Capitulo 17

2382 Words
Massimo La música comienza a sonar, una melodía solemne que llena cada rincón de la iglesia. A mi alrededor, todo parece detenerse. Las conversaciones en susurros se apagan, los movimientos se ralentizan, y la expectación se convierte en una presencia palpable que casi puedo tocar. Una mezcla de ansiedad y algo más, algo más profundo, más oscuro, se apodera de mí mientras espero. Entonces, las puertas se abren. Por un momento, siento que incluso el aire se congela. Cada cabeza se gira hacia el final del pasillo, pero mis ojos ya están ahí, clavados en ella. Savina. Cuando aparece junto a su padre, con ese vestido que parece hecho para ella, cualquier rastro de duda, cualquier temor de que no apareciera, se evapora como humo. No es que hubiera sido una posibilidad real, pero la visión de ella caminando hacia mí hace que todos esos pensamientos se disuelvan en el fondo de mi mente. Ella hace una pausa, apenas un segundo, pero el tiempo parece alargarse. Sus ojos encuentran los míos, y todo lo demás desaparece. El murmullo del público, el eco de la música, incluso la opulencia de la iglesia con sus vitrales bañados en luz. Todo se desvanece, dejando solo este momento, este intercambio silencioso entre nosotros. No puedo evitarlo, me permito una pequeña sonrisa, apenas un movimiento en los labios, al verla avanzar. Nunca, ni en un millón de años, habría pensado que la mujer con la que había fantaseado durante dos años estaría ahora caminando hacia mí, vestida de blanco. Ese vestido, ajustado en la cintura, fluido en la falda, con un corte lateral que mostraba su pierna al caminar, era hermoso. Pero era ella quien lo hacía realmente deslumbrante. Cada paso que da es firme, aunque puedo notar la tensión en sus movimientos. Vito, su padre, camina a su lado con una expresión seria, fría, tan rígida que parece una máscara. Jodido hipócrita. Lo conozco demasiado bien como para dejarme engañar por su gesto de padre protector. Cuando finalmente llegan frente a mí, Savina parece contener el aliento, sus dedos jugando nerviosamente con el ramo de flores. Vito se detiene y, con una mano temblorosa, coloca la de ella sobre la mía. Su mirada es glacial, como si quisiera advertirme algo, pero no me importa. Envuelvo mis dedos firmemente alrededor de los de ella, asegurándome de que sienta la fuerza de mi agarre. No es solo un gesto simbólico; es una promesa silenciosa, aunque no necesariamente una que quiera escuchar. Mis ojos recorren su rostro, buscando algo, cualquier señal de lo que está sintiendo en este momento. Su expresión es neutra, pero sus ojos… esos ojos todavía tienen esa mirada. Esa mezcla de desafío, de miedo contenido y, sobre todo, de resistencia. La misma mirada que ha tenido desde el primer día. Hemos estado viviendo juntos, y a pesar de todo, ella sigue aferrándose a esa chispa. Esa chispa que me reta y que, aunque no lo admitiría en voz alta, me intriga y me irrita al mismo tiempo. Pero no tengo prisa. Pronto, esta mirada empezara a desaparecer. Por ahora, todo lo que importa es que está aquí, junto a mí. Es imposible no notar que está temblando. Lo hace de una forma tan sutil que probablemente nadie más lo perciba, pero yo lo siento. Sus manos, apenas sujetando el ramo, tiemblan, y aunque intenta disimularlo, su mirada la delata. Esa mezcla de miedo e inseguridad que ahora llena sus ojos me golpea con más fuerza de la que esperaba. El cura comienza la ceremonia, su voz solemne resonando en la iglesia. ―Estamos reunidos aquí hoy para presenciar la unión de Savina Caravaggio y Massimo Berlusconi― dice, con el tono ceremonioso de quien ha pronunciado estas palabras miles de veces. Mi mirada se mantiene fija en ella. Ni siquiera puedo fingir que estoy escuchando al sacerdote. Savina está delante de mí, hermosa y vulnerable, y por un momento, el resto del mundo se desvanece. ―Savina― susurro, inclinándome ligeramente hacia ella, ignorando las miradas curiosas de los invitados. Ella levanta la cabeza, y nuestros ojos se encuentran. Es un instante breve, pero intenso, como si el tiempo se congelara solo para nosotros. ―Te ves hermosa― le digo, con una sinceridad que incluso a mí me sorprende. Ella parpadea, y durante un segundo, creo ver algo más allá del miedo en su mirada. No dice nada, pero el leve rubor que se extiende por sus mejillas me lo dice todo. Y lo está. Hermosa no es suficiente para describirla. Ese vestido, ajustado como una segunda piel, la hace parecer algo irreal, como un jodido ángel. Etérea, celestial, inalcanzable. Ella es demasiado. Pero ahora, está aquí, conmigo. La ceremonia continúa, sencilla y sin pretensiones, aunque cada palabra del cura parece pesar toneladas. Mi mente está atrapada en el momento, en la idea de que esto, que parecía imposible, está sucediendo. Cuando el sacerdote nos indica que es momento de intercambiar los anillos, un escalofrío me recorre. Nunca en mi vida pensé que realmente en algún momento, llegaría a este punto. Me giro hacia el padrino, quien me entrega el delgado anillo de oro que debo poner en su dedo. Lo sostengo en mis manos por un segundo, estudiándolo como si el objeto tuviera un significado mayor del que aparenta. Entonces, tomo su mano, cálida pero temblorosa, y lo deslizo lentamente en su dedo. Le queda perfecto. No hay duda de eso. No puedo evitar sonreír brevemente, una sonrisa que es más para mí que para cualquiera de los presentes. Es la confirmación de algo que no sabía que necesitaba hasta ahora. Sus manos tiemblan aún más cuando toma mi anillo. Lo sostiene con cuidado, como si temiera dejarlo caer. Sus movimientos son torpes, nerviosos, pero se las arregla para deslizar la banda de oro en mi dedo. No me mira. Ni siquiera una sola mirada. Es como si temiera lo que podría encontrar en mis ojos, o quizás lo que yo podría encontrar en los suyos. El momento se siente incompleto, casi frágil. Pero aún así, es real. Estábamos casados. El cura pronuncia las palabras finales, y un eco de aplausos y felicitaciones comienza a extenderse desde las bancas. Sin embargo, mi atención no está en los invitados, sino en ella. Miro su perfil, su forma de apartar los ojos de los míos, cómo guarda las manos a los costados como si así pudiera ocultar el temblor que todavía recorre sus dedos. Su fragilidad en este momento contrasta con la fortaleza que sé que tiene. Por un instante, me pregunto qué está pensando, si está luchando contra el miedo o simplemente tratando de convencerse de que todo estará bien. Tomo su mano con firmeza, entrelazando mis dedos con los suyos. Es un gesto que cualquiera podría interpretar como algo natural, pero para mí, es más que eso. Es una afirmación, una promesa silenciosa de que, aunque ella no lo vea aún, esto es solo el comienzo. ― ¡El señor y la señora Berlusconi! ― anuncia el cura con voz solemne. Nos giramos hacia la multitud que se levanta en un estallido de aplausos. La mayoría sonríe, algunos con expresiones sinceras, otros con rostros que no pueden ocultar del todo la curiosidad o el juicio. Sé lo que están pensando. Los rumores y especulaciones sobre esta boda, sobre el cambio repentino de novia, seguramente han sido tema de conversación durante días. Pero no me importaba. Ellos no entienden lo que este momento significa para mí. ―Vamos― murmuro a Savina, inclinándome ligeramente hacia ella―. Cuanto más rápido podamos finalizar las formalidades, más rápido podremos salir de aquí. Ella asiente, pero no me mira realmente. Es un asentimiento automático, una aceptación silenciosa de lo inevitable. Su mano en la mía está fría, tensa, y puedo sentir la barrera invisible que aún mantiene entre nosotros. Mientras caminamos juntos por el pasillo, con la mirada de todos sobre nosotros, la llevo hacia la salida de la iglesia, donde nos esperan para los saludos oficiales y las primeras fotos. A medida que avanzamos, sujeta su ramo con fuerza, como si fuera lo único que la mantiene conectada con la realidad. ― ¿Estás bien? ― le murmuro justo antes de que los primeros invitados comenzaran a amontonarse a nuestro alrededor. ―Sí, por supuesto― responde, pero su tono es tan vacío que es imposible creerle. Subimos a la limusina que nos espera, y por fin estamos solos. Es un alivio momentáneo, aunque el silencio que nos envuelve es espeso, cargado de una tensión que parece aumentar con cada segundo. Ella mira por la ventana, mientras yo fijo mi atención en el espacio entre nosotros, que parece más grande de lo que realmente es. Ninguno de los dos dice nada, y aunque quiero romper el silencio, no encuentro las palabras adecuadas. El trayecto hacia el hotel no es largo, pero se siente interminable. Cuando llegamos, el cambio de escenario es como un golpe. El salón de baile está impecablemente decorado, con rosas en tonos rosados y blancos que llenan el espacio con un aire de elegancia y romanticismo. Los candelabros brillan suavemente, proyectando luces que parecen danzar sobre las mesas cubiertas de manteles inmaculados. No me había involucrado en la organización de la recepción; la organizadora había manejado todo. Sin embargo, debo admitir que el resultado es impecable. Cada detalle parece calculado para dar una impresión de perfección, como si esta noche no pudiera ser otra cosa que un cuento de hadas. Pero yo sé que, bajo esa fachada, hay mucho más. Mantuve mi mano en la espalda baja de Savina mientras caminábamos hacia nuestra mesa principal. Su postura es rígida, su cuerpo parece querer huir, pero mi toque la mantiene anclada. Aplauden cuando entramos, un gesto protocolar más que una muestra genuina de alegría, las miradas, en cambio, son otra cosa. Puedo sentir los ojos de todos sobre nosotros, algunos llenos de curiosidad, otros cargados de envidia o incredulidad. La mayoría de los invitados ya están acomodados en sus lugares, y aunque los aplausos son corteses, nadie dice nada al respecto de nuestra llegada. Pero puedo leerlo en sus caras, los rumores, las habladurías, las especulaciones sobre esta boda han estado corriendo como un reguero de pólvora. El cambio de novia, el escandalo silencioso de haberme casado con la menor de las Caravaggio. No me importaba. No me importaba porque, al final, había conseguido lo que tanto deseaba. Nos sentamos en nuestra mesa, y aunque estamos rodeados por la opulencia de la celebración, mi atención sigue centrada en ella. Savina. Su mirada sigue fija en su plato, su cuerpo mantiene esa distancia invisible, pero sé que, con el tiempo, eso cambiará. Esta noche es solo el principio de todo lo que nos espera juntos. Dos horas después, llegó el momento que todos los presentes esperaban, nuestro primer baile como marido y mujer. Las luces del salón se atenuaron ligeramente, dejando que el brillo cálido de los candelabros iluminara la pista de baile. La expectación en el aire era palpable, los murmullos cesaron, y las miradas de los invitados se clavaron en nosotros, esperando ver la pieza central de esta noche. Con un suspiro interno, me levanté de la mesa, ajustándome el traje mientras extendía una mano hacia Savina. Mis movimientos eran fluidos, calculados. Había hecho esto mil veces en mi cabeza, pero esta vez era diferente. No era solo un acto social; era un momento que marcaría el inicio de algo más grande. Savina levantó la mirada y, tras una breve pausa, tomó mi mano con delicadeza. Su sonrisa, aunque elegante, no lograba ocultar la tensión en sus ojos ni el leve temblor en sus dedos. Cuando la ayudé a ponerse de pie, noté la rigidez en su postura. Con paso firme, la guie hacia la pista de baile. Podía sentir cómo las miradas de la multitud nos seguían, evaluándonos, juzgándonos, como si fueran capaces de leer entre líneas lo que ni siquiera nosotros podíamos expresar abiertamente. La música comenzó, una melodía suave y envolvente que llenó el salón con su cadencia. Tiré de ella con cuidado, acercándola a mí, con una mano en su cintura y la otra tomando la suya. La palma de mi mano descansaba en la parte baja de su espalda, sintiendo el calor de su piel incluso a través del delicado tejido de su vestido. ― ¿Estás bien? ― pregunté en un susurro que solo ella pudo escuchar. Levantó la vista hacia mí, claramente sorprendida por la pregunta. Sus pasos vacilaron por un instante, pero pronto recuperó el ritmo. Su voz fue baja, casi inaudible. ―Sí, lo estoy― respondió, aunque el tono de su voz no era tan seguro como las palabras que había pronunciado. Mientras nos movíamos al ritmo de la música, no pude evitar fijarme en su expresión. Su rostro seguía tenso, sus movimientos demasiado mecánicos, como si estuviera cumpliendo con una obligación en lugar de disfrutar el momento. Pero, al menos ahora, me miraba. Sus ojos buscaban los míos, con vacilación al principio, y luego con algo más parecido a la aceptación. Mi esposa. La palabra resonó en mi cabeza, aún extraña y poderosa. Esta mujer, a la que había deseado durante tanto tiempo, ahora era mía. Savina Caravaggio. Mi esposa. No había vuelta atrás, y ese pensamiento era a la vez estimulante y aterrador. Mientras la giraba suavemente, sentí cómo su cuerpo seguía luchando contra la tensión, aunque sus movimientos empezaban a fluir con más naturalidad. El roce de su mano en la mía era ligero, casi distante, pero su presencia era suficiente para calmar el caos en mi interior. Algunos de los invitados nos miraban con sonrisas cálidas, otros con curiosidad mal disimulada. Sabía lo que pensaban. Sabía que se preguntaban cómo había sucedido esto, cómo había cambiado una Caravaggio por otra en cuestión de semanas. Pero no me importaba. Nadie entendía lo que realmente significaba este momento para mí. El mundo podía especular lo que quisiera. Savina estaba aquí, en mis brazos, como siempre lo había imaginado. La música continuaba envolviéndonos, y aunque había un océano de distancia entre lo que éramos ahora y lo que podríamos ser, este baile era un comienzo. Un pequeño paso hacia algo más.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD