Nuria deslizó el contrato sobre la mesa con un movimiento ágil, extendiendo una pluma hacia Valeria con una mirada que, en su aparente amabilidad, escondía algo más oscuro.
Valeria tragó saliva, y aunque su mano temblaba al recibir el bolígrafo, abrió el documento y comenzó a leerlo página por página. Cada cláusula la hacía sentir más atrapada, como si una red invisible la envolviera.
Sabía que estaba poniendo en juego más que su cuerpo, pero cuando leyó la condición que estipulaba que no tendría acceso a su propio hijo sin el consentimiento de Nuria y André Farrel, un escalofrío le recorrió la espalda.
Su mente quiso detenerse, retroceder, pero el rostro de su hermana Davina apareció en su mente, pálida y desamparada. Era su hermanita, su única familia, y Valeria había prometido protegerla a toda costa.
Sus pensamientos se debatían entre la lealtad y el temor, entre el deber de ayudar a Davina y el instinto de protegerse de esa trampa que no quería soportar.
Pero la imagen de su hermana se hizo más fuerte, y cerrando los ojos, firmó el contrato con un último temblor de manos.
Nuria esbozó una sonrisa de triunfo, uno de esos gestos que parecían engatusar, pero con la frialdad de un animal que acaba de asegurar a su presa.
Colocó un cheque de doscientos mil euros en la mano de Valeria y lo sostuvo unos segundos, como si quisiera asegurarse de que la joven comprendiera el peso de su decisión.
—Avísame si necesitas algo más, Valeria. Muy pronto te informaré sobre el proceso de inseminación, pero antes, habrá una reunión con mi esposo.
La voz de Nuria era suave, casi seductora, pero detrás de cada palabra se adivinaba una intención calculadora.
Valeria asintió, aun con el cheque en la mano, pero no era ambición lo que se reflejaba en sus ojos. Solo pensaba en Davina, en sacarla de la pesadilla en la que estaba atrapada.
Sus dedos acariciaron el borde del cheque, deseando que, de alguna manera, esos billetes pudieran comprar un poco de paz para su hermana.
***
Lexter Rinier estaba en su oficina revisando un expediente, su atención dividida entre las últimas estadísticas de la compañía y el cansancio que pesaba en sus hombros tras una conferencia extensa.
Apenas había bajado la vista a otro documento cuando la puerta se abrió y su asistente, Xavier, apareció con el rostro serio.
—Señor, tengo noticias —anunció con voz grave, intentando contener una cierta tensión en sus palabras.
Lexter levantó la mirada, arqueando una ceja.
—¿Son sobre Rania? —preguntó, aferrándose a la esperanza de alguna novedad sobre esa mujer.
Xavier sacudió la cabeza, contrariado.
—Lo siento, señor, no tengo noticias sobre Rania aún… Pero es sobre su cuñado y la relación que usted le prohibió.
Lexter cerró el expediente lentamente, sus ojos se estrecharon.
—Habla.
—Miguel Aranda ha plantado pruebas para incriminar a su exnovia Davina Bianchi. La mujer está en prisión, esperando juicio.
La mandíbula de Lexter se tensó, y sus ojos se abrieron con una mezcla de furia y sorpresa.
—¿Qué dijiste? ¿Ese miserable se atrevió a tanto? —Murmuró, recordando de pronto a Davina, su voz, su presencia, y aquel beso inesperado que había compartido con ella, un instante que le había dejado una marca que intentaba olvidar en vano.
Xavier asintió, tomando aire antes de continuar.
—Parece que él fue a visitarla a la comisaria hace un día, y él ha usado la influencia de los Rinier para acorralarla. Hay rumores de que busca aprovechar el nombre de su familia para consolidar su poder.
Los puños de Lexter se cerraron lentamente, su mirada volviéndose sombría.
—Ese miserable va a descubrir quién realmente tiene el poder —sentenció con una calma gélida, poniéndose de pie con decisión—. Prepárate, vamos a la comisaría.
Xavier se quedó quieto un segundo, incrédulo.
—¿Qué piensa hacer, señor Rinier?
Lexter esbozó una sonrisa que tenía poco de amable y mucho de peligroso.
—Voy a recordarle a Miguel Aranda que está muy lejos de igualarme —dijo con una firmeza que hizo eco en la habitación.
Xavier esbozó una pequeña sonrisa, dándose cuenta de que su jefe no estaba dispuesto a tolerar traiciones, y menos cuando se trataba del futuro marido de su querida hermana.
***
Davina estaba sola en su celda, sintiendo el peso de una injusticia que la rodeaba como un manto opresivo.
Cada ruido en los pasillos resonaba en su mente, agudizando su soledad, el eco de su propia respiración se le hacía casi insoportable.
El tiempo se alargaba como una pesadilla sin fin, y cada segundo parecía burlarse de su impotencia. Se preguntaba, en medio de la desesperación, qué había hecho para merecer tanta tristeza, tanto abandono.
De pronto, dos figuras irrumpieron en su celda. Eran dos mujeres de aspecto intimidante, con sonrisas burlonas y miradas cargadas de crueldad.
Davina intentó no mirarlas, quiso pasar desapercibida, como si eso pudiera evitar lo inevitable, pero sentía el peligro como una sombra amenazante.
—Hola, princesita, parece que necesitas una lección, y el señor Miguel Aranda nos envió a dártela —dijo una de ellas, en tono burlón.
Davina se sorprendió al escuchar ese nombre, pero rápido, sintió el miedo arremolinándose en su pecho, y antes de que pudiera reaccionar, las mujeres se abalanzaron sobre ella con b********d.
Los golpes llovieron sobre su cuerpo, y el dolor se extendió en oleadas que la dejaron sin aire. Intentó gritar, intentó defenderse con su voz desgarrándose, pero sus gritos se perdieron en el eco indiferente de la prisión. Nadie vino en su ayuda; sus alaridos resonaron en la fría indiferencia de las paredes.
Cada golpe le recordaba la traición, la soledad y el dolor de haber sido abandonada por el hombre que juró un dìa amarla.
Las mujeres se alejaron después de un rato, dejándola tirada en el suelo, sin más que el dolor en su cuerpo y la sensación de que su mundo se desmoronaba por completo.