Savina
Daba vueltas en la sala de mi apartamento, con pasos rápidos y erráticos, como si el movimiento pudiera disipar la tormenta que rugía dentro de mí. Hacía una semana que vivía en un estado de ansiedad constante, con las noches llenas de insomnio y los días saturados de pensamientos repetitivos.
A pesar de mi agotamiento, el sueño se negaba a llegar y todo este malestar tenía un nombre y apellido.
Massimo Berlusconi.
El hombre que durante dos años había sido mi fantasía más ardiente, mi secreto más inconfesable, ahora se había transformado en mi pesadilla más despiadada. Una de la que no podía despertar, sin importar cuánto lo intentara.
¿Cómo se había atrevido a romper el compromiso con Fiorella?
Mi hermana.
Y, peor aún, ¿cómo se había atrevido a ponerme a mí en su lugar?
Mi pecho se encogía con cada pensamiento, y la rabia me quemaba por dentro como una hoguera incontrolable, lo odiaba. Lo odiaba por su arrogancia, por su falta de escrúpulos, por la forma en que parecía manipular el mundo a su antojo... Y, sobre todo, lo odiaba por lo que me hacía sentir.
Me detuve frente al ventanal que daba a la ciudad, apoyando las palmas de las manos contra el vidrio frío mientras intentaba regular mi respiración. Las luces de Filadelfia brillaban con la misma intensidad que mis pensamientos descontrolados.
― ¿Cómo se atreve? ― murmuré en voz alta, mi voz apenas un susurro.
El eco de mis palabras resonó en la habitación vacía, acentuando la soledad que sentía. Las palabras de Fiorella seguían retumbando en mi cabeza como un martilleo constante.
"No sé qué hiciste para enredarlo, pero no me quedaré de brazos cruzados."
"¿De verdad crees que puedes reemplazarme?"
"Eres igual de egoísta que cuando eras niña, siempre queriendo lo que no te pertenece."
Había leído y releído sus mensajes tantas veces que ya me los sabía de memoria, y cada vez que pensaba en ellos, un nudo se formaba en mi garganta. No podía evitar sentir que, de alguna manera, ella tenía razón. ¿Qué demonios estaba haciendo Massimo?
Porque eso era lo que más me dolía, no solo sentirme como un reemplazo, sino como un maldito capricho.
Apreté los puños con fuerza, mis uñas clavándose en las palmas de mis manos.
Era humillante, él había tomado esa decisión como si yo no tuviera voz ni voto, como si mi vida estuviera para acomodarse a sus deseos.
Me odiaba por el calor que todavía recorría mi cuerpo al recordarlo, por la forma en que mi piel se erizaba solo con pensar en su mirada intensa. No era justo que alguien pudiera provocar tanto odio y deseo al mismo tiempo.
Giré sobre mis talones, incapaz de quedarme quieta. Tomé un cojín del sofá y lo lancé con fuerza contra la pared.
― ¡Te odio! ― grité, aunque sabía que no era del todo cierto.
Lo peor de todo era que, a pesar de todo el caos que había traído a mi vida, de todas las noches de insomnio y de las heridas que su decisión estaba dejando en mi relación con Fiorella, una parte de mí seguía deseándolo, seguía pensándolo.
Y eso era lo que más me aterrorizaba.
Me dejé caer en el sofá, ocultando el rostro entre las manos, las lágrimas amenazaban con salir, pero me negué a dejarlas caer. No iba a darle ese poder.
No ahora, y no nunca.
El problema era que Massimo Berlusconi no se conformaba con ser una fantasía o un sueño imposible. Ahora estaba aquí, invadiendo cada rincón de mi vida y reclamando un lugar que yo no estaba segura de querer darle.
Pero, ¿y si en el fondo ya era suyo?
Me desperté en el sofá, con el cuello rígido y los músculos tensos por la incómoda posición en la que me había quedado dormida la noche anterior. Las luces de la ciudad todavía se filtraban a través de las cortinas, y por un momento, me sentí desorientada, atrapada entre el agotamiento y la realidad que me golpeaba sin piedad.
Mi teléfono vibró sobre la mesita de café, rompiendo el silencio. Lo tomé con pesadez, mi corazón ya acelerado porque sabía exactamente de quién sería.
Fiorella.
Abrí el mensaje, y no pude evitar un suspiro al leer las palabras, directas y llenas de veneno.
"Te odio y voy a destruirte."
Eran ya casi habituales sus mensajes, y aunque intentaba convencerme de que no me afectaban, no podía evitar sentir una punzada de dolor cada vez que aparecían. Por mucho que había tratado de explicarle que yo no tenía nada que ver en esta decisión, ella no quería escuchar. Para Fiorella, yo era la traidora.
Tal vez lo merecía.
Dejé el teléfono de vuelta sobre la mesa con más fuerza de la necesaria, deseando poder borrar el mensaje de mi memoria junto con toda esta situación. Fue entonces cuando el timbre de la puerta sonó, interrumpiendo mi ensimismamiento.
Me levanté con pesadez, como si cada paso me costara el doble de esfuerzo, y abrí la puerta sin siquiera mirar por la mirilla.
Un cuerpo cálido y familiar se abalanzó sobre mí con fuerza.
― ¡Mira quién ha vuelto a la ciudad! ― gritó Nicoleta mientras me envolvía en un abrazo.
No pude evitar reírme entre dientes, aunque el cansancio aún pesaba en mi pecho. La estreché con fuerza, disfrutando de la calidez de su presencia. Había extrañado a mi mejor amiga más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Se separó de mí y su expresión cambió de inmediato. Frunció el ceño, sus ojos recorriéndome como si intentara descifrar qué estaba mal.
― ¿Qué pasó, savi? ― preguntó con tono preocupado―. Tienes una cara terrible.
―Ha pasado de todo― respondí con un suspiro, cerrando la puerta detrás de ella. No tenía fuerzas para resumir el desastre que era mi vida―. ¿Café?
—Demonios, sí.
Mientras preparaba las tazas, sentí su mirada clavada en mi espalda, como si pudiera leer todos los pensamientos que intentaba esconder. Cuando me senté frente a ella en el sofá, el café humeando en mis manos, Nicoleta ya estaba lista para disparar, asique brevemente le conté todo lo que había pasado desde que regrese y descubrí que Massimo no solo era el prometido de mi hermana sino el hombre que había conocido dos años atrás.
―Entonces no es broma― dijo, con los ojos abiertos como platos―. Canceló el compromiso con Fiorella... y se comprometió contigo.
Asentí, sintiéndome demasiado agotada para explicar más.
―El mismo hombre con el que estuviste hace dos años― añadió, como si necesitara confirmar lo absurdo de la situación.
―Sí― mi voz salió más débil de lo que pretendía.
Nicoleta negó con la cabeza, incrédula.
―Joder, Savina. ¿Cuántas posibilidades hay de que algo así pase?
―Una. Y me pasó a mí.
Tomó un sorbo de café y luego me miró fijamente, como si intentara descifrar mi siguiente movimiento.
― ¿Y ahora qué piensas hacer?
Suspiré, abrazando mis rodillas mientras miraba hacia el ventanal.
―No lo sé. No es como si tuviera muchas opciones, ¿no? ― dije, sintiendo el peso de cada palabra. Levanté la vista hacia ella―. Massimo no es el hombre de hace dos años, nico. No lo conozco, pero lo poco que me dejó ver es suficiente para saber que no es alguien con quien se pueda jugar.
Nicoleta dejó la taza en la mesa con un golpe suave y negó con la cabeza, cruzando las piernas.
―Dios― hizo una pausa antes de mirarme directamente a los ojos―. ¿Y si te vas?
― ¿Irme? ¿A dónde?
―No lo sé, a cualquier lugar― respondió con vehemencia―. Puedes desaparecer, empezar de nuevo lejos de aquí. Si no quieres acceder a esta locura, no tienes que hacerlo. No sabes qué pasará una vez que te cases con ese hombre, si es tan aterrador como dices...
―Nicoleta, ¿de verdad crees que podría hacerlo? ― pregunté con amargura―. Mi padre no me dejaría salirme con la mía. Si intento huir, no solo me encontrarían, sino que las consecuencias serían aún peores.
―Nadie tiene que saberlo, Savina― se inclinó hacia mí, como si su intensidad pudiera convencerme―. Elige un lugar bien lejos de aquí. No uses tus tarjetas, ni nada que puedan rastrear. Deja que ellos se arreglen solos, tú no tienes que cargar con esto si no quieres.
Sus palabras eran tentadoras, casi demasiado. Pero la realidad era más fuerte que cualquier fantasía de escape.
―No sé si es tan fácil, nico.
―Bueno, si decides hacerlo, sabes que cuentas conmigo para lo que sea― dijo finalmente, abrazándome con fuerza―. Siempre estaré de tu lado, pase lo que pase.
Me quedé en silencio, aferrándome a ella como si fuera mi única ancla en medio de este caos. Porque, aunque quisiera creer que había una salida fácil, sabía que nada era tan simple.
Y con Massimo en mi vida, lo sería aún menos.
Nicoleta se fue después de almorzar, diciendo que necesitaba instalarse en su apartamento y deshacer sus maletas. Yo aproveché el momento de soledad para ducharme y tratar de centrarme en algo práctico, tenía unos bocetos pendientes que debía entregar mañana temprano, así que me obligué a sentarme en el escritorio y concentrarme.
Tomé la carpeta, pero en cuanto la abrí, los dibujos de los vestidos que había diseñado para Fiorella se deslizaron al suelo, esparciéndose a mi alrededor como un recordatorio cruel. Me agaché para recogerlos, pero al verlos, una punzada atravesó mi pecho.
Ese vestido, el que había imaginado verla usar en su gran día... Ahora sería para mí.
El pensamiento me golpeó con la fuerza de un tren, y el aire pareció desaparecer de mis pulmones. Era como si unas manos invisibles se cerraran alrededor de mi garganta, robándome el aliento, mis manos temblaban, mi cuerpo entero comenzó a sacudirse mientras intentaba contener la oleada de pánico que me consumía.
Me dejé caer al suelo, abrazando mis rodillas, intentando calmarme, pero las palabras de Nicoleta resonaban con fuerza en mi mente.
"¿Y si te vas?"
Cerré los ojos con fuerza, intentando ignorarlas, pero no podía. Era una locura, una idea completamente descabellada con un noventa por ciento de posibilidades de fracasar. Pero al mismo tiempo, quedarse parecía peor.
El odio de mi hermana, las miradas frías de mis padres, y, sobre todo, él.
No podía más.
Me puse de pie de un salto, con el corazón desbocado y la adrenalina impulsándome. Entré a mi habitación y tomé una maleta pequeña, metiendo lo esencial, ropa, artículos personales, lo primero que mis manos encontraran, luego busqué mi pasaporte y todos los billetes en efectivo que había logrado ahorrar.
No era mucho, pero tendría que bastar.
De camino al aeropuerto, planeaba parar en un cajero automático y vaciar mi cuenta. Sabía que con eso apenas alcanzaría para empezar de nuevo, pero era un riesgo que estaba dispuesta a correr.
Salí de mi apartamento, cerrando la puerta sin mirar atrás. Mi respiración era un caos, y las llaves del auto temblaban en mis manos mientras me subía y arrancaba.
Conducía rápido, demasiado rápido, pero no podía detenerme. No debía. Si tenía suerte, para cuando alguien notara mi ausencia, ya estaría lejos.
Cuando llegué al aeropuerto, sentí que el corazón se me salía del pecho. Caminé directamente hacia las pantallas de vuelos, buscando un destino, cualquier lugar que estuviera lo suficientemente lejos.
Georgia.
Ni siquiera sabía mucho sobre el lugar, pero sonaba como un lugar seguro. Algo remoto, algo imposible de rastrear.
Me acerqué a la ventanilla y comencé a registrar mis datos para comprar el boleto. Mis manos todavía temblaban mientras buscaba en mi bolso los documentos y el dinero. Por un segundo, creí que podría lograrlo, que de verdad podría escapar.
Pero entonces, todo cambió.
La recepcionista, una joven de mirada amable, dejó de teclear. Su rostro se transformó, pasando de la cortesía profesional a un pálido terror, sus ojos se clavaron en algo detrás de mí, y su cuerpo pareció encogerse instintivamente.
El aire a mi alrededor se volvió pesado, sofocante, como si toda la sala se hubiera detenido en el tiempo.
No necesitaba girarme para saber lo que había sucedido.
Sabía quién era.
Lo sentí en el escalofrío que me recorrió la espalda, en la forma en que mi corazón pareció detenerse y luego reanudar su marcha a un ritmo frenético.
Esa voz, baja pero cargada de un poder que hacía que cada palabra resonara como un golpe, llegó a mis oídos, haciendo que mi piel se erizara.
― ¿A dónde crees que vas, conejita?
Su tono era suave, casi calmado, pero no había nada reconfortante en él. Era como un trueno a punto de estallar, una amenaza disfrazada de dulzura.
Tragué saliva y cerré los ojos por un segundo, sintiendo cómo todo mi plan se desmoronaba en cuestión de segundos. Mis piernas querían moverse, correr, pero era como si estuvieran enraizadas al suelo.
No podía huir.
No de él.
Con un movimiento lento, giré la cabeza, sabiendo que lo encontraría allí, imponente, como el depredador que era. Y cuando mis ojos finalmente lo encontraron, su mirada lo decía todo.
Nunca debí haber intentado escapar.