Aeropuerto Internacional Logan.
Boston, Massachusetts.
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Miré mi reloj una vez más y resoplé con impaciencia. Se había cumplido ya una hora de retraso y el resto de los pasajeros y yo aún no teníamos información de qué demonios pasaba o cuándo podrías empezar a abordar. Mi paciencia estaba empezando a agotarse.
Tamborileaba mis dedos sobre el reposabrazos de las sillas de espera y miré hacia la gran pantalla. El maldito "retrasado" había estado ahí desde hacía más de una hora y nadie nos había dado respuesta por ello.
«Esto es inaceptable», me dije, poniéndome de pie y caminando hacia el mostrador de la aerolínea. Al legar frente a la mujer detrás de este, me aclaré la garganta, pidiéndole al robusto hombre con bermudas y camiseta que ocupaba su turno en la fila, que me diera oportunidad de hablar con la empleada.
—Buenas noches. ¿Podría decirme algo sobre el vuelo a Múnich? —pregunté en inglés. La mujer hizo un gesto impaciente y levantó la cara. Su expresión era desdén puro.
—Está retrasado, señor.
—Señorita… —Traté de respirar y controlar mi mal humor. La apatía de los americanos me hacía querer cortas cabezas—. Llevo una hora y media ahí sentado, esperando por abordar. Sé bien que el vuelo está retrasado. Pero en todo ese tiempo nadie nos ha dado una explicación. Una completa falta de consideración, tomando en cuenta que algunos tenemos un horario bastante ajustado.
La mujer se removió en su asiento y, aunque trató de ocultarlo, vi cómo entornó los ojos al oír mi tono cortante.
—Hay un problema con una de las hélices, señor. El personal del hangar está trabajando para solucionarlo.
«Maldita sea», gruñí mentalmente al comprender que aún me aguardaban un par de horas en aquel condenado país.
—Entonces necesito un cambio de vuelo. —El hombre a mi lado chifló.
—Suerte con eso. Esta perra ni siquiera se digna a mirarnos —dijo entre dientes, sin que la mujer lo escuchara.
—No hay ningún otro vuelo —respondió ella casi en piloto automático, y tal y como había dicho el hombre, sin siquiera voltear a mirarme.
Respiré profundo y traté de mantener la compostura. Era consciente de que perder los estribos no me ayudaría; podía ver en el rostro de la empleada que era una de esas brujas que podría romperte el pasaporte en la cara si le haces enojar, sin importarle una suspensión; así que decidí cambiar de estrategia, porque así como podía reconocer las barreras a las que me enfrentaba, también sabía encontrar la forma de superarlas. En este caso era bastante simple, era mujer, y las mujeres no eran un reto para mí.
Suavicé mi expresión, me apoyé sobre el mostrador y esbocé una ligera sonrisa mientras entrelazaba mis dedos. Me aclaré la garganta. Fue un sonido profundo y ronco… Volteó a verme, por supuesto, y con satisfacción, le vi tragar saliva con dificultad.
«Te tengo».
—Entonces voy a necesitar un poco de su ayuda. Tengo una importante reunión a primera hora de la mañana, y necesito salir de Boston lo antes posible para poder llegar a tiempo. —Mi tono ya era bastante bajo, pero logré suavizarlo un poco—. ¿Crees que pueda ayudarme con eso? Revisar en su computadora, hacer su magia de agente, y sacarme de aquí. Estaré muy agradecido.
La empleada parpadeó un par de veces, sus labios estaban ligeramente entreabiertos y sus pálidas mejillas empezaban a tornarse carmesí.
—Veré qué puedo hacer por usted, señor. Deme un momento.
Le dediqué un guiño amable y sonreí de lado al escuchar al hombre junto a mí resoplar con incredulidad. La mujer no tardó ni un minuto en volverse hacia mí con una sonrisa.
—Hay un vuelo a París que sale a las nueve de la noche, señor Albrecht. Y desde ahí hay un vuelo que sale a Múnich antes del amanecer.
Hice un cálculo mental y comprendí que llegaría a casa pasadas las cinco de la mañana. Tendría al menos dos horas para llegar al apartamento, darme una ducha y estar en la oficina a las siete. No era lo ideal, pero era mejor que quedarme ahí. Estaba a punto de convertirme en socio de la compañía, Braun no volvería a la sede sino hasta noviembre, y no iba a perder esta oportunidad.
—Eso suena estupendo. Muchas gracias. —Hice una pausa y mantuve el contacto visual—. ¿Cree que podría hacer los arreglos necesarios? —Saqué el pasaporte junto con el boleto y se lo acerqué cuando ella asintió, sonrojándose aún más cuando rozó mis dedos sobre el mostrador.
—Por supuesto, señor. Haré los arreglos de inmediato.
Me quedé en silencio, mirando cómo la agente hacía las gestiones con extrema diligencia y me devolvía mis documentos en cuestión de un par de minutos.
—Puerta de embarque seis A.
—Muchas gracias, señorita. Me ha salvado la vida. —Le sonreí y le miré con mayor intensidad; su rostro entonces se volvió de un tono rojizo completo; y, mientras me alejaba del mostrador, pude escuchar al hombre de la fila refunfuñar un "Jodidos europeos" con cierto tono de admiración que me hizo sonreír.
Empecé a atravesar la terminal, dirigiéndome a mi nueva salida. Odiaba salirme de mi itinerario, pero lo valía. Había trabajado muy duro por aquel ascenso. Las negociaciones con America’s Finances habían salido tal y como lo queríamos. Logré derribar las trabas que nos había puesto el cliente, consiguiendo con esto el mayor contrato en los últimos cinco años. El puesto era mío, de eso no había duda.
Sacudí la cabeza sin poder dejar de sonreír; no podía sentirme más satisfecho conmigo mismo. Todo estaba saliendo a pedir de boca, estaba a un día de obtener todo lo que siempre había querido y eso me ponía de buen humor.
"Espero que estés feliz".
Mis pies se detuvieron en seco cuando aquella voz melodiosa, pero cargada de amargura, volvió a mi cabeza después de tanto tiempo.
Miré a mi alrededor buscando el detonante. Siempre había algo: algún objeto que revivía los recuerdos suprimidos y entonces, a mi derecha, visualicé un enorme pendón de alguna agencia de viajes. "¡El mar Caribe te espera!", decía una fuente gigantesca en español que se repetía como en un eco, pero en diferentes idiomas.
Ese había sido el detonante.
Casi siete años atrás, había estado sentado en el sofá un domingo, mirando televisión tranquilamente, mientras Emily miraba alguna revista, recostada entre mis brazos. Había sido un día agradable, pero ella decidió decir quizás lo único que tenía el poder para arruinarlo. El tiempo pasaba, pero el recuerdo nunca perdía vigor.
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—Mira esto. ¿No te parece una hermosura? —había preguntado con entusiasmo. Le di un vistazo a la página que me mostraba: un artículo sobre las playas del Caribe.
—Sí, son playas muy bonitas —respondí sin prestarle demasiada atención.
—Y dicen que no hay ni una pizca de nieve en invierno por allá, ¿no crees que es un sueño?
—Lo es, sí.
—Creo que ese será el destino para nuestra luna de miel. —Pronunció aquello con desentendimiento; había sido obvio que lo dijo sin pensar, pero yo me tensé, y aunque no intenté, no pude dejarlo pasar.
—¿Qué dijiste? —En esa oportunidad sí me volví a mirarla por completo. Ella rio y habló sin mirarme.
—Descuida, cariño. No te estoy presionando ni nada. No digo que tenga que ser en un mes. Solo digo que cuando nos casemos, me gustaría ir al Caribe.
Yo me pasé la lengua por los dientes y respiré profundo. Me exasperaba la capacidad que ella tenía de solo oír lo que quería. Ese tema creí que yo ya lo había dejado claro muchas veces.
—Em, yo te puedo llevar al Caribe las veces que quieras, pero nunca será en una luna de miel. He dicho muchas veces que yo no voy a casarme jamás. Lo sabes.
Ella se incorporó en el sofá y clavó su mirada en mí. Sus ojos, que antes me miraban con dulzura, empezaron a tornarse oscuros.
—Lo sé, pero creí que… —Dejó la frase colgando, pero yo sabía lo que quería decir. Creyó que los sentimientos que surgieron entre nosotros y la relación que habíamos decido iniciar me habían hecho cambiar de parecer.
—Nada ha cambiado, Em. Te amo, y lo haré siempre, pero no voy a casarme contigo ni con nadie.
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En esa ocasión la miré con cierta dureza. Ser sutil no era mi fuerte; jamás me caractericé por serlo. Ese día ella me lo dejó claro usando términos como "idiota despiadado". "Te condenarás a una existencia vacía" y "Espero que estés feliz" fueron otras dos que dolieron bastante, pero, con los años, la que más daño hizo posteriormente fue "Descuida; jamás volveré a pedirte nada".
Ese día se fue de la casa con el corazón roto, y aunque con las semanas me perdonó y logramos mantener una relación civilizada, cumplió su palabra. Jamás volvió a pedirme nada. La culpa me acompañaba desde entonces. De haberlo hecho, de haberme llamado esa noche para pedirme ayuda, quizás aún estuviese viva.
Respiré profundo y dejé que el dolor se esfumara. Había aprendido a aceptar el destino y a vivir con la culpa, pero el dolor punzaba como la primera vez cuando volvía a mí su recuerdo, y justo este regresaba siempre que me encontraba sintiéndome feliz o pleno, siempre que alcanzaba alguna nueva meta, un nuevo sueño… Algo que ella ya jamás tendría.
Sacudí la cabeza y retomé mi camino. Jamás dejaba que esos pensamientos me detuvieran, y en un intento de expiación, o quizás un castigo, yo también seguía manteniendo mi promesa. Seguía amándola. Hacerlo dolía como el infierno, pero la vida debía continuar. Ella ya no estaba, pero yo seguía ahí. Yo estaba vivo, y debía hacer que eso valiera la pena.