La celda de Esmeralda era fría y oscura, un reflejo perfecto de la desesperación que sentía.
Las paredes de piedra, húmedas y llenas de moho, parecían cerrarse sobre ella, recordándole una y otra vez que estaba atrapada, esperando un juicio que parecía inevitable.
Había vuelto al calabozo, pero esta vez todo se sentía peor. Alaric, estaba furioso y lleno de tristeza. El consejo del aquelarre pedía su cabeza, y las murmuraciones sobre la «impureza» que llevaba en su vientre se escuchaban por todo el campamento.
El regreso al calabozo fue aún más humillante. Los miembros del aquelarre la miraban con lástima y desdén. Algunos murmuraban oraciones para protegerse de lo que veían como una traición imperdonable, mientras que otros la evitaban, temerosos de la reacción de Alaric.
La traición de Esmeralda no era solo sobre infidelidad, era vista como una amenaza para la pureza de su linaje, algo que los brujos no podían tolerar.
Con lágrimas en los ojos, Esmeralda suplicó a Alaric que decidiera su destino. Su voz mostraba lo devastada que estaba.
—Alaric, si vas a matarme, por favor, espera hasta que nazca él bebé —dijo, temblando mientras se aferraba a los barrotes de la celda.
La tenue luz de la antorcha proyectaba sombras en su rostro, resaltando su angustia.
Alaric la miró, su rostro mostraba dolor. La amaba profundamente, pero las leyes del aquelarre eran duras. La presión del consejo y la traición que sentía lo aplastaban.
—No puedo decidir esto solo —respondió, lleno de tristeza—. El consejo exige tu cabeza, Esmeralda. No puedo ignorarlos.
El consejo que era un grupo de ancianos poderosos, se había reunido en la gran sala. El ambiente estaba cargado de tensión. Todos sabían lo grave de la situación. Alaric entró, con la espalda recta, pero el peso de la decisión reflejado en su rostro. Las paredes, cubiertas con símbolos antiguos, parecían hacer más solemne el momento.
—Líder Alaric, hemos discutido el caso de Esmeralda —dijo uno de los ancianos—. La ley es clara: cualquier bruja que traicione a su hombre debe ser castigada con la muerte.
—Lo sé —respondió Alaric—. Pero también sabemos que su situación es diferente.
—Esmeralda fue forzada —añadió, buscando algo de compasión en los rostros serios de los ancianos.
Otro anciano se levantó, su expresión era tan dura como una roca.
—Las leyes no hacen excepciones, Alaric. Si empezamos a hacer concesiones, perderemos la autoridad del aquelarre.
El silencio que siguió fue sofocante.
Alaric sentía la ira crecer dentro de él. Amaba a Esmeralda más que a su propia vida, y la idea de perderla lo destrozaba. Pero sabía que el consejo tenía razón. Esto no era solo sobre su amor, sino sobre el futuro del aquelarre.
—Propongo que Esmeralda permanezca en el calabozo hasta que nazca el bebé —dijo Alaric, temblando un poco—. Después decidiremos su destino.
Los ancianos se miraron entre sí, algunos desaprobando, otros mostrando algo de comprensión. Finalmente, el anciano que había hablado primero asintió.
—Aceptamos tu propuesta. Pero que quede claro: esta es una excepción. No permitiremos que la piedad debilite nuestras leyes.
Alaric asintió, agradecido por el pequeño respiro. Salió de la sala y caminó hacia el calabozo, donde Esmeralda lo esperaba con los ojos llenos de miedo. El eco de sus pasos en los pasillos de piedra parecía recordarle la gravedad de la situación.
—El consejo ha accedido a que te quedes aquí hasta que nazca el bebé —le dijo, tomando sus manos a través de los barrotes—. Después, veremos qué hacer.
Esmeralda suspiró aliviada, aunque sabía que su destino seguía en juego.
—Gracias, Alaric —susurró, mientras lágrimas corrían por sus mejillas—. Prometo que demostraré mi inocencia.
Los días en el calabozo se hicieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. Esmeralda soportaba el frío y la soledad, mientras su vientre crecía. Alaric la visitaba a menudo, y esas visitas eran su único consuelo, aunque cada una de ellas le recordaba lo incierto de su futuro.
Una noche, bajo la luz de la luna llena, Alaric llegó a la celda con una expresión dura. La luz plateada le daba un aspecto casi fantasmal.
—Podemos deshacernos del bebé y tal vez puedas salvarte. Hay hechizos que…
—Alaric, por favor, déjame dar a luz. Luego aceptaré lo que decidas. Solo te pido eso.
Esmeralda lo miraba desesperada, buscando alguna señal de compasión.
Alaric cerró los ojos, sintiendo el peso de su decisión. Las palabras de Esmeralda se mezclaban con los murmullos del consejo y el conflicto en su corazón. Finalmente, abrió los ojos y la miró, con amor.
—Haremos lo que sea necesario para protegerte a ti y al bebé. Pero esto podría costarnos todo.
Esmeralda asintió, con su corazón latiendo con fuerza. Sabía que aún había peligro, pero la esperanza de tener a su hijo le daba fuerzas.
Los meses pasaron lentamente. Esmeralda se aferraba al pensamiento de su bebé, mientras las visitas de Alaric mantenían vivo su amor. Finalmente, el día llegó. Las contracciones empezaron, y Esmeralda supo que era el momento. Alaric llegó corriendo al calabozo cuando se enteró, su corazón estaba lleno de miedo y esperanza.
—Estoy aquí —dijo, tomando su mano.
El parto fue largo y doloroso, pero al final, el llanto de un bebé rompió el silencio. Esmeralda, agotada pero feliz, miró a su hijo con lágrimas en los ojos.