Las grandes paredes rocosas del castillo me encierran en mis tormentosos pensamientos, que traspasan mis límites. ¿Debería seguir buscándolo? Como todas las mañanas, me dirijo a la biblioteca donde mi padre da clases particulares al joven príncipe. Esta vez, mientras camino hacia allí, me debato sobre mis acciones del día anterior. Ayer ocurrió: besé al príncipe y él me correspondió. Un beso efímero, solo roces de labios por segundos. Lo arruiné.
Contengo la respiración ante la puerta de madera maciza. Me paraliza, me corta la respiración y cuestiona lo incorrecto de haber tenido la osadía de estar aquí. Tanto mi padre como el príncipe deben estar adentro. Debo entrar. Sin darme tiempo a más temor o arrepentimiento, abro la puerta. Respiro hondo y, sin soltar el aire, doy un paso atrevido hacia el interior.
Las piernas me tiemblan y el corazón me palpita imprudentemente, revelando mis nervios. No está. No hay nadie aquí. Alivio, debería sentirme aliviada. No obstante, mis emociones no se dirigen por ese camino.
—¿Por qué no están aquí? —mi pecho se encoge aún más ante la idea de que sea por mi culpa.
Debió ser desconcertante para él que yo me haya atrevido a tanto, que haya ultrajado su honor, una simple plebeya, hija de su humilde tutor. Dios mío, ¿qué pasará con mi padre? ¿Las consecuencias de mis actos recaerán en él? ¿Es esa la razón por la que no están aquí hoy?
Azoto la puerta detrás de mí y apoyo mi espalda en ella. Mi mano está en mi cabello, atrapada en la bruma de la incertidumbre que posiblemente me espera, o que ya está ocurriendo y ni siquiera soy consciente de ello. Izaro no me apartó, es alguien de decisiones respetables y hasta cierto punto la persona más benevolente que he conocido. Sin embargo, no creo que deje pasar este insulto.
La luz solar que entra por las ventanas de la biblioteca me da jaqueca. Todo está tranquilo: el pasto verde se asoma desde afuera, la naturaleza y sus vasallos vibran, el olor a libro viejo palpita en la estancia. Todo está tan tranquilo, sin embargo… mi interior está gritando. Tormentoso, inquieto, ajeno, culpable.
—No puedo quedarme un minuto más aquí, la incertidumbre me volverá loca —jadeo sin aire. Con las manos temblando y los pies a punto de fallarme, giro rápidamente mi cuerpo, abro la puerta y lo veo.
Mi labio inferior tiembla, y las lágrimas están a punto de escaparse, traicionándome.
—Padre…
—Olivia, mi niña, ¿qué haces aquí sola? —mi padre, me tomo unos segundos para observarlo, con la mayor sutileza posible. Su rostro no me indica algún problema. Rápidamente aparto las lágrimas que habían salido y sonrío, yendo a su encuentro en un abrazo cálido.
—Vine como siempre a aprender, según le vas enseñando al príncipe Izaro, tú mismo me lo dijiste una vez; tonto aquel que se limita a aprender lo necesario —dije contra su pecho, y en aprobación a mis palabras hizo lo mismo con mis cabellos.
—Bien —su voz vibró contra su pecho. Mi padre me apartó de él, poniendo sus manos en mis hombros para que así pudiera mirarlo—, sin embargo, sabes que ya tienes otras prioridades, ya no eres una niña. Debes prepararte para ti y tu futuro. Lo que le enseño al joven príncipe lo ayuda a mantener un reino y a miles de personas, tú debes solo preocuparte por ti. Pronto cumplirás la mayoría de edad.
Un nudo se formó en mi garganta.
—Lo sé bien, padre… me estoy preparando correctamente. No me he alejado de mis prioridades, lo prometo —murmuré en un tono bajo, avergonzada.
Mi padre, al ver mi expresión, prosiguió a darme un abrazo paternal.
—No estoy molesto contigo, Olivia.
Asentí, sintiendo pesar en mi pecho por decepcionarlo. Hubiera preferido que fuera enojo, antes que esto. Me alejé con cuidado y traté de no expresar en mi rostro mi sentir en este momento.
—Voy… voy con mamá, estudiaré y haré las cosas bien. Lo prometo.
Mi padre sonríe satisfecho.
—Esa es mi niña, dile a tu madre que quizás no vaya en la hora del almuerzo, tengo mucho trabajo por hacer —mi padre hace saber para proseguir a darme un beso en la frente y seguir de largo a mis espaldas.
Mi boca se secó y sentí un caliente doloroso en mi estómago con una pregunta en específica divagando en la punta de mi lengua y sin saber cómo debería abarcarla sin delatarme.
—Izaro no está aquí hoy, ¿por qué tendrías tanto trabajo? —formulé con duda de si lo hice de una forma correcta.
Giré en dirección de donde está mi padre, en su respectivo asiento revoloteando entre papales.
—Mi papel como tutor del príncipe Izaro ha culminado.
Mi corazón dio un vuelco. Por mi culpa, no...
—¿Te…?
—En absoluto, mi niña —mi padre dejo de lado el papeleo y vino con una cara sonriente hacia mí—. El príncipe ya está en otra etapa, ya no necesita saber lo básico que todo joven líder debe saber sobre su tierra, sus tutorías se elevaron. Ahora debe aprender otras cosas. Mi etapa con él finalizó.
—No entiendo, entonces, ¿quién le enseñará ahora?, ¿qué pasará contigo?
—Ven, vamos a sentarnos, se supone que no debo divulgar esto, ya que puede ser arriesgada su llegada si esto se sabe, pero eres mi hija, una señorita discreta y leal.
Sonreí sin verdaderamente querer hacerlo, deseando que me lo dijera todo sin titubeos.
—Soy un profesor básico, enseñando lenguas, matemáticas, naturaleza e historia. Esas materias ya Izaro no las necesita, pero una extranjera que piensa quedarse indefinidamente sí.
—¿A qué te refieres? No lo comprendo.
—Por fin se acabará el conflicto entre países vecinos. Panelia y Pemnurca se unirán.
—¿Cómo es eso?
—Mi niña, el joven príncipe Izaro y la princesa de Pemnurca se comprometieron.