II
El consejero, asesor regional y topógrafo Gaspare Beltramotti fue asesinado en la calle con dos tiros de pistola a las 23:40 del miércoles 12 de febrero de 1975: uno de los representantes más importantes de la Democracia Cristiana local, propietario de una cadena de tiendas de alimentación y muchos otros bienes y hombre político con la seguridad de estar incluido siempre en un puesto alto en la lista de los candidatos a las elecciones regionales, esta vez no habría podido, en caso de victoria del partido, reocupar su antiguo escaño en el Consejo Regional ni formar parte de la Junta.
Según los expertos en balística de la comisaría, había sido un solo individuo el que había disparado, pues las dos balas extraídas de la espalda del cadáver procedían de una única pistola de calibre 7,65, posiblemente una Beretta Brevetto 1915, arma usada por el ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial, con cargador de 8 balas en lugar de las 7 de la posterior Beretta calibre 9. Los dos casquillos expulsados por el arma y recogidos por los agentes sobre el pavimento coincidían con ese modelo. No había habido testigos directos del acto criminal. Se podía suponer que el asesino había esperado en la sombra a Beltramotti cerca de su casa y, al llegar el político, que volvía a pie de la no muy lejana sede del Consejo Regional, le había disparado por la espalda y, con gran puntería, lo había matado antes de entrar en el edificio. La calle, inmersa en una noche iluminada bastante débilmente por dos farolas distantes entre sí, estaba desierta en aquellos momentos. El asesino solo había sido visto después del delito y por unos breves momentos, mientras desaparecía en la misma oscuridad de la que había salido: fueron algunos propietarios e inquilinos del edificio de la víctima y el de enfrente los que pudieron verlo, o mejor dicho, entreverlo, al asomarse después de haber oído los dos disparos de pistola: se abrigaba con un gabán muy largo y llevaba la cabeza cubierta con un sombrero de fieltro de tipo Borsalino o Bantam bajado completamente para cubrir la cara; no corría al alejarse, sino que caminaba, como si estuviera seguro de su impunidad.
Dada la importante posición política y económica del objetivo y considerando que sus ideas eran de centroderecha, las sospechas de los investigadores de la Sección de Homicidios y delitos contra las personas se habían dirigido al principio contra el terrorismo pistolero de las Brigadas Rojas, al seguir estando Italia sometida, además de a la violencia en la calle, a ese terrorismo de izquierda y de derecha que todavía duraría años. Pero como las Brigadas Rojas normalmente reivindicaban el mismo día o el siguiente sus sanguinarias proezas con panfletos y eso no había pasado, la hipótesis de su culpabilidad se desvaneció: el móvil no tenía que ser necesariamente político, el autor del delito podía ser alguien que odiara a la víctima o que la hubiera querido eliminar por interés. Mi amigo Vittorio no quiso abandonar del todo la hipótesis del atentado político, pero la consideró secundaria y encargó a la unidad operativa dirigida por el comisario Aldo Moreno y su segundo, el brigada Evaristo Sordi, que prosiguieran las investigaciones de acuerdo con las otras hipótesis.
Como era habitual, Moreno ordenó a Sordi tener sobre todo en cuenta el entorno doméstico de la víctima y sus amistades familiares y averiguar si la víctima había mantenido relaciones sexuales adúlteras y, si era así, con quién: ¿personas solteras, comprometidas, casadas? El delito pasional era una de las posibilidades.
La viuda del asesinado, la doctora Veronica Meroni Beltramotti, era médico cirujano y tenía 51 años. Dirigía el departamento de cardiocirugía de uno de los principales policlínicos turineses. Su apellido de soltera, gracias a sus estudios infatigables y su trabajo apasionado, se había convertido en tan prestigioso o tal vez incluso más que el del marido, él heredero de una riquísima familia de empresarios, ella de orígenes modestos, siendo su padre almacenista en una fábrica de zapatos y prendas de punto y su madre obrera. Igual que su difunto cónyuge, la doctora estaba afiliada a la Democracia Cristiana, pero nunca había ejercido en la política activa; y sin embargo solo cuatro días después de la muerte de su consorte el partido le ofreció la oportunidad de ocupar su puesto como candidata en las elecciones para la renovación del Consejo de la Región del Piamonte, pidiéndole además mantener, además del suyo, el apellido Beltramotti: «Para honrar la memoria de su insigne marido», le había dicho con ardor el secretario regional democristiano. Aceptó, pero solo, según subrayó, «precisamente para honrarlo, porque tenía muchas tareas, que lo sepa…»
La pareja había tenido dos hijos, Francesco y Benedetto. Por voluntad del padre, ambos habían empezado la escuela a los 5 años y, sin haber suspendido nada, habían podido entrar a la Universidad con solo 18 años. Francesco, entonces con treinta años, se había licenciado en derecho, con un 10 summa c*m laude y la publicación de su magnífica tesina en una revista importante; el segundo, de veintisiete años, era doctor en Ciencias Políticas, título obtenido, después de cuatro años de retraso, con unas notas lejos de ser excelsas, con una tesina bastante banal y consecuentemente con una nota modesta de licenciatura. Ambos hermanos estaban afiliados a la Democracia Cristiana, como sus padres. El primogénito, después de haber prestado servicio militar como oficial de la Guardia Alpina, dirigía desde hacía más de tres años la cadena de tiendas del padre desde las oficinas de la sede central y almacén de ventas, en la que había entrado después del servicio militar, hacía casi cuatro años, como aprendiz del director general cerca de la jubilación, convirtiéndose en su sucesor después de las prácticas. Tras morir el topógrafo Beltramotti, el negocio iba a pasar a posesión de los dos hijos: habrían bastado pocos meses más y su madre también habría heredado, de acuerdo con la reforma del derecho de sucesión que entraría en vigor el 23 de mayo, con la publicación de la ley correspondiente en la Gaceta Oficial;9 de acuerdo con la norma en vigor, solo tenía derecho a un tercio de los bienes. Aun así, como profesional de primera categoría conocida internacionalmente, hacía años que era rica por sí sola.
Benedetto hacía poco que había cumplido el servicio militar, no como oficial, a diferencia de su hermano, sino como soldado raso de artillería, al no haber presentado a tiempo, a propósito, la solicitud de admisión en el curso de alumnos oficiales de complemento, para así tener tiempo de llegar a la fecha del examen de licenciatura antes de la llegada del requerimiento de reclutamiento. Tras volver a la vida civil, decidió dedicarse a tiempo completo a la política activa. Como primer paso, esperaba que le incluyeran en la lista para las elecciones regionales o, al menos, para las municipales; pretendía, pasado el tiempo suficiente, presentarse a las elecciones a la Cámara de Diputados. Pidió su inclusión en la lista de los candidatos a consejeros regionales o municipales a un amigo de su padre, un abogado que, como su difunto progenitor, era una figura democristiana de primer orden. No tuvo éxito, pues el número de concurrentes que habrían resultado elegidos, le había dicho el político, seguramente ya había superado el límite tanto en una como en otra lista y estar inscrito el último de la cola no le habría valido para nada. Cabe suponer que al astuto leguleyo no solo le hubiera influido el que Benedetto fuera una figura civil completamente desconocida, sino asimismo la consideración de que no se había licenciado brillantemente en Ciencias Políticas ni había tenido algún don especial que pudiera atraer votos al partido, a diferencia de la célebre madre que, muy al contrario, el propio abogado había propuesto como candidata a dirigente regional de la Democracia Cristiana.
Más larga fue la investigación del equipo de Sordi de posibles relaciones eróticas extraconyugales de Beltramotti, pero dio fruto: el hombre mantenía desde hacía muchos años una relación estable muy afectuosa con una señorita, ahora ya de casi 60 años, llamada Alda Rossellini, que vivía en una población del extrarradio de Turín, Rivoli, en un piso de tres habitaciones de su propiedad. Estaba jubilada y, como constaba en la oficina de empleo y la Seguridad Social, había estado empleada como contable en el departamento de cuentas de los «Almacenes Beltramotti» desde los 20 años hasta la jubilación, a la cual en aquellos años las mujeres accedían antes que los hombres, con solo 55 años.
Sordi le pidió telefónicamente una entrevista y la mujer no puso objeciones y le invitó a su casa a la mañana siguiente, fijando la cita a las once de la mañana.
Le recibió con palabras muy amables. Hizo que se sentara en el salón sobre un bonito y cómodo diván de color marrón de dos plazas y le ofreció té y pastas; después de servirlo, se sentó delante de él sobre una de las dos butacas con la misma tapicería y colores que, emparejadas, se encontraban enfrente del diván. Entre este y las butacas había una mesita oval estilo Luis XVI rematada con una bonita lámina de alabastro de igual forma, que sobresalía unos veinte milímetros a su alrededor; la dueña de la casa había colocado encima el plato de las pastas y la bandeja con la tetera, el azucarero y dos tazas.
Se inició una conversación convencional, durante la cual el brigada tomó el té y las pastas con gusto, mientras la señora de la casa, sonriente, solo bebió algunos sorbos de la taza, lo justo para acompañarlo y no comió nada. Después de unos diez minutos, Sordi empezó la entrevista. Le preguntó sin ambages:
—Señorita Rossellini, usted y el difunto topógrafo Beltramotti salían juntos, ¿verdad?
—Yo lo amaba, brigada, y él me amaba. No tengo ninguna intención de esconderlo, pero le ruego que no lo divulgue, no quiero manchar el recuerdo de mi querido: conozco bien el mundo y el mundo no entendería que lo nuestro no era pecado, que yo era la verdadera esposa y no esa doctora frígida con la que se había casado muy joven, aún incapaz de distinguir entre amor verdadero y falso. ¡Piense, brigada, que esa mujer, después del segundo hijo, se había negado tanto al trato carnal como al sentimental! ¡Cómo se atrevió! Solo en ese momento Gaspare acudió a mí, que ya lo amaba, como había entendido por mis miradas en la oficina; estoy segura de que hasta entonces había sido un marido fiel. Desde entonces, todas las veces que podía, venía a mi lado como si fuéramos una familia: yo no podía tener hijos, aunque me habría gustado y aunque Gaspare no habría tenido derecho a reconocerlos ante la ley.10 Nos amábamos, él era un verdadero hombre ¡fuerte, dominante! ¡Sabía protegerme y dirigirme! ¡No tengo ganas de vivir desde que me lo han matado! —Las últimas palabras las dijo quebrando la voz.
—Lo lamento señorita. —«¿Una relación sadomasoquista?», había pensado Evaristo espontáneamente. Quién sabe.
—Preferiría que me llamara señora, aunque Gaspare y yo no estábamos casados, porque para nosotros era como si lo estuviéramos.
—Como usted quiera, señora Rossellini.
—¿Por qué ha querido verme, aparte de la pregunta que me ha hecho antes y de la que ya sabía la respuesta?
—Estamos investigando para identificar al asesino del topógrafo y buscamos posibles informaciones útiles. Cuando lo descubramos, señora, esto no disminuirá su dolor, pero al menos sabrá que no habrá muerto sin ser vengado; pero precisamente con respecto a su asesino: ¿cree que la esposa podía conocer la relación entre su marido y usted?
—Así que opina que su esposa lo hizo asesinar. No, creo que no. Sobre todo, porque estoy segura de que no sabía nada, me lo dijo mi Gaspare, precisando que su esposa pensaba solo en su carrera y no le interesaba lo que él hiciera; y añadió que, si hubiera sabido algo de la relación, seguro que no le habría importado nada.
—Entiendo. Me ha contado algo importante. Dejo de molestarla. Gracias, señora, también por el té y las estupendas pastas.