Conduzco rápidamente, saltándome un par de semáforos en rojo. A punto de ganarme una multa, me obligo a debilitar mi fuerza contra el acelerador. Las manos me sudan, aunque esta vez no tienen nada que ver con el asfixiante calor encerrado dentro del auto, ni la adrenalina que me palpita detrás de las orejas. El aire corre por las ventanillas delanteras, pero ni así logro obtener el suficiente oxígeno para controlar mi respiración agitada y relajar mi corazón, que me late como si está el miedo. Un pánico intenso que reconozco de inmediato y cuyo origen es la posibilidad de que Evan no esté en la cabaña. Ya le había exigido a Peter que llamara a emergencias y él había respondido con su usual recelo, diciéndome que ya lo había buscado ahí. Giro sobre la calle cincuenta y cinco, El Puente