Victoria bajó de su automóvil y contempló el enorme campo que se abría ante su vista. Había viajado desde Santiago las cuatro horas y media hasta ese lugar y aunque el verdor de la vegetación la acompañó todo el recorrido, estar allí y saber que todo eso le pertenecía era agobiante.
El sol, a pesar de encontrarse en pleno verano, no era un sol abrasador, al contrario, los árboles y la brisa de sus hojas refrescaban el ambiente, lo que hacía un poco menos insoportable el calor. Respiró hondo el aroma que impregnaba todo el ambiente. Olor a animales, a pasto, a tierra húmeda, a fruta. Una extraña mezcla muy difícil de sentir en la capital llena de contaminación, cemento y gases.
Avanzó hasta la enorme reja de entrada a la hacienda en la que se veía claramente un letrero que decía: "Hacienda Terranova". Era un enorme portón de fierro forjado donde se apoyó para mirar hacia adentro. Nadie había allí que pudiera ayudarla. Tampoco tenía la llave, su abogado le indicó que Rodrigo se la entregaría una vez que se hiciera ella cargo de todo. No había timbre tampoco, ¿cómo se suponía que iba a entrar? Buscó y buscó hasta que vio una campana, quizás ese era su peculiar timbre, pero estaba en lo alto de la reja. Maldijo para sus adentros, ella había anunciado su llegada para ese día y a esa hora. Al parecer las cosas no iban a ser fáciles, para ella, esa puerta cerrada significaba que no era bienvenida en ese lugar y más, que no debería entrar. Pero había venido con un propósito y no lo dejaría. Intentó encaramarse, pero un ruido desconocido para ella, la hizo mirar hacia el lado opuesto y se tiró hacia abajo, tastabillando. Un hombre a caballo se acercaba veloz a la puerta. Llegó en menos de dos segundos y se detuvo ante ella por dentro de la finca.
―¡Buenos días, señorita, supongo que usted es la "nueva dueña"! ―le gritó el hombre haciendo relinchar al animal ante ella.
―Así es, ¿puedo hablar con el encargado? ―preguntó ella intentando ocultar su temor.
―Con él mismo habla.
―¿No me va a dejar entrar?
―Es su casa, ¿no?
―No tengo llave.
―Ah, es cierto, me olvidé que nunca quiso hacerse cargo de esto sino hasta ahora, cuando viene a recibir las ganancias.
―No sabe lo que dice.
―Nunca se apersonó por acá, ni siquiera para saber cómo estaba su padre, no vino a visitarlo ni una sola vez porque no quería venir a llenarse de tierra, pero ahora sí que puede venir para adueñarse de lo que por derecho me pertenece.
―No es así, yo no sabía siquiera de la ubicación de mi padre sino hasta hace unos días, cuando me contactó el abogado.
―Y usted, ni tonta ni perezosa, viene a "hacerse cargo de todo".
―Déjeme entrar para que hablemos ―suplicó, el sol ya estaba haciendo mella en ella, también las horas de conducción y el hambre. No era un buen momento para discutir.
―Por supuesto, usted es la dueña, usted manda ―replicó con ironía.
El hombre metió la mano al morral de la silla de montar y sacó un manojo de llaves, las que tiró por sobre la reja.
―¡Atájelas! Yo tengo demasiado trabajo para atenderla en este momento, una vaca está pariendo en el establo y una oveja se rompió una pata, así que cuando entre y deje sus cosas puede ir a ayudarnos, aquí siempre hay mucho que hacer.
Victoria se quedó inmóvil viendo cómo el tipo se iba así, como si nada, y tan rápido como había llegado. Buscó las llaves en el suelo, no las encontraba, recorrió con su mirada casi todo el sector, hasta que se le ocurrió mirar debajo de su auto y allí las encontró.
―¡Imbécil! ―gritó a voz en cuello, estaba enojada y se sentía muy humillada, sobre todo porque tuvo que ponerse boca abajo en el suelo para sacarlas.
En el manojo de llaves había más de veinte, de todos los colores y tamaños, y tuvo que probar una a una, dos veces, hasta dar con la que abría la reja. La chapa tenía una maña y le costó saber bien cuál era la llave correcta y cómo abrir la dichosa reja que, para rematar, pesaba una tonelada. Logró abrirla con dificultad, se subió a su auto y lo entró. Cerrarla no fue más fácil que abrirla. Definitivamente, esa puerta debía ser arreglada, esas “mañas” no le gustaban nada.
Se volvió a subir a su vehículo y avanzó despacio por el sendero rodeado de flores y árboles frutales. Era muy bello todo allí. Menos su anfitrión, que se había comportado como un animal con ella.
La casa era blanca y enorme, de dos pisos y muchos ventanales. Se bajó de su coche con algo de recelo y se dirigió hasta la entrada. Comenzó a buscar la llave que abriera la puerta, descartando las más grandes; antes de encontrar una que se adecuara a la puerta, esta se abrió y se asomó una mujer de unos setenta años, con rostro gentil.
―Usted debe ser la señorita Victoria Fernández, ¿no?
―Sí y usted es...
―Me llamo Norma.
―Un gusto, señora Norma.
―Pase, preparé un jugo de frutas y un pastel para recibirla.
―Alguien que me reciba bien ―murmuró y se arrepintió en el mismo instante.
―Ya vio a mi nieto, supongo ―comentó camino a la cocina.
―¿Rodrigo Montero es su nieto?
―Así es. ¿Lo vio? ¿Él le abrió?
―Sí, recién me encontré con él, aunque no podría decirse que me abrió la puerta.
―¿La trató muy mal?
―¿Mal? No, para nada ―ironizó.
―Él está muy dolido; esta ha sido su vida desde que nació y ahora va a perder todo su esfuerzo y sacrificio, debe entenderlo. Eso sin contar que tendrá que empezar de cero.
―No tiene que ser así, yo vengo a hablar con él.
―Yo lo conozco, no intente hablar con él por el momento, espere a que él esté un poco más calmado.
―¿Eso cuándo sería?
―En una semana, no creo que su enojo dure más que eso, no es un hombre rencoroso, solo está dolido.
―No es mi intención quedarme aquí tanto tiempo.
―¿Se irá pronto?
―Pensaba quedarme solo el fin de semana.
―¿El fin de semana? ―La mujer se volvió a mirarla―. Dudo mucho que él quiera escucharla, más todavía tomando en cuenta que el fin de semana es cuando más trabajo tiene aquí en la hacienda.
―¿Más trabajo en fin de semana?
La mujer retomó el camino.
―Por supuesto, durante la semana, mi nieto va a la ciudad a ver a los acreedores y clientes, pero el fin de semana se dedica a las labores propias del campo, ya que la mitad de los peones descansan.
―Ah.
―Aquí mi nieto trabaja tanto como cualquier otro trabajador, no porque es el hijo de José, se siente con privilegios especiales.
Victoria se quedó inmóvil, ¿hijo de José? Hijastro querría decir; la hija de José Fernández era ella, no él, por mucho que ese hombre se hubiera criado con él y su padre lo hubiera considerado más hijo a él que a ella misma.
Sacudió la cabeza ante su odioso pensamiento.
―No se sienta mal, señorita, José lo crio como a un hijo, prácticamente desde que nació ―manifestó condescendiente al tiempo que ponía ante ella un trozo de un exquisito pastel y un jugo de frutas natural.
―Sí, eso lo sé ―respondió con un dejo de tristeza, justo antes de probar un bocado.
La mujer no dijo nada, ella comprendía el dolor que significaba para esa joven el saber que su padre la había abandonado y, en cambio, se había hecho cargo de otro. La observó mientras comía en completo mutismo.
―La llevaré a su habitación para que se instale. ―La mujer rompió el tenso silencio que se había creado entre ambas.
―Gracias ―respondió sin emoción la joven, arrepintiéndose de haber ido, debió dejar que el abogado se hiciera cargo de todo.
Las amplias escaleras que llevaban al segundo piso eran fabulosas, con los pasamanos en madera tallada y los escalones cubiertos en una mullida y suave alfombra que se podía sentir con solo mirarla. El segundo piso era dos pasillos inmensos, con varias puertas a uno y otro lado. La abuela de Rodrigo le indicó la primera puerta a la derecha y la abrió. El cuarto no era grande, sin embargo, era agradable, con una hermosa vista al campo. Era un lugar campestre, tranquilo y silencioso. Un lugar totalmente diferente a lo que ella conocía. Victoria se crio en la ciudad, en un lugar bullicioso, un lugar donde la única tranquilidad que se podía esperar era por la madrugada, cuando ya los vehículos dejaban de andar por las calles, aunque tampoco era seguro, pues si no eran los motores rugiendo en las carreras clandestinas, eran los pandilleros que se tranzaban a pelea. No había comparación con la paz que allí se respiraba.
Sacó de su bolso la ropa que llevaba y la acomodó en el antiguo ropero del dormitorio, y dejó en la cama los documentos que le había entregado el abogado de su padre. Una vez que estuvo lista, se metió al baño, necesitaba una ducha, el viaje y ese hombre la había dejado exhausta, acalorada y entierrada. Después de un rato bajo el agua caliente, más para calmar sus nervios que para quitar cualquier suciedad, salió envuelta en la toalla y se encontró con Rodrigo sentado en su cama, mirando con desdén la carpeta con los documentos que la señalaban como dueña de todo lo de José Fernández.
―¿Qué hace aquí? ―interrogó Victoria, entre enojada y asustada, aferrándose a la toalla que cubría su cuerpo.
―Todavía es mi casa y puedo estar donde yo quiera ―contestó con sarcasmo.
La mujer le arrebató la carpeta de las manos.
―¡Pero no revisar las cosas que no son suyas!
―Todo lo que está en esta casa me pertenece ―replicó recorriéndola de pies a cabeza con la mirada, lo que la hizo estremecer.
―Necesito vestirme, ¿puede irse? ―contestó nerviosa.
―Una sola cosa le dejaré claro, señorita. ―Se acercó mucho a ella y se agachó hasta que su nariz casi rozó la de ella―. No le haré nada fácil la vida aquí.
―Si está con esa actitud, lo echaré de "mi" casa.
―Inténtelo ―se burló él.
―Salga de mi cuarto.
―Del cuarto de alojados, querrá decir.
―Es mi cuarto mientras esté aquí.
―No por mucho tiempo ―sentenció saliendo del dormitorio sin cerrar la puerta.
Victoria la cerró y se dio cuenta que el cuarto no tenía cerradura, antes no se preocupó pues supuso que nadie entraría sin golpear, pero ya se había dado cuenta que no sería así. Se sentó en la cama como si le pesara el alma, así lo sentía. Sabía que no sería fácil, el abogado se lo había advertido, le había dicho, al volver de hablar con Rodrigo, que era un hombre engreído y altanero que no se dejaba amedrentar con nada y que no quería llegar a acuerdo alguno, por lo que la única opción viable era el desalojo. Ahora lo podía comprobar por sí misma. Ese hombre no tendría piedad con ella, ni siquiera un poco de educación; al parecer tampoco la dejaría hablar sobre el trato que ella quería hacer, trato que conviniera a los dos, pero él la odiaba, y con razón; pero ella también tenía razones para odiarlo, él le había quitado a su padre y le había dado a él todo lo que le correspondía a ella, aun así, no lo trataría mal, al final, ella estaba consciente que quien había cometido el error era su padre y no Rodrigo.
Se quedó encerrada en el cuarto hasta que su estómago la obligó a bajar, lo que hizo a regañadientes pues sentía una mala energía en esa casa y estaba segura que era por su presencia allí.
Al terminar de bajar la escalera, vio a Norma que terminaba de tomar un té y a Rodrigo que tomaba un trago. El ambiente se podía cortar con cuchilla.
―Ya vamos a cenar, niña ―anunció con amabilidad la abuela al verla llegar―. ¿Quiere un aperitivo o algo?
―¿Va a comer aquí? ―preguntó con descaro el nieto.
―¡Rodrigo! ―censuró la anciana con voz de mando.
―No tengo hambre ―respondió la mujer, mordiéndose el labio inferior para no llorar, el hambre y el cansancio la tenían algo sensible y cada vez lo estaba más.
―Quédate ―dijo el hombre con rudeza―, que no se diga que no somos hospitalarios.
―Todavía no compruebo que usted lo sea ―replicó Victoria.
―No esperes que sea amable si quieres robarme todo lo que me pertenece.
―No quiero robar nada. Vine para hacer un trato que nos convenga a los dos.
―A ti más que a mí, supongo.
―Comamos, después hablan de negocios ―intervino la abuela de Rodrigo.
―Me parece bien, no es bueno tomar decisiones con el estómago vacío ―admitió el hombre caminando hacia la cocina y cuando pasó por el lado de la joven, se detuvo un microsegundo escaneando su rostro.
Victoria no dijo nada, simplemente los siguió a ambos; Rodrigo se sentó a la cabecera, Norma a su izquierda y la joven lo hizo en el lugar preparado para ella, a la derecha de su anfitrión.
―Espero que no te moleste comer en la cocina ―comentó Rodrigo con sorna.
―Para nada ―respondió Victoria con dureza.
La abuela los miró a ambos, la tensión entre ellos era demasiado notoria, lo único que esperaba era que de esa tensión llena de odio no surgiera un amor pasional, tan fuerte como su rechazo inicial.
Cenaron en silencio, a cada intento de conversación de Norma, Rodrigo contestaba con algún monosílabo o sonido extraño, quería hacer sentir mal a Victoria, hacerle sentir su incomodidad al tenerla ahí en esa casa, que era suya por derecho propio. La joven, sin embargo, no se dio por aludida, desde la tarde anterior, lo único que había comido era el pastel de la dueña de casa, por lo que se dedicó a comer sin pensar en nada, tampoco prestó atención a sus anfitriones ya que tenía muy claro no la querían allí y a pesar que ella quería llegar a un acuerdo, no querían escucharla. De todos modos, ellos se lo perdían y más tiempo la tendrían en esa casa, donde sabía que no era bien recibida, pero ya no le importaba, total, esa casa era suya y si Rodrigo no quería ceder, era su problema no de ella, por lo que si no le gustaba, quien tenía que irse era él y ya no aceptaría más humillaciones.
―Me voy a dormir, aquí en el campo hay que levantarse muy temprano, no es como en la ciudad donde la gente es floja y aprovechadora ―dijo Rodrigo de mal modo, apartándola de sus determinaciones mentales.
―Buenas noches, hijo ―se despidió la abuela.
―Buenas noches ―respondió Victoria por inercia.
―Usted debería irse a dormir también, mal que mal, si quiere quedarse aquí, debe aprender su funcionamiento y a trabajar la tierra y los animales.
―De eso quería hablar con usted, pero a usted no le interesa escucharme.
―Tiene razón, no me interesa escucharla. Buenas noches.
El hombre salió raudo de la cocina y subió las escaleras rumbo a su habitación. Victoria se volvió a mirar a la abuela de su anfitrión y le hizo un gesto de contrariedad.
―Yo le dije que él no la escucharía, no por el momento, al menos.
―Sí, pero tampoco es que yo me quiera quedar mucho tiempo aquí, yo tengo cosas que hacer en la capital. Y sé que para ustedes tampoco es agradable tenerme aquí.
―Entonces, ¿qué hará?
―No sé, intentaré hablar con él lo antes posible, tengo permiso para faltar el lunes, después de eso tengo que volver sí o sí, y si no logro conversar con él antes de irme, no sé, yo tengo que tomar posesión de esto, de otro modo se perderá y se lo llevará el fisco. Si él no quiere llegar a ningún acuerdo, tendrá que irse.
―Tendríamos ―aclaró la mujer―, si él se va, yo también me tendría que ir.
―Es lo que quiero evitar, señora Norma, yo no creo que sea justo que se vayan, pero tampoco que él se quede con todo, mi papá nunca se preocupó por mí, ni siquiera pude estudiar en la universidad por ser pobre, no me pida que ahora no exija lo que me corresponde. ―La joven se levantó, no quería discutir.
―La entiendo, pero mi nieto tiene tanto derecho como usted.
―Lo sé, señora, y lo entiendo y es precisamente eso lo que quiero conversar con él, llegar a acuerdo, no creo que eso sea tan difícil de entender, un arreglo entre los dos sería lo mejor...
―Lo que pasa, señorita, es que yo no quiero ningún arreglo con usted, para mí usted es una ladrona que quiere quedarse con todos mis años de trabajo.
Victoria se dio la vuelta, él estaba parado justo detrás de ella, a escasos centímetros, con sus negros ojos más oscuros que antes, mirándola fijamente.
―Pues entonces tendré que hacerme cargo yo de la hacienda, legalmente tengo todos los derechos, usted es quien quiere robarme lo mío.
―Si mi padre hubiese no hubiese muerto tan drásticamente...
―Si hubiese sido así, le aseguro que solo le correspondería la cuarta parte de todo, la cuarta de libre disposición, no crea que le hubiera podido dejar más.
―Él quería venderme la hacienda, no alcanzó, murió antes, de otro modo, señorita, usted no estaría aquí ni tendría nada qué reclamar.
Victoria sostuvo su mirada, sabía que eso era cierto, su padre jamás le habría dejado nada si hubiese previsto que le iba a dar un infarto que terminaría por matarlo.
―Pero no lo hizo, así que esto me corresponde.
―Es usted una piraña que quiere aprovecharse del trabajo ajeno.
―Hijo, ¿por qué no la escuchas? Tal vez te convenga...
―No, abuela, no. Yo no tengo nada que hablar con esta mujer.
―Deberemos hablar en algún momento.
―No ahora.
―Mientras antes, mejor.
―No, no, no quiero escuchar nada de usted, señorita.
Salió hacia afuera y se sentó en el balancín de la entrada de la casa y encendió un cigarrillo. Ella también salió, la noche estaba cálida, y se sentó en el sillón frente a él.
―¿Me va a seguir?
―También es mi casa, puedo estar donde yo quiera.
―¿Y tiene que estar frente a mí?
Ella sonrió con ironía, ese hombre no sabía con quién se había metido, ahora que tenía las cosas más claras, ya no le pasaría por encima.
―En realidad, no ―respondió, se levantó con delicadeza, se deslizó como una bailarina y se sentó en el balancín, al lado de él―. En realidad, prefiero sentarme aquí ―dijo dedicándole una amplia sonrisa, dejando al hombre helado.