Capítulo 1-1

2005 Words
Capítulo 1 1885QUÉ voy a hacer?", se preguntaba Jaela, paseando por el jardín de la Villa, radiante con el colorido de las buganvillas y los hibiscos. Las azucenas empezaban a aparecer, y la joven recordó que eran las flores favoritas de su padre. Al pensar en él, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. Su padre había llenado toda su vida en los tres últimos años, y no tenía idea de qué iba a hacer ahora que él había fallecido. Acababa de cumplir diecisiete años cuando murió su madre y su padre, cuya salud nunca había sido buena, se volvió hacia ella en busca de apoyo y consuelo. A la joven le encantaba estar con él, porque nadie tenía un ingenio más agudo, ni una mente más original. Lord Compton de Mellor había sido uno de los más notables Lores Cancilleres de Inglaterra. Como Consejero de la Reina primero y como Juez luego, sus comentarios ingeniosos, sus brillantes discursos y sus juicios sagaces habían hecho las delicias de la Prensa. Casi no pasaba día sin que fuera mencionado en los periódicos. Su encanto personal y su sentido del humor eran motivo de admiración no sólo entre sus amigos, sino incluso para los delincuentes que enviaba a prisión. Abrumado por la mala salud, acabó por retirarse al sur de Italia. Esto constituyó una gran pérdida para su País, pero fue motivo de gran contento para su esposa. Compraron Villa Mimosa, ubicada entre Nápoles y Sorrento, y allí fueron increíblemente felices, con su única hija, a la que enviaban a una escuela de Nápoles. Nadie esperaba que Lady Compton falleciera; pero la dama contrajo una de aquellas fiebres perniciosas que plagaban la región de vez en cuando y, casi antes de que su esposo y su hija se dieran cuenta de lo que sucedía, estaba muerta. Fue entonces cuando Jaela dejó la escuela, sin consultar siquiera con su padre, para estar con él todo el tiempo en la Villa. Había averiguado, con ayuda de la Directora, quiénes eran los mejores profesores de Literatura, Música e Historia y, les pidió que fuesen a darle clase en su casa. Fue un acuerdo muy satisfactorio, porque los Profesores iban por la mañana temprano, cuando su padre estaba todavía descansando, y así luego podía pasar el resto del día con él. Lord Compton, como su hija le decía con frecuencia, era una enciclopedia humana y realmente, Jaela pensaba lo afortunada que era al tener un hombre tan notable como su padre para enseñarla, guiarla e inspirarla. −¿Te das cuenta, papá, de que voy a tener que quedarme de solterona el resto de mi vida? −bromeaba con él− . ¡Porque jamás encontraré un marido que sea tan listo como tú! Lord Compton se reía. −¡Te enamorarás, con el corazón, no con el cerebro! −¡Tonterías!− replicaba Jaela−. Jamás podría amar a un hombre que fuera tonto o que no pudiese hablar conmigo, sinceramente de las mismas cosas de que tú me hablas. −Empiezas a asustarme. Dentro de un año te enviaré a Inglaterra para que hagas la reverencia de rigor ante la Reina y conozcas a gente de tu edad. Jaela no dijo nada, pero pensaba que, en tanto viviera su padre, ella no le dejaría. Los doctores le habían dicho en privado que era un hombre muy enfermo. Su corazón podía detenerse en cualquier momento y no debía hacer ningún esfuerzo excesivo. Jaela se sentía contenta de pasar el tiempo sentada a su lado en la terraza de la Villa o paseando con él, por el jardín al aire libre y al sol. No obstante, las advertencias de los médicos en el sentido de que podía ser peligroso, ella insistió, cuando llegó el invierno, en cruzar el Mediterráneo para ir a Argelia. Allí el clima era más cálido y no había vientos traidores por las noches. Habían vuelto a Villa Mimosa hacía sólo un mes, Jaela pensaba que su padre tenía mejor aspecto que en mucho tiempo, cuando entró en su dormitorio y se lo encontró muerto. Había una leve sonrisa en su rostro, y la joven se dijo que sin duda había muerto pensando en su madre. Ahora estaban juntos de nuevo y serían felices... "Pero yo, ¿qué voy a hacer?", se preguntó Jaela. Lo más sensato era volver a Inglaterra. Sus abuelos habían muerto ya, pero tenía varias tías y primas que estarían encantadas de actuar como damas de compañía en su presentación Social, aunque ésta fuera un poco tardía. No había que pensar en ello, pues por el momento estaba de luto. Su padre siempre se había reído de las exageradas muestras de duelo, pero las damas inglesas seguían el ejemplo de la Reina Victoria y eso era lo que todos esperarían de ella, sobre todo por la relevancia Social que había tenido su padre. Se habían publicado amplias notas necrológicas sobre él en los periódicos ingleses e italianos, debido a que el caballero había vivido tanto tiempo en Italia, que siguieron su ejemplo. "¿Qué voy a hacer?" pensó. Jaela , seguía haciéndose la misma pregunta cuando se acercó a la fuente de piedra que lanzaba el surtidor a lo alto, donde se convertía en un millar de pequeños arco iris. De quedarse en Villa Mimosa como deseaba, tendría que conseguir una dama de compañía de respeto. Pero, ¿podría soportar, día tras día, la convivencia rutinaria con una mujer, cuando estaba acostumbrada al ingenio y la sabiduría de su padre? Solían mantener duelos verbales y Jaela discutía con él por el simple placer de hacerlo. Era emocionante oírle usar todos los recursos de ingenio para tratar de derrotarla. "¡Oh, Papá!", clamaba su corazón, "¿cómo pudiste abandonarme cuando éramos tan felices juntos?" Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, pero se obligó a no llorar. −Si hay algo que realmente me disguste− le había dicho su padre en una ocasión−, es una mujer que llora para salirse con la suya; las lágrimas son un arma, hija mía, usada invariablemente por tu sexo. −Hacen a los hombres sentirse fuertes, masculinos y desde luego, muy superiores a nosotras− dijo Jaela en tono burlón. −¡Ah, no, en eso estás equivocada! Y se lanzaron a una de aquellas series de réplicas y contra réplicas, que casi siempre terminaban en risas. Ahora Jaela no tenía con quien reír. Todo a su alrededor era tranquilo, silencio y tristeza. Debido a que era casi la hora del almuerzo, Jaela volvió con lentitud a la terraza donde su padre solía sentarse... cuando vivía. La luz del sol daba al cabello de la joven tonalidades doradas. No era el oro pálido del sol inglés, sino aquel otro intenso y refulgente que Botticelli pintó en la cabeza de su modelo, la amada Simonetta. Era un cabello que parecía arder bajo la luz del sol y hacía que el cutis de Jaela se viera de un blanco casi deslumbrante. Los ojos, que tenían el azul del Mediterráneo bajo la tormenta, parecían llenar su rostro. −No sé de quién has sacado esos ojos− le decía su padre−. Los de tu madre eran azules como el cielo... Cuando los vi por primera vez, pensé que nada podía ser más bello. −Los tuyos son grises, papá, ¡y cuando te enfadas se vuelven casi negros! Lord Compton se reía. −Supongo que es verdad... Pero tus ojos pequeña, son de un color muy extraño... Se necesitaría un poeta mucho mejor que yo para describirlos. Jaela comprendió las palabras de su padre cuando observó sus propios ojos en el espejo con más atención que hasta entonces. Eran de un azul profundo, intenso, con un ocasional reflejo verde. Cuando se enfadaba parecían adquirir un tono casi púrpura, aunque era difícil para ella misma definirlo. Ahora, mientras Jaela se acercaba a la terraza, el hombre que la estaba esperando pensó que era imposible hallar una joven más hermosa. Se hubiera dicho que había bajado del Olimpo para mezclarse con los seres humanos. Jaela había llegado a la escalinata de la terraza antes de descubrir al hombre. −¡Doctor Pirelli!− exclamó entonces−. ¡Qué alegría verlo! Él le tendió la mano y preguntó en buen inglés, aunque con marcado acento italiano: −¿Cómo estás, Querida? −Estoy bien− contestó Jaela− aunque, como puede imaginar, añorando a papá de un modo insoportable. −Me lo imagino− suspiró el Doctor Pirelli−. Yo le echo de menos también. Solía esperar con ansiedad mis visitas aquí, porque me encantaba hablar con él y, desde luego, verte a ti. La joven sonrió. −Usted y papá tenían tanto de qué hablar, que generalmente se olvidaban de mi existencia. El Doctor Pirelli sonrió también. −Eso no es verdad. Me parece que andas buscando cumplidos. Un sirviente acostumbrado a las visitas del Doctor Pirelli entró con una botella del vino que siempre bebía y le llenó una copa. Con ella en la mano, el médico se instaló en una de las cómodas sillas de la terraza. Cuando el sirviente se hubo retirado, dijo: −Tengo una sugerencia que hacerte, Jaela, y tal vez te sorprenda. −¿Una sugerencia? −Estoy preocupado por ti. Debes comprender que no puedes seguir viviendo aquí sola. −Ya he pensado en eso. Supongo que podría buscar una dama de compañía, aunque la idea de emplear a alguna mujer mayor sin nada mejor que hacer es un tanto deprimente. −Es lo que supuse que pensarías. Por eso creo que debes volver a Inglaterra. Jaela suspiró, pero no dijo nada. −Como te decía− prosiguió el médico−, tengo una sugerencia que hacerte... Supongo que me has oído hablar de la Condesa di Agnolo. −Sí, claro que le he oído− reconoció Jaela−. Vive en esa preciosa Villa, no lejos de Pompeya, que siempre he deseado visitar. −Y la Condesa pregunta con frecuencia por ti, pero no puedo permitirte que vayas a verla, porque desde hace un año padece tuberculosis. −Sí, usted se lo contó a papá... ¡Qué cosa más triste! Una verdadera tragedia. La Condesa es una mujer joven todavía y muy hermosa. −¿Hay esperanzas de que se ponga bien? −Ojala las hubiera, pero tiene los dos pulmones afectados. En realidad, se está muriendo. −¡Cuánto lo siento!− dijo Jaela en voz baja. −Bien− prosiguió el doctor cambiando de tono−, pues la Condesa tiene una hijita de ocho años, una preciosa criatura de carácter muy dulce a quien su madre adora, como es natural. −No tenía idea que tuviera una niña. Supongo que ahora habrá de estar con su padre. −Eso es exactamente lo que iba a decirte. La Condesa quiere enviar a Lady Katherine, o Kathy, como la llamamos todos, junto a su padre. Jaela se mostró sorprendida. −¿Quiere usted decir que la Condesa di Angolo es inglesa y que la niña no es hija del Conde di Angolo? −Ah..., creí que tu padre te había contado la historia de la Condesa− el doctor Pirelli parecía algo turbado−. Algunas veces mencionaba la Villa, pero no recuerdo que me contara mucho sobre la Condesa. −Tal vez consideró que sería un error que te mostraras muy interesada en ella− dijo el doctor, como si hablara consigo mismo. −¿Por qué había de ser un error? El doctor Pirelli titubeó, al parecer , porque estaba pensando cuáles serían las palabras adecuadas. Al fin dijo: −¡La Condesa es, en realidad, esposa del Conde de Halesworth! Jaela lo miró asombrada. −¿Quiere usted decir− preguntó con lentitud−, que no está casada con el Conde di Agnolo? −Desgraciadamente, no− repuso el doctor−, pero para evitar que hubiera escándalo en los alrededores, el Conde, cuando la trajo a su Villa, le dio su nombre y la gente de por aquí no tiene la menor idea de que el Conde tiene esposa e hijos en Venecia. −Pero... ¡usted y Papá lo han sabido siempre!− dijo Jaela en tono acusador. −Tu Padre, desde luego, conocía de nombre al Conde de Halesworth, y sabía que su esposa lo había abandonado a los pocos años de matrimonio. −¿Y la Condesa se trajo a su hijita consigo? −La niña tenía dos años por entonces y la madre no soportaba la idea de dejarla. −Pero el Conde..., ¿no protestó?− preguntó Jaela. −Una vez discutí el asunto con tu padre. Me contó, que, según recordaba, el Conde era un hombre muy orgulloso. Como tantos Aristócratas ingleses, es capaz de cualquier cosa para evitar que el apellido de la familia sea manchado por un divorcio, ya que, siendo él un Noble del Reino, tiene que pasar por la Cámara de los Lores. −Comprendo... Así que guardó silencio cuando su esposa lo abandonó. Yo hubiera pensado que habría hecho esfuerzos por recobrar a su única hija.
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