Introducción.
—No es una visita de cortesía, vine a que me aclares muchas cosas —espetó Gianna Rossi con voz áspera—. ¿Por qué, Tommy? ¿Por qué me engañaste? Yo no te hice daño a ti, ni a tu papá. Era inocente.
Thomas tragó saliva con dificultad, sintiendo la garganta seca.
—Te lo diré todo. Mereces la verdad, pero a solas.
—No pienso dejar a mi mujer en tus garras —espetó Joaquín, mirándolo lleno de ira.
Gianna colocó su mano en el hombro de su novio.
—Sé defenderme. Espérame afuera, por favor.
—¿Estás segura?
Gianna asintió. Joaquín soltó un bufido y le dedicó una mirada fulminante a Tommy, apuntando con dos dedos a sus ojos.
—Te estoy vigilando —aseguró, y salió de la habitación.
Gianna no era nada tonta y no confiaba en Tommy, por lo que se quedó cerca de la puerta, cruzó los brazos y lo miró con seriedad.
—Te escucho.
—Tyler Jones no es mi padre, es mi padrastro. Mi mamá era doctora y trabajaba en la enfermería de la cárcel donde ese infeliz estaba recluido. No recuerdo mucho a mi padre; murió cuando yo tenía cuatro años en un accidente. En prisión, Tyler se hizo amigo de mi mamá y luego la fue conquistando, aprovechándose de su dolor. Cuando salió de la cárcel, se mudó con nosotros. Yo tenía catorce años. Al principio se mostró como un hombre respetuoso y educado, pero luego empezó a sacar las uñas. Yo era un adolescente cuando escuchaba a ese desgraciado ultrajar a mi mamá —dijo, apretando los puños.
—¿Piensas que te voy a creer? —cuestionó Gianna.
—Tienes todo el derecho a dudar, y para no hacerte el cuento largo, mi mamá un día le entregó todos nuestros bienes, incluyendo mi custodia. Luego, no sé cómo lo hizo, pero Tyler la encerró en un psiquiátrico. Aparentemente, mi madre padece esquizofrenia, pero yo estoy seguro de que no es así. Con ella en ese lugar, él tenía el control sobre mí y podía manipularme a su antojo.
Gianna frunció el ceño.
—¿Por qué no fuiste ante las autoridades? ¿Por qué no lo denunciaste? ¿Por qué te quedaste callado?
—¡Porque la vida de mi madre estaba en peligro! —gritó Tommy—. Me amenazó con asesinarla si no hacía lo que él ordenaba. No tuve salida, Gianna, y te juro que intenté decírtelo, pero me tenía vigilado.
Gianna apretó los puños.
—Pues no te creo —dijo, dejando caer las lágrimas que contenía—. Me engañabas con Francesca, y eso no debió ser parte del plan. Te acostabas con ella mientras yo te esperaba en casa, pasaba noches en vela, sola y embarazada. Además, me abandonaste —gritó.
Thomas inclinó la cabeza y soltó un bufido.
—Necesitaba dinero para pagar protección para mi mamá en ese lugar. Había una enfermera que la cuidaba a escondidas de Tyler, pero me pedía mucho dinero, y yo no tenía cómo conseguirlo. Cuando el infeliz de mi padrastro me propuso seducirte, acepté de inmediato porque me aseguró que tu papá aceptaría lo nuestro. Quería ganarme su confianza y pedirle ayuda, pero Franco Rossi me detestó desde el primer instante.
—Porque mi padre siempre supo que no eras bueno, y no le hice caso —gruñó—. De todos modos, como hayan sido las cosas, el daño está hecho y es imperdonable.
—Estoy arrepentido de todo corazón, Gianna. Sé que mis palabras llegan tarde —dijo Tommy, mirándola con una expresión de melancolía y dolor—. Ojalá algún día puedas comprenderme y perdonarme.
—¡Jamás! —contestó Gianna—. Espero que te pudras en prisión junto a Francesca y tu pa... Tyler —dijo, tensando la mandíbula y girándose para irse.
—Gianna, espera —solicitó Tommy.
—¿Qué quieres? —preguntó ella, mirándolo con seriedad.
—Me alegro de que hayas recuperado a tus hijos. Espero que seas muy feliz; lo mereces. Cuídate mucho —dijo, su voz entrecortada.
Gianna soltó un bufido y, sin decir nada, salió de la alcoba.
«Ojalá puedas perdonarme algún día», pensó Tommy
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Días después: Tommy se encontraba recluido en su celda, ya estaba acostumbrado a la soledad, miraba el techo, pensativo, entonces escuchó los pasos de alguien.
—Tienes visita —gruñó con voz ronca aquel guardia.
Tommy arrugó el ceño. No tenía familia, amigos, ni nadie que pudiera visitarlo. Se puso de pie y siguió al custodio. Cuando la puerta se abrió, miró la hermosa silueta de María Isabel y sintió un escalofrío. Pensó que quizás estaba ahí por algún asunto relacionado con su madre.
Al verla entrar, Tommy no pudo evitar fijarse en la belleza de la abogada. María Isabel tenía una presencia elegante y serena. Su cabello castaño claro caía suavemente sobre sus hombros, y sus ojos verdes brillaban con una intensidad que siempre lo dejaba sin aliento. Su piel clara contrastaba con el entorno sombrío de la prisión, y cada vez que la veía, sentía una mezcla de admiración y desconcierto.
—Doctora Arismendi, ¿qué hace aquí? —preguntó con voz débil. —¿Le pasó algo a mi mamá?
Mabel se aclaró la garganta.
—Tu mamá se encuentra bien, vine por otro asunto, se trata de Tyler.
—Ya le dije todo lo que sé —contestó Thomas, soltó el aire que contenía.
—No, no se trata de eso, solo vine a informarte que ese hombre murió, hoy en la mañana.
Thomas parpadeó, apretó los puños, la mirada se le volvió oscura.
—¿Es en serio? —inquirió dubitativo, deslizó sus dedos por el cabello—. Ese hombre puede estar fingiendo para librarse de prisión, lo conozco, es muy astuto.
—No hay duda de su muerte, explotó como picadillo, sostenía una granada y…
Tommy gruñó, golpeó con sus puños la mesa.
—M@ldito infeliz, merecía sufrir más. —Apretó los dientes.
—Tú y tu madre deben testificar y contar todo el daño que les causó, ese hombre tenía una buena fortuna, así que debe quedar en manos de ustedes dos.
Tommy plantó su vista en los ojos de la bella abogada. La miró con sentimientos contradictorios. Ella era la misma abogada que lo acusaba y que juró enviarlo años a prisión. Pero también era la mujer que había rescatado a su madre del psiquiátrico, la que había luchado por su bienestar cuando él no podía hacerlo.
—Usted me confunde doctora, se supone que me va a enviar a prisión, y viene acá a hacerme sugerencias —refutó—, no se puede estar en dos bandos a la vez.
María Isabel lo miró con profunda seriedad, colocó sus palmas sobre la mesa, inclinó su torso, y acercó su rostro a él.
Sus miradas se cruzaron, y podían sentir el aliento del otro, ella notó en los ojos de él: tristeza y soledad, y él se reflejó en una mirada limpia y pura, como la que tenía Gianna cuando la conoció, entonces reaccionó, sacudió la cabeza, se hizo para atrás, María Isabel Arismendi no era mujer para él.
«Ella jamás se fijaría en un delincuente como tú» pensó él.
Mabel notó la contrariedad en el rostro de él, lo contempló, era atractivo, sus facciones eran finas, sus ojos claros, sus labios carnosos, su cabello castaño lo llevaba un poco largo, en ondas.
«¿Qué haces Mabel, por qué lo miras así? ¡Reacciona!» se recriminó a sí misma. «¡Es un delincuente!» recalcó.
—No lo hago por ti, sino por tu mamá.
—Pues entonces que ese dinero sirva para su tratamiento y su manutención, ella debe estar bien, yo no necesito nada, pasaré muchos años en este lugar —expuso con resignación.
María Isabel resopló.
—Eso es todo, nos veremos en el juicio en dos días. Buenas tardes.
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Días después se realizó el juicio, y María Isabel Arismendi fue implacable como abogada:
—Señor: Thomas Moore es condenado a quince años de prisión —dijo el magistrado, golpeando la mesa con su mazo.
Tommy irguió la barbilla, parpadeó y aceptó su condena. Se había hecho justicia para Gianna, los niños y Joaquín. Giró su rostro y miró a la mujer que lo había condenado.
—Doctora Arismendi —expresó—, requiero hablar dos minutos con usted.
—¿Por qué ese delincuente quiere hablar contigo? —gruñó el novio de María Isabel, Aldo Montemar, uno de los abogados más importantes y temidos del bufete Duque-Arismendi.
—Se trata de la señora que está en el hospital psiquiátrico, es su mamá —susurró bajito.
—No creo que a tu papá le agrade la idea de que ayudes a la madre del hombre al que has condenado —musitó Aldo con firmeza.
María Isabel lo observó con profunda seriedad.
—No soy una niña, sé tomar mis propias decisiones —espetó. Dio la vuelta y se acercó a Tommy, lo miró a los ojos—. Tienes dos minutos.
Thomas escuchó con claridad los reclamos de aquel hombre de impecable imagen y mirada soberbia. Aldo era de los sujetos que veían a los demás por debajo del hombro, o al menos a él lo trataba así.
—Solo quiero pedirle que cuide a mi mamá. Sé que no es su obligación, pero nosotros no tenemos familia en Italia. Por favor.
Las súplicas de Tommy conmovieron a María Isabel. Ella era una mujer noble y de buen corazón, además odiaba las injusticias y sabía que con su madre se habían cometido muchas arbitrariedades y abusos.
—La ayudaré, no por ti, sino por ella, y porque soy una mujer que le gusta ayudar a los demás. Así que no me lo tienes que pedir. No la voy a desamparar.
—Gracias —expresó él, la contempló con ternura hasta que los guardias lo tomaron por los brazos y lo sacaron de la corte.
—No entiendo tu empeño de ayudar a los delincuentes —musitó casi gruñendo Aldo.
—Si lo estuviera ayudando, no lo habría condenado. Ayudo a la mamá porque la historia de esa mujer me ha conmovido.
—Puras falacias. En fin, cuando te des cuenta de que todo era un teatro, me dirás que yo tenía razón. —Resopló—. Bueno, vayamos a festejar el triunfo. —Ladeó los labios.
Claro que tanto para los Rossi como para los Duque era un día de felicidad, pero para María Isabel no. Era la primera vez que no se sentía feliz de enviar a alguien a prisión.
—Ve al auto, voy al tocador.
La joven abogada entró a los impecables baños de la corte y se miró en el espejo. Su mirada no brillaba como cada vez que ganaba un juicio; tenía sentimientos encontrados.
—Sé que es culpable, soy consciente de todo el daño que causó. No lo voy a justificar, pero su historia me conmueve. Siento que pude hacer algo más por él que enviarlo a prisión —susurró mientras se miraba en el espejo—. Sin embargo, era mi deber condenarlo. Aunque no deseo que se hunda, merece una nueva oportunidad. Se veía arrepentido. —Alargó un suspiro, sintiendo una opresión en el pecho—. Quizás Aldo tiene razón y no tengo madera de abogada. No debería importarme lo que suceda con Tommy. —Apretó sus puños—. Tal vez fue un error involucrarme con su mamá, pero pobre mujer, está tan sola. ¡Dios, ilumíname! —suplicó.
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