Ya no éramos niños, lo supe en el momento en que nuestros labios se tocaron por primera vez.
Comenzó con un roce de labios, su respiración me tocó de lleno, haciéndome consciente de lo cerca que estábamos. Yo busqué esa cercanía. Encontrándonos sentados uno al lado del otro en aquel gran ventanal que dejaba entrar la luz nocturna, y el espacio entre ambos era tan escaso que disolvió mi cordura.
—Me gustas… —me atreví a confesar. Después de estos dos años, buscando mis encuentros con él, tratando de estar cerca, pero sabiendo que debía mantener la distancia. Hoy, por fin, dije eso que desde que nos conocimos siento.
No respondió.
—Izaro… —puse mis manos en sus muslos como sostén para inclinarme más a su encuentro y besarlo, mis labios temblando ante la incertidumbre de su reacción.
Mi cordura fue llevada desde nuestro primer encuentro.
…
Había pasado mucho tiempo; sin embargo, todavía se sentía como un entorno desconocido, un ambiente diferente. Las paredes del castillo eran altas y de piedra oscura, decoradas con tapices antiguos que contaban historias ajenas a mis conocimientos. Mi mente, al igual que mi cuerpo, estaba renuentemente consciente. Papá había conseguido un mejor empleo que nos obligó a mudarnos. No me quejaba, nunca lo haría. Mi padre, un hombre de estatura media, con cabello entrecano y ojos llenos de sabiduría, era un humilde, pero brillante profesor a quien la suerte le sonrió; y yo, su única hija, junto a mi madre, tratábamos de apoyarlo en todo lo que nos era posible. Mi madre, una mujer de semblante sereno y manos trabajadoras, siempre encontraba la forma de hacer que nuestra nueva casa se sintiera como un hogar.
El rey Alberto III parecía ser bondadoso; no por nada nos situó en el ala este de su castillo, uno de los lugares más cálidos, según se contaba de boca en boca. Para él, éramos unos distinguidos invitados con alojamiento indeterminado, o al menos eso aparentaba; nunca lo diría con certeza. La mente del ser humano es como un mar calmado: cuando menos te lo esperas, una ola viene y te arrastra hasta hundirte en lo más profundo.
—Saludos a su majestad, rey Alberto III, y a su alteza real, príncipe Izaro.
Me incliné todo lo que mi espalda me permitió cuando mi padre saludó con solemne respeto y sumisión a los soles de este imperio. Las piernas me temblaron y el corazón me palpitaba ansioso mientras me obligaba a no apartar los ojos del suelo. No podía permitirme avergonzar a mi padre; quería causar la mejor impresión, ser la señorita más educada que sus altezas hayan visto y demostrar de esta forma que mi padre está más que capacitado para enseñar majestuosamente al príncipe Izaro.
—Saludos, majestades —murmuré en un tono lo bastante audible para ser escuchada.
—Sean bienvenidos, es un placer tenerlos aquí. Pueden levantar la cabeza.
Mi padre me tocó sutilmente la espalda.
—Hija mía… puedes levantarte.
—¡Oh, sí!
Me levanté automáticamente, aturdida. Bastaron solo unos segundos para que entendiera nuevamente dónde estaba y quiénes eran las personas que tenía enfrente, más aún cuando mis ojos lo encontraron. Sus ojos claros y filosos me escudriñaron, mi boca se secó y sentí mi corazón taladrándome el pecho. Pulcramente vestido, limpio, con un aire superior y rasgos que lo hacían parecer tan diferente al resto. Era evidente cuán alto se encontraba y lo difícil que sería alcanzarlo.