Estaba sola en los jardines del castillo, inmersa en una tormenta de pensamientos confusos tras mi conversación con Izaro. Las palabras del príncipe resonaban en mi mente, intensificando mi angustia. La noche caía lentamente, aumentando mi desasosiego. El silencio del jardín parecía amplificar mi confusión.
De repente, un sirviente se acercó con una expresión de formalidad y prisa.
—Señorita Olivia, el rey solicita su presencia en el despacho real inmediatamente.
El corazón me dio un vuelco. Nunca había sido llamada por el rey personalmente; era algo completamente fuera de lo común. ¿Por qué habría de hacerlo ahora? ¿Se habrá enterado lo que ha acontecido entre Izaro y yo?
Me levanté de un salto, sintiendo que el peso de mis sentimientos y las expectativas se acumulaban sobre mis hombros. Cada paso hacia el despacho del rey parecía más pesado que el anterior, cargado de una creciente inquietud y miedo desmedido.
Cuando llegué, el sirviente me anunció y me dejó pasar. Entré en el despacho, encontrando al rey sentado detrás de su escritorio, rodeado de documentos. Su rostro mostraba una seriedad implacable que me hizo temblar de nervios.
—Saludos al sol de este imperio, rey Alberto III —me incliné en muestra de respeto, y me quedé en aquella posición hasta que la voz del rey impuso lo contrario.
—Puedes levantar la cabeza, Olivia —dijo el rey, levantando la vista con un gesto que indicaba que se preparaba para una conversación crucial—. Toma asiento.
Mi mente estaba en un torbellino mientras me sentaba, mi cuerpo temblaba ligeramente. Sabía que lo que estaba a punto de escuchar podría cambiarlo todo y podría acabarlo de la misma manera, todo el esfuerzo de mis padres, solo por mis caprichos.
—He estado considerando la situación con la llegada de la princesa de Pemnurca —empezó el rey, con una voz grave y autoritaria—. Y he decidido que desempeñarás un papel crucial en los eventos venideros.
Mi respiración se aceleró. ¿Qué podría significar esto? La ansiedad me invadió mientras trataba de anticipar el contenido del mensaje. El rey continuó, sus palabras cargadas de formalidad.
—Serás la dama de honor de la princesa. Es una posición de gran responsabilidad, y confío en tu capacidad para representarnos con dignidad y eficacia.
El impacto de sus palabras me dejó paralizada. Esperaba todo menos esto.
—Pero… —mi voz vaciló, cargada de confusión y dolor—. ¿Por qué me eligieron a mí?
El rey me miró con una mezcla de firmeza y comprensión.
—Porque es esencial que la princesa se sienta bienvenida y adaptada a nuestro reino. Y creo que tienes el carácter y la habilidad para cumplir esta función con la gracia necesaria.
El silencio que siguió a sus palabras era abrumador. Sentí una presión creciente en el pecho, como si mi futuro se estuviera desmoronando. La batalla interna entre el deber y el deseo, entre el sacrificio personal y las expectativas reales, era cada vez más intensa.
—Acepto su gracia con total agradecimiento, mi rey —formulé en un susurro tembloroso.
¿Qué más podía permitirme? En otras circunstancias, esto hubiera sido una ocasión feliz, un honor, pero esas circunstancias no son las mías.
—Cumpliré con lo que se espera de mí.
El rey asintió, mostrando una expresión que parecía mezclar respeto con una cierta satisfacción.
—Confío en que harás un excelente trabajo. Prepárate para la llegada de la princesa. Este es un rol importante, y tu contribución será fundamental para la recepción adecuada de nuestra invitada.
Me levanté, con la mente aún abrumada por la noticia. Me incliné en señal de respeto y salí del despacho, sintiendo el peso de mis nuevas responsabilidades caer sobre mis hombros. Cada paso en el pasillo parecía alejarme más de mis propios sueños y acercarme a un futuro incierto.
Mientras caminaba en dirección a mis aposentos, rodeada por la serenidad de la noche, me sentí más sola que nunca. El destino me había colocado en un camino que parecía cada vez más distante de mis anhelos personales, y el vacío en mi corazón era un recordatorio constante de las decisiones difíciles que se avecinaban. La llegada de la princesa de Pemnurca estaba a la vuelta de la esquina, y me preguntaba si alguna vez encontraría una forma de reconciliar mi deber con mis deseos más profundos, todo por él.
La oscuridad que me recibió al entrar me sofocó. La confusión y la angustia se habían apoderado de mí después de la decisión del rey. No podía soportar la idea de ser la dama de honor de la mujer que se casaría con Izaro, el hombre que amaba. La desesperación me llevó a actuar sin pensar.
Salí de mi habitación y me dirigí a la suya con pasos decididos, el dolor en mi pecho me empujaba hacia adelante. Abrí la puerta sin golpear, sin esperar permiso. Izaro estaba en medio de una lectura, pero se levantó al verme entrar de manera abrupta.
—¿Sabías sobre esto? —exigí, mi voz temblaba con una mezcla de rabia y tristeza. La pregunta salió de mi boca cargada de dolor y resentimiento.
Izaro, sorprendido, mantuvo su compostura. Su rostro mostraba una mezcla de confusión y frialdad, pero no se apartó. Su mirada era imperturbable mientras se acercaba lentamente hacia mí.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, su tono controlado y distante.
—De mi nuevo papel como dama de honor —le respondí, la indignación y la desesperación en cada palabra—. ¿Sabías que me iban a imponer esta responsabilidad y no lo impediste?
Izaro se acercó más, sus pasos eran tranquilos pero firmes. La tensión entre nosotros era palpable.
—No te preocupes —dijo con firmeza, su voz cargada de determinación—. Resolveré esto. No te haré pasar por esto sin hacer nada.
Mi corazón latía con fuerza, la frustración y el dolor me consumían.
—¿Cómo puedes hacerlo si ya he aceptado? —le cuestioné, mi voz apenas un susurro de desesperación.
Izaro, con su frialdad habitual, se acercó lentamente y me rodeó con sus brazos. Su toque era a la vez reconfortante y perturbador, una promesa de algo más. Sus labios se encontraron con los míos en un beso apasionado y ansioso, lleno de la urgencia de nuestro deseo reprimido y de la necesidad de consuelo. El beso se profundizó rápidamente, una mezcla de nervios y deseo que nos llevó a explorar con mayor intensidad. Nos separamos con dificultad, respirando entrecortadamente, sabiendo que este momento era sólo el comienzo.
El silencio que siguió estaba cargado de un entendimiento mutuo. Aunque las palabras no fueron necesarias, el gesto compartido habló más de lo que ambos podríamos expresar. La sensación de cercanía con Izaro ofreció un breve alivio en medio de la tormenta emocional.