La luna llena bañaba con su luz pálida el campamento del aquelarre, dibujando sombras inquietantes sobre las tiendas de campaña y fogatas moribundas.
El viento, que ululaba entre los árboles, traía consigo el eco lejano de una guerra que se libraba más allá del horizonte. Alaric, el líder del aquelarre, había partido en una misión crucial para sofocar la creciente violencia entre los clanes de brujos, enfrentados por poder, territorios y viejas rencillas.
Antes de partir, dejó a Esmeralda, su esposa, a cargo del campamento. Conocida tanto por su belleza como por su férrea justicia, los suyos la respetaban y seguían sin cuestionamientos. Sin embargo, mientras Alaric lidiaba con enemigos distantes, una amenaza mucho más cercana se acercaba a ellos.
El ataque llegó sin previo aviso. Una horda de hombres lobo, liderados por su despiadado Alfa, irrumpió con una violencia inhumana. Los brujos lucharon con todas sus fuerzas, conjurando hechizos y desatando su magia para resistir el embate. El aire se llenó de gritos y rugidos, de destellos de magia y desesperación. Pero a pesar de su valor, fueron superados en número.
El Alfa, un ser imponente y sediento de venganza, buscaba castigar a Alaric por viejos agravios. Sabía que atacar en su ausencia sería el golpe perfecto.
En medio del caos, encontró a Esmeralda, quien luchaba con valentía para proteger a los suyos. Con una brutalidad fría, la capturó y la llevó al interior del bosque.
Esmeralda se resistió con todas sus fuerzas, pero el Alfa era demasiado fuerte. La sometió de la forma más cruel, abandonándola rota en la oscuridad del bosque. Con el cuerpo magullado y el alma destrozada, ella reunió las fuerzas suficientes para regresar al campamento. Lo que encontró al volver era devastador: cuerpos inertes de sus compañeros, las tiendas destruidas, y el dolor flotando en el aire como una niebla densa.
Alaric regresó días después, con la misión cumplida pero con una sensación de inquietud que no podía sacudirse. Al ver la destrucción que había azotado su hogar en su ausencia, su interior se quebró entre la furia y la desesperación.
Encontró a Esmeralda entre los sobrevivientes, su rostro estaba pálido y sus ojos cargados de una tristeza que parecía inconmensurable. Ella, atrapada por el miedo y la vergüenza, no le confesó lo ocurrido en el bosque.
—¿Qué sucedió aquí? —preguntó él, angustiado, mientras tomaba su mano.
—Los hombres lobo nos atacaron... eran demasiados —murmuró ella, sin atreverse a mirarlo.
El ataque quedó atrás, pero las heridas no sanaban. Pasaron los meses y una sombra oscura se crecía sobre el aquelarre. Un día, Esmeralda colapsó mientras cumplía con sus deberes. Las brujas que la atendieron pronto descubrieron que estaba embarazada. La noticia corrió como el viento por todo el campamento, y con ella, los rumores y las miradas inquisitivas.
Alaric la enfrentó, exigiendo la verdad. Bajo la presión y el dolor, Esmeralda confesó el horrible crimen del Alfa.
—El Alfa... me forzó —dijo entre lágrimas, rota por la humillación.
El corazón de Alaric se desgarró. Amaba a Esmeralda con cada fibra de su ser, pero la duda y el dolor lo consumían. Según las leyes ancestrales del aquelarre, cualquier bruja que fuera deshonrada debía pagar con su vida. Sin embargo, él no podía condenarla sin saber la verdad sobre el bebé que ella llevaba en su vientre.
—No puedo decidir ahora —dijo Alaric, conteniendo su tormento—. No sin saber la verdad.
En una decisión desesperada, Alaric selló los poderes de Esmeralda y la confinó en una celda fría y oscura. Así, ganaba tiempo para resolver el conflicto que lo desgarraba. Esmeralda, desde su encierro, suplicaba por su libertad y por el perdón de su esposo.
—Alaric, por favor, déjame salir... —rogaba ella, aferrándose a los barrotes—. Necesito tu perdón.
—No puedo... no hasta que sepamos la verdad —respondía él, atormentado por el peso de su decisión.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Dentro de su celda, Esmeralda sentía a su hijo crecer en su vientre, recordándole constantemente el horror que había vivido. Mientras, Alaric, abatido por la duda, buscaba respuestas en los antiguos grimorios y consultaba a los ancianos, esperando encontrar una salida que no implicara la muerte de su amada.
Finalmente, una posibilidad se presentó. Un antiguo ritual podía revelar la verdad sobre el linaje del niño. Sin embargo, implicaba un sacrificio significativo y un riesgo que pocos estarían dispuestos a tomar. Alaric, decidido, lo preparó todo para la próxima luna llena, confiando en que esa sería su última esperanza.
Bajo la luz espectral de la luna, el aquelarre se reunió en torno al círculo ceremonial. Esmeralda fue sacada de su celda, sus pasos llenos de incertidumbre mientras la llevaban al centro. Los cánticos comenzaron, y la magia ancestral llenó el aire. Alaric, con los ojos cerrados y el corazón en vilo, recitaba las palabras arcanas con una determinación feroz.
—Por los antiguos poderes, revelad la verdad —entonó, alzando las manos hacia el cielo estrellado.
La energía mágica envolvió a Esmeralda, y cuando la luz se desvaneció, un silencio sepulcral cayó sobre todos.
Los ojos de Alaric se encontraron con los de ella. En ese momento, supo la verdad. El bebé que Esmeralda llevaba no era suyo.