Capitulo 10

2124 Words
Savina Mi cabeza era un lío, un desastre del que no lograba salir. Los pensamientos se acumulaban, chocaban entre sí, y me asfixiaban. No había encontrado respiro desde aquella noche, hace cuatro días, cuando Massimo estuvo en mi apartamento. Cuando me tocó y... Dios. ¿Por qué lo había dejado llegar tan lejos? ¿Por qué no lo había detenido? Cada vez que cerraba los ojos, revivía sus manos deslizándose por mi piel, la forma en que me miraba como si no existiera nada más. Sentía el calor de su cuerpo, la urgencia en sus movimientos. Mi propia traición al desearlo tanto. Y luego, la vergüenza que me golpeó cuando todo terminó. Ahora me sentía como la peor persona del mundo. Mi hermana estaba en medio de todo esto, y aunque nuestra relación era complicada y tensa, seguía siendo mi hermana. Fiorella, era la única hermana que tenía. ¿Cómo había podido permitirme algo tan bajo? Había dejado que el prometido de mi hermana, el hombre que ella decía amar, el hombre con quien se iba a casar en menos de un mes, me diera un orgasmo del que me tomó horas recuperarme. ¿En qué clase de persona me convertía eso? No había respuesta que me diera consuelo. Solo un vacío en el pecho que intentaba ignorar a toda costa, así que me obligué a trabajar, a concentrarme, aunque cada boceto que trazaba me hacía sentir peor. Como si con cada línea estuviera recordándome lo que había hecho, lo que no podía deshacer. Pasé toda la noche dibujando. Un diseño tras otro, buscando desesperadamente perderme en la tela y las formas, convencerme de que nada de esto estaba bien, de que Massimo estaba fuera de los límites para mí. Él debía ser solo mi cuñado, el futuro esposo de mi hermana, alguien que nunca debería haberme tocado. Pero sus palabras seguían resonando en mi mente. “Tú, Savina, me perteneces, no olvides eso”. Su voz baja, cargada de algo que no podía interpretar, algo que no debería haber creído. Finalmente, en algún momento, Fiorella aprobó un diseño. No sabía si lo había hecho porque realmente le gustaba o porque ya se había rendido conmigo y mis mediocres creaciones. "Este será el vestido", me dijo con esa voz firme, casi impenetrable, que siempre me hacía sentir como si fuera inferior a ella. Pasé los dos últimos días trabajando sin descanso para confeccionarlo. Cada puntada me recordaba que esta boda debía ocurrir, que no había lugar para lo que había pasado entre Massimo y yo. Ahora, a una hora de la primera prueba del vestido, mi estómago se retorcía. No solo porque todo tenía que ser perfecto, sino porque la culpa con la que estaba cargando no me estaba dejando dormir. ¿Podría mirarla a los ojos sin recordar el modo en que me hizo sentir? ¿Sin desmoronarme? Inhalé profundamente, pasando mis dedos por el encaje delicado que caía sobre la mesa de trabajo. El vestido era perfecto, etéreo. Fiorella estaría radiante. Esa idea debía ser suficiente para mantenerme firme. Pero al otro lado de mi mente, donde ni siquiera el trabajo lograba acallar los pensamientos, solo podía preguntarme si Massimo también estaría pensando en esa noche. Si él también estaba tan atrapado como yo. Con un suspiro, me obligué a volver al presente. La boda estaba cerca, y yo debía ser la hermana que Fiorella necesitaba, no la mujer que se había convertido en su traidora. Respiré hondo, guardé todo lo que necesitaba y salí hacia la mansión. El camino transcurrió entre el nudo en mi estómago y las preguntas que me golpeaban sin cesar. ¿Por qué me sentía tan inquieta? Tal vez era la culpa acumulada, o el hecho de que, en unas semanas, todo esto se convertiría en un desastre monumental si no lo controlaba. Cuando llegué, me sorprendió no encontrar a mis padres ni a Fiorella en el comedor, como era habitual. Una empleada me informó que estaban en una reunión, pero no ofreció más detalles. Subí a la sala de descanso, donde habíamos acordado hacer la prueba del vestido, y empecé a preparar todo. Colgué el vestido en el maniquí, ajusté los detalles finales y coloqué el espejo en el ángulo adecuado. Miré la hora, las diez en punto. Fiorella debía llegar en cualquier momento. El silencio me puso nerviosa. Pasaron quince minutos, luego veinte. Había terminado de repasar cada detalle del vestido, pero no había señales de mi hermana. Justo cuando decidí ir a buscarla, la puerta se abrió de golpe. Fiorella entró como un vendaval, sus pasos eran rápidos y sus ojos, rojos e hinchados, parecían los de alguien fuera de sí, su mirada desbordaba furia, y por un instante, dudé si esa era realmente mi hermana o una extraña. ―Fiorella, ¿qué…? ― mi voz se apagó cuando, sin previo aviso, su mano se alzó y aterrizó con fuerza contra mi mejilla. El ardor fue inmediato, como si mi piel hubiese estallado en llamas. Me llevé la mano a la cara, tambaleándome por la intensidad del golpe, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. ― ¡Siempre supe que eras una mosquita muerta! ― me gritó, con la voz rota por la rabia―. ¡Pero no pensé que fueras una perra malagradecida! ¡Te odio! ― ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loca? ― logré decir, aún aturdida, mi mejilla latiendo al ritmo de mi corazón desbocado. ― ¡Nunca debiste meterte conmigo, Savina! ― escupió las palabras como si fueran veneno―. Porque ahora voy a destruirte, hasta que no quede nada de ti. ¡Nada! Me quedé helada. Mi mente trabajaba frenéticamente, buscando una explicación, pero no lograba entender qué había provocado semejante reacción. ¿Acaso ella sabía...? No, era imposible. La única forma de que supiera lo que había pasado entre Massimo y yo era que él se lo hubiera dicho. Y por más que dudara de muchas cosas, no creía que fuera tan idiota como para confesarlo. Antes de que pudiera responder, la figura de mi padre apareció en la puerta. Su expresión era severa, dura como nunca antes la había visto. ―Savina, sígueme a mi estudio― ordenó con voz fría. ― ¿Papá? ¿Qué sucede? ― pregunté, tratando de no dejarme dominar por el pánico mientras daba un paso hacia él. Un grito de Fiorella hizo que me detuviera. Me giré justo a tiempo para verla arrancar el vestido del maniquí, desgarrando el delicado encaje con movimientos desesperados. ― ¡Ojalá te mueras! ― gritó con un odio que me heló la sangre, mientras los restos del vestido caían al suelo como un cadáver. Mis labios temblaron, pero no salió palabra alguna. Mi padre me tomó del brazo y me sacó de la habitación, sin mirarme ni dirigirme una sola palabra. Caminamos en silencio por el pasillo, y cada paso que daba parecía más pesado que el anterior. Sentía como si algo terrible estuviera a punto de suceder, algo que cambiaría todo. Cuando llegamos al estudio, mi padre abrió la puerta y me indicó que entrara. Di un paso dentro y me detuve de golpe, sintiendo que el aire abandonaba mis pulmones. Allí estaba él. Massimo. Sentado en el sofá, relajado como si el caos de arriba no tuviera nada que ver con él. Su postura era arrogante, su rostro una máscara de control absoluto. Pero sus ojos... sus ojos estaban fijos en mí, y detrás de esa mirada había algo que me dejó anclada al suelo. No era culpa ni arrepentimiento lo que vi. Era desafío. Y, de repente, lo supe. Fiorella lo sabía todo. ―Entra― ordenó mi padre con una voz tensa, dándome un leve empujón que me obligó a cruzar el umbral. La puerta se cerró detrás de mí con un clic que resonó como una sentencia. Massimo se puso de pie, esperando en el centro de la habitación con una calma calculada, cuando nuestros ojos se encontraron, el mundo pareció detenerse. Sus pasos eran lentos, deliberados, y el aire en la habitación se hizo más denso con cada centímetro que acortaba entre nosotros. Se detuvo a solo unos centímetros, invadiendo mi espacio personal con una descarada seguridad. Antes de que pudiera retroceder, tomó mi mano entre la suya, su tacto caliente y firme, y la llevó a sus labios. Su beso en el dorso fue lento, provocador, y su cercanía hizo que mi respiración se descontrolara. ―Hola, conejita― murmuró, su voz baja y cargada de promesas peligrosas. El escalofrío que recorrió mi cuerpo fue inmediato, y lo odié. Odié el poder que tenía sobre mí, cómo con una sola palabra podía sacudir mi mundo. Se apartó con la misma calma con la que había llegado, dejándome atrapada en un torbellino de emociones, para luego regresar al sofá con una arrogancia que parecía reclamar la sala como suya. Mi padre, que hasta entonces había permanecido rígido junto a su escritorio, se levantó de su silla y ocupó un lugar frente a Massimo, como si estuviera ante un jefe y no un hombre mucho más joven que él. Yo, en cambio, me quedé de pie, sintiéndome pequeña y fuera de lugar en medio de esa escena que no lograba comprender del todo. ―Siéntate, Savina― ordenó mi padre con un tono que no admitía réplica. Obedecí. Mis pasos temblorosos me llevaron al sillón junto a él, pero mantuve la mirada fija en el suelo. Mi mente trabajaba a toda velocidad, tratando de encontrar alguna explicación para lo que estaba sucediendo. Cuando mi padre finalmente habló, su voz fue fría, carente de emoción, y cada palabra cayó como un martillo sobre mi pecho. ―El compromiso de tu hermana se canceló. El shock fue inmediato. Mi rostro se giró hacia él con brusquedad, mis labios entreabiertos en una pregunta que apenas lograba formar. ― ¿Qué? ¿Cómo? ― balbuceé, mirando entre mi padre y Massimo como si uno de los dos fuera a darme una respuesta coherente―. ¿Por qué? ¿Ya no habrá boda? ―Boda habrá― intervino Massimo, su tono casi burlón. Se reclinó en el sofá, delineando su labio inferior con el dedo índice mientras sus ojos me estudiaban con intensidad―. Lo único que cambia es la novia. Mis labios se movieron sin que salieran palabras. ― ¿Qué...? ¿Entonces quién...? La sonrisa peligrosa de Massimo se ensanchó, y su mirada se clavó en mí con una intensidad que hizo que mi garganta se secara. ―Serás tú, conejita― dijo con una voz tan tranquila que dolía. Cada palabra estaba cargada de una autoridad que no admitía discusión―. Te quiero a ti como mi esposa. El aire pareció desaparecer de la habitación. ― ¿Qué? ― susurré, aunque mi voz apenas era un eco entre nosotros―. No… no, esto tiene que ser un error. Mi padre, que hasta ese momento no había mostrado emoción alguna, suspiró con una mezcla de cansancio y desaprobación. ―Savina, no tienes opción. Este es un acuerdo entre familias, y tu matrimonio con Massimo es ahora un hecho, así como lo sería el de tu hermana. Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies. Busqué en el rostro de mi padre algún rastro de humanidad, algún indicio de que esto no era real, pero solo encontré dureza. ―Pero… Fiorella… ― mi voz se rompió al pronunciar su nombre―. Ella lo ama. ―Fiorella entiende la importancia de esto― mintió mi padre con descaro, mientras Massimo dejaba escapar una breve carcajada, baja y sardónica. ―No es cierto― dijo Massimo, cruzando una pierna sobre la otra con la despreocupación de quien tiene todo bajo control―. A tu hermana no le gusta perder, eso es todo. Pero este no es un juego que ella pueda ganar. Sus palabras me golpearon como una bofetada, y la ira comenzó a burbujear en mi pecho. ― ¿Qué demonios estás haciendo, Massimo? ― logré decir, mi voz temblando entre el miedo y la indignación―. ¿Por qué me haces esto? Él se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas, y me miró con una sonrisa que era pura amenaza. ―Porque puedo, Savina― murmuró, su voz cargada de una seguridad aterradora―. Y porque quiero que seas mía, sin importar lo que cueste. En ese momento lo entendí. No era solo un acuerdo entre familias, ni un capricho pasajero. Massimo estaba jugando un juego peligroso, y yo era su apuesta más preciada. Y lo peor de todo era que sabía que ya estaba perdiendo.
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