Prefacio
Cuatro años atrás
Estoy sentada en mi cama, oyendo la lluvia caer y observando el testamento de mi padre. No estaba preparada para este dolor. Estar en esta oscuridad sola, me permite volver al pasado. Recordar lo que enterré hace años, de mi madre no recuerdo nada y menos su rostro. Tampoco es que me importe, se fue cuando tenía cinco años y nunca fue maternal. Al irse la olvidé por completo, cuando llegó Camillia, vi luz en mi vida y a la corta edad de doce años la abracé y cuidé. Me dediqué a esa niña y a los caballos. Sabía que confiar en los hombres era imposible, lo aprendí por experiencia de mi padre y del peón que enamoró a Solimar. A los quince años conocí a Oscar, el hijo de un comprador de caballos y nos hicimos amigos. Un chico de dieciséis años, a pesar de todo, platicar con él era sencillo y me ayudaba tanto. Mi vida se basó ese año en cuidar caballos, cuidar a Cami, y recorrer la finca con Oscar. Hasta el punto que confié mi virginidad a él, los dos experimentamos y se sintió ideal. No fue forzado, fue natural y como toda realidad se acaba. Una tarde Os, como le decía de cariño, llegó afligido, al verlo sabía que todo cambiaría entre nosotros. Lo encaré, me contó que sus padres se marchaban a Texas, EU. Lo ideal era que llorara, pero no, me quedé helada y él me abrazó. Me prometió enviar cartas, mantenernos en contacto y quise creerle. Muy adentro de mí albergaba una ilusión, pero la otra parte sabía la realidad. Él era tan flaco, ojos negros, pelo rizado y labios carnosos. Para mí era perfecto, era normal y sabía que lo perdería. Exactamente, pasó un mes de su partida, nunca llegó carta y Solimar me reconfortaba. Me dediqué a la finca, a mi familia, decidí que al menos no quedé embarazada y amargada. Empecé a disfrutar del sexo, me informé, leí y aprendí a conocer mi cuerpo. Aprendí a manejarlos a mi antojo, cuando veía que querían más los apartaba y no les hablaba. Me negué a sentir más por ellos, me di cuenta de que se olvidan de ti como si fueras mugre. Tal vez, por eso, odio la mugre. Estaré mal de la cabeza, pero desde que se fue Oscar, empecé con la manía de limpiar. Viajamos mucho, exploramos en familia y el negocio iba viento en popa. Sin embargo, nada de mi pasado se compara con este dolor punzante, con esta oscuridad. Desde que nos dieron la maldita noticia, que mi padre murió en aquel accidente, al instante, me siento destrozada. No puedo seguir mirando su foto y el testamento. Me levanto de mi cama, paso por el pasillo y aún siento su olor. Siento la presencia de mi padre, bajo las escaleras y los recuerdos me ahogan. En la sala está Solimar con Camillia y se levantan al verme.
—¡Kendra, Kendra! —Me llama Solimar, y no digo nada.
Paso de largo, al salir siento el aire frío penetrando mi piel y me reciben las nubes negras. Alzo mi mirada al cielo gris, gotas cayendo fuertes uniéndose a mis lágrimas y exploto sollozando. Siento que me abrazan, pero no quiero que me toquen y me voy corriendo. Escucho los gritos de Camillia, pero no puedo detenerme, necesito correr y llorar. Tengo que despedir a mi padre, mi amigo y mi guía. Continúo corriendo hasta llegar a las caballerizas, su lugar favorito en el mundo y me lanzo al suelo. Acurrucada, lloro, quisiera estar agarrada a su mano y no soltarlo jamás. Me siento sin rumbo, te necesito a ti.
—Papá, perderte es como si te llevarás mi corazón —susurro al cielo gris y oscuro.
Él era mujeriego y las mujeres lo odiaban. A pesar de todo sus defectos, fue el mejor padre, negociante y el mejor abuelo. No te defraudaré, lucharé. Tus enseñanzas las llevo siempre y por mi familia seré una fiera. Solo necesito esta despedida, esta noche, para llorar tu pérdida y poder continuar. No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré de esta manera. Tú fuiste mi gran ejemplo, mi campeón y ni en la muerte de tío sentí esto. Arnaldo era el padre de Solimar, mejor amigo de mi padre y a la vez tan seco.
…
No sé, hasta qué hora lloré, pero desde ese día levanté mis murallas. Estuve un mes pensando qué hacer, hasta que decidí tener poder y empecé con el restaurante. Decidí contratar a varias personas para que se encargaran de los caballos. Necesitaba alejarme, me recordaban tanto a mi padre. Tampoco iba a dejar abandonado lo que más amaba, se lo debía y mantuve todo perfecto. Me dediqué a trabajar y casi no tenía tiempo para nada. Nos fue bien y el dinero aumentó. Empezamos con el pie derecho y seguiremos firmes. Estoy debajo del árbol de mango en mi finca, las cenizas de mi padre están debajo de esta tierra y exactamente bajo esta sombra. Mi padre amaba este árbol, se pasaba las tardes admirando el paisaje y dormitando.
—Papá, eres querido con una vista espectacular, viejo —miré el cielo—. Aquí está tu potra Kendra, más fuerte y divinamente poderosa. Espero que estés orgulloso de tu hija. Soy igual que tú —suspiro y prosigo—. ¿Recuerdas cuando tenía dieciséis, que Oscar se marchó? Tus palabras fueron: No te humilles por ningún hombre nunca. Mira mi espejo, somos unos cerdos, la cosa es que lo hacemos natural y sin esfuerzo. Sé mejor que yo en todo. Te pregunté inocente: ¿cómo padre? Me respondiste: siendo una fiera salvaje, siendo una roca y por lo que veo eres mejor que yo, Kendra. Estoy orgulloso de ti, eres mi potra, nunca cambiaría el haberme ocupado de ti, nunca.
Me quedo callada, oyendo los pájaros trinar y los caballos relinchar. El viento susurrando, acariciando mi rostro y cierro los ojos. Recordando cada gesto suyo, sintiendo su presencia conmigo y sé que estás presente.
—Papá, gracias por amarme y cuidarme —tomé aire y sonreí abiertamente—. Soy malditamente mejor que tú, debes estar orgulloso. Siempre te agradeceré esto —extiendo mis brazos y miro el cielo azul.
Me marcho con mis botas hasta las rodillas, con mi melena oscura larga, ojos azules con tono verde, una cara de diamante y mi cuerpo exótico. Mi piel es clara, soy pura, Anselmo. Hago una reverencia hacia el árbol, mi sombrero en mi pecho y lo coloco de vuelta en mi cabeza. Con pasos seguros me acerco a Trueno, el caballo favorito de mi padre y lo cabalgo hasta la casa.