Aldo apretó el puño con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. En un arranque de ira, lanzó el teléfono a un sillón. —¡Maldita sea! —gritó, su voz retumbó en el apartamento. Aldo comenzó a caminar de un lado a otro, su mente se nubló por la ira. Cada paso resonaba con una mezcla de furia y desesperación. Golpeó la mesa con el puño, derribando todo lo que estaba sobre ella. —¡No puede ser! ¡No puede seguir interfiriendo! —rugió, su respiración era pesada y descontrolada. Miró alrededor, buscando algo más para descargar su ira. Su mirada se posó en una lámpara y, sin pensarlo dos veces, la lanzó al suelo, rompiéndola en mil pedazos. —María Isabel... ¿Por qué lo defiendes? —murmuró, su voz ahora estaba llena de dolor y traición. —¿Te enamoraste de él? ¡No, eso no puede ser!