Capitulo 16

2497 Words
Savina Hoy era el gran día. El día que tantas mujeres soñaban desde niñas, ese que debía estar lleno de alegría, nervios y promesas de un futuro brillante. Pero para mí, no se sentía así en lo absoluto. Había pasado toda la noche despierta, dando vueltas en la cama, atrapada en un torbellino de pensamientos que se volvían más pesados con cada hora. Hoy iba a casarme con un hombre al que no conocía realmente. Físicamente, sí. Su rostro, su cuerpo, cada línea y cada gesto, los conocía como si los hubiera memorizado, pero más allá de eso, era un misterio, un enigma que parecía destinado a permanecer cerrado. Y, aun así, aquí estaba, a punto de decir "sí, acepto" frente a un altar que no sentía como mío. Las lágrimas llegaron sin avisar cuando la verdad me golpeó de lleno. Él me lo había robado todo. Nunca hubo una fiesta de compromiso, ni esa emoción compartida de planificar cada detalle con alguien que amaba. No hubo elección de flores, ni degustación de pasteles, ni debates sobre qué canciones se tocarían. No hubo nada. Todo se mantuvo igual, inmutable, excepto por un cambio, la novia. Y podía imaginar perfectamente los murmullos que resonarían hoy entre los invitados. “¿No era Fiorella con quien iba a casarse?” “¿Qué fue lo que hizo para que él dejara a su hermana por ella?” Cada palabra no dicha pesaba sobre mí como una losa. Este día tampoco se sentía como el más feliz de mi vida. Mi hermana me odiaba, y no perdía oportunidad de hacérmelo saber, en los últimos días, mi teléfono había sido una tormenta constante de mensajes llenos de rabia, resentimiento y acusaciones. Sabía que su presencia hoy sería solo un gesto protocolar, una formalidad vacía que no ocultaría el abismo que nos separaba. En el fondo, lo sabía. Estaba sola. No era así como alguna vez me lo había imaginado. Cuando era niña, solía fantasear con mi boda. Una ceremonia bajo el cielo abierto, rodeada de flores y con mi familia sonriendo orgullosa desde las primeras filas. Había imaginado la emoción de caminar hacia alguien que me mirara como si fuera el centro de su universo, alguien que conociera cada rincón de mi alma y aún así decidiera quedarse. Esto no era eso. Logré terminar el vestido, aunque tuvo poco tiempo para confeccionarse. Cuando me vi frente al espejo, supe que había quedado bonito, las líneas eran delicadas, el encaje cuidadosamente bordado, y la silueta me favorecía. Pero aún así, sentía que no era más que una sombra de lo que debía ser. Se veía vacío, al igual que yo. Era como un impostor, un reflejo distorsionado de algo que debería ser brillante y real, pero que ahora parecía hecho de espejismos. ¿Representaba este vestido quién era yo realmente? ¿O simplemente mostraba la versión que me veía obligada a ser? Suspiré, llevando mis manos al tejido suave. Me recordé que tenía que avanzar, que debía vestirme y enfrentar lo que venía, pero en lo profundo de mi corazón, algo dolía. Algo que no podía ignorar. No era este el vestido con el que había soñado. No era esta la boda que había imaginado, y definitivamente, no era esta la vida que había deseado. Un golpe en la puerta me sacó de mis cavilaciones. Mi pecho se apretó al instante, un torrente de esperanza y miedo mezclados en mi interior. ¿Podría ser ella? Por un segundo, imaginé que al otro lado estaría mi madre. Que entraría con una sonrisa tímida, como si fuera un pequeño paso hacia la reconciliación, no deseaba nada más que verla aquí, dejando de lado el enojo y el rencor que había marcado nuestras últimas interacciones, y que me acompañara en este día que cambiaría mi vida para siempre. Pero fue demasiado iluso pensar que sería así. Cuando la puerta se abrió, no era mi madre quien estaba allí. En su lugar, Nicoleta apareció, con su sonrisa cálida y esa mirada que siempre me hacía sentir que todo iba a estar bien, incluso cuando no lo estaba. La tenía a ella. ― ¿Puedo pasar? ― preguntó con un tono suave, casi maternal. Asentí con la cabeza, incapaz de hablar en ese momento. Cerró la puerta tras de sí, y la habitación se sintió un poco menos fría. ― ¿Necesitas ayuda, Savi? ― dijo mientras avanzaba hacia mí. ―Solo me falta ponerme el vestido― murmuré, tratando de que mi voz no temblara. Nicoleta se acercó y me envolvió en un abrazo por detrás, apoyando su barbilla en mi hombro. Ambas miramos al espejo frente a nosotras, reflejando una escena que parecía más íntima de lo que cualquier palabra podía describir. Tenía tantas ganas de llorar. ―Estás preciosa― susurró Nicoleta, sus ojos brillando con ternura mientras me miraba a través del espejo―. Vas a ser la novia más hermosa del mundo. ― ¿Tú crees? ― pregunté, mi voz cargada de inseguridad. ―Estoy completamente segura― respondió con firmeza, su tono lleno de esa convicción que siempre lograba calmarme. Sus manos se deslizaron por mis brazos en un gesto protector y reconfortante―. Nada de esto es tu culpa, Savina. Si ellos no lo pueden ver, que se jodan. Si tu futuro marido no aprecia la increíble mujer que eres, que se joda también. Una risa breve, casi nerviosa, salió de mis labios. Pero antes de que pudiera responder, sentí que mi garganta se apretaba de nuevo. ―Nico... ― susurré, pero ella no me dejó terminar. ―Siempre me tendrás a mí― dijo, mirándome directamente al espejo, su expresión seria y sincera―. Y eso es una promesa. Igual que cuando éramos niñas. No pude evitar girarme hacia ella. La abracé con fuerza, como si ese simple acto pudiera contener todo lo que sentía: la tristeza, la incertidumbre, el miedo, y, sobre todo, la gratitud. Porque, aunque todo a mi alrededor parecía estar cayéndose a pedazos, al menos tenía a Nicoleta. ―Te amo― murmuré, conteniendo las lágrimas que amenazaban con desbordarse. ―Yo también, cariño― respondió mientras me abrazaba con igual intensidad―. Siempre lo haré. Cuando me separé, respiré hondo, intentando recomponerme. Nicoleta me miró con una sonrisa que iluminaba toda la habitación. ―Ahora― dijo, señalando el vestido que colgaba cerca de nosotras―, vamos a ponerte esa obra de arte y hacer que todos se queden boquiabiertos cuando te vean. Con una pequeña risa, asentí. Y aunque sabía que este día estaba lejos de ser perfecto, al menos no lo enfrentaría sola. Me retoqué el maquillaje con manos temblorosas pero decididas. Había optado por algo sutil, una base luminosa, un toque ligero de rubor y sombras suaves en tonos neutros que apenas marcaban la mirada. Sin embargo, el verdadero protagonista serían mis labios, que lucirían un rojo suave, elegante, pero con la intensidad suficiente para hacerme sentir segura de mí misma. Mi cabello, recogido en un moño bajo y delicado, dejaba algunos mechones sueltos alrededor de mi rostro, añadiendo un aire romántico y desenfadado. Lo había decidido así porque quería que la verdadera estrella de la noche fuera el vestido. El vestido de novia que yo misma había confeccionado irradiaba una sofisticación y modernidad que nunca pensé sería capaz de plasmar en algo que viniera de mis propias manos. Al mismo tiempo, había logrado añadirle un toque de sensualidad que hacía que me sintiera poderosa. La parte superior era un corpiño de encaje semitransparente, abrazando mi torso como si hubiera sido diseñado para ello, y lo había sido, claro. El profundo escote en "V" estaba adornado con intrincados bordados florales que parecían dibujar un jardín sobre mi piel. Los tirantes finos descansaban sobre mis hombros, dejando al descubierto tanto mis clavículas como mi espalda, donde el escote bajaba hasta poco más abajo de mi cintura, insinuando sin mostrar demasiado. La falda, confeccionada en una tela satinada y fluida, caía en suaves pliegues hasta el suelo, moviéndose con gracia cada vez que daba un paso. Lo que la hacía especial, además de su elegancia natural, era el pronunciado corte lateral que revelaba mi pierna izquierda, añadiendo un aire atrevido y moderno sin perder la delicadeza del diseño. Cuando terminé de ajustarme el vestido, me giré hacia el espejo, y mi respiración se detuvo por un instante. Era como si me estuviera viendo por primera vez. El reflejo que devolvía el espejo no era el de una novia dudosa o temerosa del futuro, sino el de una mujer fuerte, hermosa y lista para afrontar lo que viniera. Los bordados brillaban ligeramente bajo la luz, y la apertura de la falda creaba un contraste perfecto con la delicadeza del corpiño. Era un equilibrio que solo podía describir como... mágico. ―Estás jodidamente hermosa― murmuró Nicoleta desde detrás de mí. Me giré para mirarla, y vi que tenía una sonrisa genuina, llena de orgullo y cariño. No pude evitar asentir, todavía con los ojos fijos en mi reflejo. ―Es… es más de lo que imaginé. Y estaba tan equivocada. ― ¿Con qué? ― preguntó, inclinando la cabeza con curiosidad mientras se acercaba y me abrazaba por los hombros desde atrás. ―Con todo― dije en voz baja, casi como un susurro―. Pensé que este vestido no era para mí, que se sentía vacío, que no reflejaba nada. Pero ahora… ahora lo veo. Nicoleta me miró a través del espejo y sonrió. ―Déjame decirte algo, este vestido grita Savina por todos lados. Todo en él eres tú, desde los bordados hasta esa maldita apertura en la pierna― bromeó―. Y te garantizo que el idiota que te estará esperando al final del pasillo se quedará babeando por ti. La carcajada que escapó de mis labios fue pura, espontánea y genuina. No recordaba la última vez que me había reído así, y probablemente era la primera vez en días que sentía algo de verdadera alegría. En ese momento no me importaron las dudas, los rumores, ni las miradas que seguramente me juzgarían durante la ceremonia. En ese momento solo existía la certeza de que me sentía hermosa, segura y, sobre todo, acompañada. ―Gracias, Nicoleta― susurré, mientras me giraba para abrazarla―. Gracias por estar aquí. ―Siempre, Savi. Siempre me tendrás― respondió, apretándome con fuerza antes de soltarme y sonreír de nuevo―. Pero ahora, basta de lágrimas. Vamos a ponerte esos tacones y a prepararte para deslumbrar al mundo. Me coloqué los zapatos con una renovada sensación de confianza. Por primera vez en semanas, no sentía el peso de las dudas oprimiendo mi pecho. Quizás el día no fuera perfecto, pero eso ya no me importaba. Lo que importaba era lo que veía en el espejo: a mí misma, lista para enfrentarlo todo. Dejamos la mansión unos diez minutos después de lo planeado, mi vestido fluyendo como un río de seda mientras subía cuidadosamente a la imponente limusina que Massimo había dispuesto para mí. El interior del vehículo era amplio y lujoso, con asientos de cuero blanco y suaves luces doradas que me hacían sentir como la protagonista de una película de ensueño. Nicoleta, a mi lado, no paraba de ajustar los últimos detalles: el dobladillo del vestido, el velo perfectamente colocado, y, por supuesto, de recordarme que respirara. ―Relájate, Savi. Vas a estar perfecta― dijo con una sonrisa tranquilizadora mientras la limusina arrancaba suavemente. No contesté. Mi mente estaba demasiado ocupada repasando cada paso que me esperaba en la iglesia. No hay vuelta tras. Me dije para mi misma, mientras miraba el reflejo de mi rostro ligeramente tenso en una de las ventanas del auto. Afuera, la ciudad se deslizaba como un sueño borroso, y con cada minuto que pasaba, mi corazón latía más fuerte. Cuando llegamos, con casi veinte minutos de retraso, el frente de la iglesia era un espectáculo. La majestuosa construcción, con su fachada de piedra y sus imponentes vitrales, brillaba bajo la luz del sol del atardecer. A pesar del retraso, los invitados seguían allí, conversando y mirándose unos a otros con esa mezcla de emoción y curiosidad que acompaña a cada boda. Nicoleta, siempre atenta, salió del auto primero para ayudarme a bajar. Sujeté mi vestido con cuidado mientras apoyaba una mano en la suya, mis piernas temblando ligeramente, no por el diseño atrevido de la falda, sino por el peso de todo lo que este momento significaba. Cuando mi padre me vio por completo, su expresión cambió. Durante un instante, no pudo ocultar el asombro. Estaba esperándome en la entrada, de pie junto a las enormes puertas de roble tallado. No había querido acompañarme en la limusina, pero, pondría su mejor sonrisa y me entregaría a mi futuro marido, en un gesto que había entendido como una forma de mantener las apariencias y evitar que las habladurías fueran aún mayores. Sin embargo, cuando me acerqué a él, noté cómo algo cálido cruzaba su mirada: sorpresa, orgullo, tal vez incluso un destello de nostalgia. No lo sé, quizás lo había imaginado porque en el fondo era lo que deseaba. ―Estás hermosa, Savina― dijo simplemente, su voz cargada de una emoción contenida que pocas veces le había oído mostrar. ―Gracias, papá― contesté, con una sonrisa ligera mientras tomaba su brazo. Sentí la fuerza y firmeza de su postura, una seguridad que intenté absorber para calmar mis propios nervios. ―Vamos, que ya estás demorada― agregó, con su tono habitual, que mezclaba pragmatismo y leve impaciencia. Las enormes puertas de roble se abrieron frente a nosotros con un leve crujido que parecía llenar el aire. Mi corazón comenzó a latir con fuerza contra mi pecho, como si quisiera saltar fuera de mi cuerpo. Apenas sonaron los primeros acordes de la música, una suave melodía que llenó cada rincón del lugar, supe que no había marcha atrás. Todo lo que había imaginado, todas las dudas, las esperanzas y los miedos se materializaban en ese momento. La iglesia, decorada con un gusto exquisito, estaba llena de flores blancas y velas que lanzaban un cálido resplandor sobre los rostros de los invitados. Miradas curiosas se giraron hacia mí al instante, algunas con sonrisas sinceras, otras cargadas de escrutinio. No me importaba. Todo lo que podía sentir era la mezcla de nervios y determinación que se arremolinaban dentro de mí. Con cada paso que daba junto a mi padre, sentía cómo mi respiración se volvía más pesada. Mi vestido se movía suavemente, como si compartiera mi incertidumbre y, al mismo tiempo, mi firmeza. Desde el fondo del pasillo, vi una figura que me esperaba. Aunque estaba lejos, aunque sus rasgos eran apenas distinguibles desde la distancia, supe que era él. Y en ese instante, todas las dudas se disiparon, porque esto no tenía retorno. Este era el momento. Finalmente sucedería.
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