéndola con cautela cuando no recibió respuesta. Una realidad a la que ya estaba demasiado acostumbrado. Aunque no pudo evitar la sonrisa medio aliviada que se le escapó al verla allí, sentada en su escritorio y absorta en sus papeles. Carraspeó ruidosamente para llamar su atención. Verónica dio un respingo. —Pasa—, llamó. Luego, al darse cuenta de su error, añadió: —Lo siento, ¿qué pasa?— Apoyó la cabeza en la palma de su mano, el bolígrafo golpeando ligeramente contra su barbilla mientras se balanceaba flojamente entre sus dedos. Una versión tonta pero apologeta de su sonrisa torcida adornaba su rostro, lo que hizo que él se riera mientras se acercaba a ella y dejaba las cartas que había traído sobre el escritorio. Con un suspiro, ella soltó el bolígrafo de entre sus dedos y cogió la carta. La abrió perezosamente con el abrecartas que se balanceaba precariamente en el borde de su escritorio. Luego empezó a leerla. Después de la primera línea, la arrojó a un lado. No necesitaba leer ni una palabra más. Damien vio que el abrecartas estaba a punto de caerse y extendió la mano para agarrar su hoja. Se cortó y unas gotas de un líquido carmesí y empañado cayeron sobre una hoja de papel que estaba al lado del escritorio de ella. —Mis disculpas, señorita—, dijo, con una sonrisa forzada que se estiraba de manera poco natural por su rostro. Ella se levantó y lo miró detenidamente, sin saber por qué se disculpaba. Luego vio la sangre que le resbalaba entre los dedos, goteando por sus nudillos en finas hebras. Se apresuró alrededor del escritorio y tomó su mano. Después de desenrollar su puño y coger el abrecartas, pudo ver que el daño no era demasiado grave. El corte era superficial, pero era un corte al fin y al cabo. Y era inusualmente largo. A pesar de las protestas de él, lo llevó al otro lado de su escritorio. —Puedo curarlo yo mismo si me dejas—, dijo él. Pero ella no estaba dispuesta a escucharlo. —No me importa si puedes hacerlo tú mismo, estoy ayudando—, le dijo antes de sacar un botiquín de primeros auxilios de un cajón de su escritorio. Vendó la herida lo mejor que pudo antes de sonreírle. —Listo. Él se rió de ella antes de volver al otro lado del escritorio. —Bueno, necesitas leer la carta—, dijo antes de comenzar a salir de la habitación. —No, no necesito hacerlo—, dijo ella. Casi para sí misma, ya que no esperaba que él la escuchara debido a la distancia entre ellos. Sin embargo, lo hizo. Entonces él se volvió hacia ella y recogió la carta que ella había descartado. La leyó por sí mismo, sus ojos escudriñando la página. No pudo encontrar ninguna razón por la que ella rechazara la invitación. —¿Hay algo mal?— preguntó, preocupado. Se sentó en el pequeño sofá apretado contra la pared al lado del escritorio. Recostándose con la carta aún en la mano. Ella rodó los ojos antes de mirarlo. Una sonrisa mayormente genuina cruzó su rostro. —Por supuesto que sí.— Su sonrisa desapareció de su rostro en un instante. Damien nunca había visto que su sonrisa se convirtiera en un ceño fruncido tan rápidamente como lo hizo en ese momento. Por preocupación, se levantó y se acercó a ella. Luego colocó su dedo bajo su barbilla como un indicador no verbal para preguntarle qué pasaba. En respuesta, ella apartó su mano con un manotazo y miró hacia abajo sus manos. —No sé cómo bailar.— Confesó. Él sonrió al escuchar eso. Encontrando de alguna manera apropiado que la persona más brillante y alegre que conocía no supiera bailar. —Bueno, eso simplemente no funcionará.— Dijo, —Así que simplemente tendré que enseñarte. —¿Qué? No.— Dijo ella. Con la boca abierta mientras lo miraba en estado de casi shock. —No seas tonta.— Le dijo él seriamente. —Si rechazas demasiadas invitaciones por no saber bailar, tu estatus social caerá en picado.— Extendió una mano hacia ella, sobre el escritorio. —Ahora, si fueras tan amable de seguirme para que pueda enseñarte a bailar. Ella se puso de pie. Argumentar contra él era una batalla perdida. No tenía que ser un genio para saber eso. Tomó su mano y fue a la puerta con él. Las mariposas que sentía revoloteaban en su estómago. Su estómago giraba tanto que era un milagro que aún no hubiera vomitado. La llevó al salón de baile. Su mano apretada firmemente en la suya mientras llegaban a la puerta. La llevó al centro de la habitación. Se quedaron allí unos minutos, enfrentados en completo silencio. Su aliento mezclándose en el aire entre ellos mientras se acercaban el uno al otro. Los pocos centímetros de espacio entre ellos disminuyendo en cada momento. Damien fue el primero en salir de su trance. Dio un pequeño paso alejándose de ella. —Ahora, permíteme guiarte a través de los pasos. Ella asintió con una sonrisa en su rostro. Todavía no completamente fuera de su trance. Él colocó su mano suavemente en su cintura. Instintivamente, su mano encontró su hombro. Su mirada no se apartaba mientras se movían. Comenzaron a bailar. Su mano tomada en la suya y levantada a la altura de su hombro. Una suave sonrisa jugaba en sus labios mientras él también sonreía. Una bola caliente de nervios y emoción creciendo en las entrañas de ambos. Cuando su mirada se apartó de su rostro, él le recordó que siempre debía mirar a su pareja a los ojos, ya que era nada menos que educado. Comenzó a bailar con ella en silencio. Tarareando una melodía del vals para que ella tuviera algo que seguir. Mientras ella escuchaba, rápidamente captó los patrones. Moviendo en un patrón sincronizado con él. Cada vez más encaprichado de sus ojos con ella a cada paso. Su profundo y rico color y el alma que podía ver en ellos eran más amables de lo que ella podría haber imaginado. Lo que ella no sabía era que él la estaba admirando tanto como ella a él. Después de bailar unos minutos, él retiró su mano de su cintura y la giró mientras él permanecía quieto. Sus faldas se desplegaron debajo de ella, la tela cepillando contra sus tobillos desnudos ya que no llevaba zapatos. Luego la volvió a acercar. Sus rostros a escasos centímetros de distancia. Su mano acunó su rostro suavemente mientras volvía a bailar con ella. Ambos tratando de ignorar las extrañas sensaciones que crecían dentro de ellos. Los nervios le causaban un nudo en la garganta y un vacío en el estómago. Ambos deseaban desesperadamente acercarse mientras bailaban juntos. Pero ninguno actuó sobre ese deseo por miedo a hacer sentir incómodo al otro. Dejaron de moverse sin darse cuenta. Parados juntos en absoluto silencio. Verónica se apartó después de que el silencio empezara a volverse incómodo. —Gracias. Por enseñarme a bailar, quiero decir.— Cerró los ojos y sonrió.
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