Luego de cerrar la carpeta que contenía los documentos, el abogado de José Fernández miró a la única heredera legal, su hija, Victoria Fernández Subercaseaux, una mujer de veintiséis años, tez blanca, ojos verdes y pelo n***o, no había heredado los rasgos europeos de su madre. De su padre, nada tampoco.
―¿Usted me quiere decir que todo lo que mencionó ahí es mío?
―Todo, señorita.
―¿Está seguro que no le pertenece a alguien más?
―Seguro. Usted es la única heredera, los padres de José Fernández, sus abuelos, ya no viven, no tenía hermanos, tampoco estaba casado. Usted es la única heredera legal, nadie más puede reclamar lo que es solo suyo.
―¿Alguien más podría o querría hacerlo?
El abogado tragó saliva y se acomodó la corbata.
―Dígame, ¿hay alguien más que querría tener eso? ―indicó la carpeta.
―Bueno, sí, algo así, pero él no tiene derecho legal alguno sobre la herencia.
―¿Quién es?
―El encargado de la hacienda, Rodrigo Montero, él aún no está informado, mañana viajo al sur para hablar con él.
―¿Es el capataz?
―No, él es hijastro de don José, se crio con él.
Victoria se quedó en silencio, no supo qué decir; ella, que no había significado nada en la vida de su padre, había heredado todo, sin embargo, ese hombre que lo había tenido todo junto a él, estaba quedando sin nada. Y eso no le gustaba nada. Ella no era una mala mujer, por más daño que le hubiera hecho su padre.
―Mañana a las once viajaré al sur, ¿vendrá conmigo? ―consultó el abogado.
―¿En qué posición quedará él? ―inquirió Victoria muy preocupada.
―Eso será decisión suya, señorita, usted ahora es la dueña universal y yo que usted, me quedo con todo, es lo que corresponde, después de todo, su padre le debe pensión alimenticia por muchos años ―respondió con malicia el licenciado.
―Ni tantos ―replicó algo molesta.
―Veintiséis. Veintiséis años en los que él se gastó su dinero mientras usted y su mamá pasaban hambre.
Victoria asintió con la cabeza sin saber qué decir exactamente.
―Bueno, yo me tengo que marchar, como le dije, mañana voy al fundo a hablar con ese hombre, si usted quiere venir conmigo, me avisa.
―Muchas gracias, Roberto, yo no iré, en cuanto esté de vuelta del sur, me avisa cómo le fue, tengo que pedir permiso en el trabajo y no sé si me darán.3%
―Por supuesto. ―El hombre se levantó―. Hasta luego, señorita Fernández, pero debe saber que si reclama esta herencia no necesitará volver a trabajar, con el dinero que le dejó su padre, puede vivir tranquilamente el resto de sus días.
―Gracias. Hasta luego ―se despidió sin contestar al último comentario.
El abogado se retiró y la madre de Victoria salió del cuarto, desde donde había escuchado toda la conversación, o gran parte de ella.
―Así que ahora eres dueña de todo ―resopló con altanería.
―Así parece ―asintió la joven sin más, encogiéndose de hombros.
―Ahora tendrás todo lo que te corresponde.
―¿Qué voy a hacer yo con las vacas? Yo soy una mujer de ciudad.
―Las vendes. Con los millones que puedes sacarle, viviremos el resto de nuestras vidas como reinas y no tendremos que volver a trabajar nunca más en la vida. Ya te lo dijo el abogado. Recuperaremos todo lo que nos quitaron y que nos pertenecía.
―¿Tú crees? Yo no significaba nada en la vida de José Fernández, nunca me importó a mí nada de él tampoco, hay otro dueño en la hacienda, ese hombre siempre ha vivido en ese lugar, debe ser su vida.
―Él te robó todo lo que te correspondía a ti y quién sabe si a tu papá también. La mamá de ese hombre me robó a mi esposo y él mismo te robó a tu padre.
La joven no respondió. En cierto modo, su madre tenía razón, pero no quería meterse en líos, algo le decía que no saldría bien parada de todo esto.
―Debes reclamar lo tuyo. Y lo debes hacer lo antes posible como te dijo el abogado, de otro modo, no solo nosotras perderemos todo, también esa gente ―sentenció la madre.
Victoria no contestó a pesar de que en ese momento tomó una decisión y no era lo que su madre esperaba. Haría lo que su conciencia le indicara.