CAPÍTULO DOS
Gwendolyn estaba sola en el parapeto superior de La Torre del Refugio, vestida con las túnicas negras que las monjas le habían dado y se sentía como si hubiera estado allí desde siempre. La habían recibido en silencio, solo por una monja, su guía, que habló solo una vez para instruirla sobre las reglas de este lugar: no se podía hablar, no había que interactuar con ninguna de los demás. Cada mujer de aquí vivía en su propio universo independiente. Ninguna mujer quería que la molestaran. Esta era una torre de refugio, un lugar para aquellos que buscaban la sanación. Aquí Gwendolyn estaría a salvo de todos los daños del mundo. Pero también sola. Absolutamente sola.
Gwendolyn lo entendía perfectamente. Ella también quería que la dejaran en paz.
Ahora ella estaba allí parada, en la cima de la torre, contemplando la amplia vista de las copas de los árboles del Bosque del Sur del Anillo y se sentía más sola que nunca. Sabía que debía ser fuerte, que era una luchadora. La hija de un rey, y esposa -o casi esposa- de un gran guerrero.
Pero Gwendolyn tuvo que admitir que, por mucho que deseara ser fuerte, su corazón y su espíritu aún estaban heridos. Extrañaba mucho a Thor y temía que nunca regresaría por ella. Y aunque lo hiciera, una vez que él supiera lo que le había sucedido, temía que nunca querría volver a estar con ella.
Gwen también se sentía vacía al saber que Silesia había sido destruida, que Andrónico había ganado y que todos sus seres queridos habían sido capturados o asesinados. Ahora Andrónico estaba por todas partes. Él ocupaba totalmente el Anillo y no había ningún otro lugar a donde ir. Gwen se sentía desesperada, agotada; demasiado agotada para alguien de su edad. Lo peor de todo es que sentía que había decepcionado a todos; sentía como si ya hubiese vivido demasiadas vidas y ya no quería ver más.
Gwendolyn dio un paso hacia adelante, hasta la cornisa, a la orilla del parapeto, más allá de donde se suponía que uno podía pararse. Levantó los brazos lentamente y extendió las manos hacia los lados. Sintió una ráfaga de viento, los gélidos vientos del invierno. La hicieron perder el equilibrio y se tambaleó en el borde del precipicio. Miró hacia abajo y vio la pronunciada pendiente hacia abajo.
Gwendolyn miró al cielo, y pensó en Argon. Se preguntaba dónde estaba, atrapado en su propio universo, cumpliendo su castigo, por su culpa. Daría cualquier cosa para verlo ahora, escuchar su sabiduría por última vez. Tal vez eso la salvaría, haría que diera la vuelta.
Pero ya no estaba. Él también había pagado un precio y no podía regresar.
Gwen cerró los ojos y pensó una última vez en Thor. Si él estuviera aquí, todo podría cambiar. Si le quedara aunque solo fuera una persona viva que realmente la amara, tal vez eso le daría un motivo para seguir viviendo. Ella miró al horizonte, esperando ver a Thor más allá de la razón. Mientras miraba las nubes pasando rápidamente, creyó escuchar débilmente, en algún lugar en el horizonte, el rugido de un dragón. Era tan distante y tan flojo que haberlo imaginado. Solamente era su mente, que le estaba jugando una mala pasada. Ella sabía que ningún dragón podría estar aquí, dentro del Anillo. Igual que también sabía que Thor estaba lejos, perdido para siempre en el Imperio, en algún lugar del que nunca regresaría.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Gwen mientras pensaba en él, en la vida que podrían haber tenido. De lo cerca que habían estado. Ella imaginaba la mirada en su cara, el sonido de su voz, su risa. Ella había estado muy segura de que serían inseparables, de que nada los separaría nunca.
—¡THOR! —Gwendolyn echó hacia atrás su cabeza y gritó, balanceándose en la cornisa. Deseaba que él volviera con ella.
Pero su voz hizo eco en el viento y se desvaneció. Thor estaba a un mundo de distancia.
Gwendolyn bajó los brazos y cogió el amuleto que Thor le había dado, el que una vez le había salvado la vida. Ella sabía que había gastado su única oportunidad. Ahora ya no había más oportunidades.
Gwendolyn miró hacia abajo de la cornisa y vio el rostro de su padre. Estaba rodeado de una luz blanca y le sonreía.
Ella se inclinó hacia adelante y dejó un pie colgando por el borde, cerrando sus ojos por la brisa. Estaba ahí vacilando, atrapada entre dos mundos, entre los vivos y los muertos. Estaba en un equilibrio perfecto y sabía que la próxima ráfaga de viento podría decidir en qué dirección iría.
«Thor» —pensó ella—. «Perdóname».