Después de soportar cuarenta y cinco años de un matrimonio que, en el mejor de los casos, era como vadear melaza, Oliver Beacock Robinson acabó por hartarse y asfixió a su mujer con el cojín de pana beige que había quemado accidentalmente con un cigarrillo dos días antes. Oliver había sido, durante la mayor parte de su vida, un hombre templado y había sobrevivido al matrimonio sin sexo -su cocina incolora y sus vacaciones a medias- con un estoicismo que rayaba en la indiferencia. Pero su paciencia había llegado al límite por la constante desaprobación de Gloria de casi todo lo que hacía. Y luego estaba el "tut". El "tut" acompañaba invariablemente al ceño fruncido de Gloria cada vez que Oliver se servía una copa o fumaba un cigarrillo. Ella lo reprendía en voz alta si derramaba la sal.