CAPÍTULO DOS
Gwendolyn estaba sola, de vuelta al Anillo, en el castillo de su madre y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que algo no estaba bien. El castillo estaba abandonado, vacío, habían quitado todas sus pertenencias; no tenía ventanas, se había perdido el hermoso vitral que una vez las había adornado, dejando tan solo los ranuras en la piedra, la luz del atardecer se colaba. El polvo se arremolinaba en el aire y parecía que aquel lugar no se había habitado en mil años.
Gwen echó un vistazo y vio la panorámica del Anillo, un lugar que una vez había conocido y amado con todo su corazón, ahora desolado, distorsionado, grotesco. Como si no quedara nada bueno vivo en el mundo.
“Hija mía”, dijo una voz.
Gwendolyn se giró y se sorprendió al ver a su madre allí de pie, mirando hacia atrás, con la cara demacrada y enfermiza, apenas era la madre que una vez quiso y recordaba. Era la madre que recordaba en su lecho de muerte, la madre que parecía que había envejecido demasiado en una vida.
Gwen sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta, a pesar de todo lo que había sucedido entre ellas, de lo mucho que la echaba de menos. No sabía si era a ella a quien echaba de menos o simplemente ver a su familia, a alguien conocido, el Anillo. Daría lo que fuera por estar de nuevo en casa, por volver a lo conocido.
“Madre” respondió Gwen, apenas creyendo lo que veía ante ella.
Gwen alargó el brazo hacia ella y, al hacerlo, de repente se encontró en otro sitio, en una isla, al borde de un acantilado, que estaba chamuscada y había sido reducida a cenizas. El fuerte olor de humo y azufre colgaba en el aire, quemaba las fosas nasales. Miraba la isla y, cuando las olas de ceniza se disiparon en el aire, echó un vistazo y vio un moisés hecho de oro, calcinado, el único objeto en este paisaje de ascuas y ceniza.
El corazón de Gwen latía con fuerza mientras caminaba hacia delante, muy nerviosa por ver si su hijo estaba allí, si estaba bien. Una parte de ella estaba exultante por llegar allí y cogerlo, apretarlo contra su pecho y no dejarlo ir jamás. Pero otra parte temía que no estuviera allí –o peor, que pudiera estar muerto.
Gwen corrió hacia delante y se inclinó para mirar en el moisés y su corazón se partió al ver que estaba vacío.
“¡GUWAYNE!” exclamó angustiada.
Gwen escuchó un chillido, más arriba, parecido al suyo y, al alzar la vista, vio un ejército de criaturas negras, parecidas a las gárgolas, que marchaban volando. Su corazón se detuvo al ver, en las garras del último, un bebé colgando, que lloraba. Lo llevaban hacia un cielo de penumbra, elevado por un ejército de tinieblas.
“¡NO!” chilló Gwen.
Gwen se despertó gritando. Se incorporó en la cama, intentando adivinar dónde estaba. La tenue luz del amanecer se extendía por las ventanas y le llevó unos cuantos segundos darse cuenta de dónde estaba: la Cresta. El castillo del Rey.
Gwen sintió algo en la mano y, al mirar hacia abajo, vio a Krohn lamiéndole la mano y después reposando la cabeza en su regazo. Le acarició la cabeza mientras estaba sentada en la punta de la cama, respirando con dificultad, orientándose lentamente, con el peso de su sueño encima.
Guwayne, pensó. El sueño había parecido muy real. Ella sabía que era más que un sueño –había sido una revelación. Donde quiera que estuviera, Guwayne estaba en peligro. Alguna oscura fuerza lo estaba abduciendo. Podía sentirlo.
Gwendolyn se puso de pie, perturbada. Más que nunca, sintió la urgencia por encontrar a su hijo, por encontrar a su marido. Más que cualquier otra cosa, quería verlo y abrazarlo. Pero sabía que eso no iba a suceder.
Mientras se secaba las lágrimas, Gwen se puso la bata de seda por encima, atravesó corriendo la habitación, con los adoquines suaves y fríos a sus pies, y se detuvo ante la alta ventana arqueada. Tiró el cristal del vitral hacia ella y, al hacerlo, entró la tenue luz del amanecer, el primer sol que estaba saliendo, inundando el paisaje de escarlata. Era impresionante. Gwen miró hacia fuera, disfrutando de la vista de la Cresta, la inmaculada capital y el interminable paisaje de su alrededor, ondulantes colinas y abundantes viñedos, la mayor abundancia que jamás había visto en un sitio. Más allá, el azul centelleante del lago iluminaba la mañana y, más allá todavía, los picos de la Cresta, formando un perfecto círculo, rodeaban el lugar, que cubierto por la neblina. Parecía un lugar en el que no nada malo podía pasar.
Gwen pensaba en Thorgrin, en Guwayne, en algún lugar más allá de aquellos picos. ¿Dónde estaban? ¿Volvería a verlos alguna vez?
Gwen fue hacia la cisterna, se echó agua en la cara y se vistió rápidamente. Sabía que no encontraría a Thorgrin y a Guwayne sentada en aquella habitación y sentía más que nunca que necesitaba hacerlo. Si alguien podía ayudarla, era quizás el Rey. Él debía tener algún modo de hacerlo.
Gwen recordaba la conversación con él, mientras caminaban por los picos de la Cresta y obsevaron a Kendrick partir, recordaba los secretos que le había revelado. Que estaba muriendo. Que la Cresta estaba muriendo. Pero había más, más secretos que le iba a revelar, pero los interrumpieron. Sus consejeros se lo llevaron por un asunto urgente y, mientras se iba, le prometió que le contaría más y que le pediría un favor. ¿Qué favor era? se preguntaba ella. ¿Qué podía querer de ella?
El Rey le había pedido que se reuniera con él en la sala del trono al romper el alba y ahora Gwen se apresuraba a vestirse, pues sabía que ya llegaba tarde. Sus sueños la habían dejado mareada.
Mientras iba a toda prisa por la habitación, Gwendolyn sintió un retortijón de hambre, la hambruna del Gran Desierto todavía le pasaba factura, y echó un vistazo a la mesa de exquisiteces que le habían preparado –panes, fruta, quesos, postres dulces- y cogió rápidamente algunas cosas para irlas comiendo por el camino. Cogió más de las que necesitaba y, mientras caminaba, le daba la mitad de lo que tenía a Krohn que, gimiendo a su lado, se lo arrebataba de la mano deseoso de alcanzarlo. Ella estaba muy agradecida por esta comida, por la acogida, por el espléndido alojamiento –en algunos aspectos, se sentía como si estuviera de vuelta en la Corte del Rey, en el castillo en el que creció.
Los guardias se pusieron alerta cuando Gwen salió de la habitación, empujando la pesada puerta de madera de roble. Pasó dando largos pasos por delante de ellos, hacia los pasillos tenuemente alumbrados del castillo, las antorchas de la noche todavía quemaban.
Gwen llegó hasta el final del pasillo y subió unas escaleras de caracol de piedra, con Krohn a sus pies, hasta que llegó a los pisos superiores, donde sabía que estaba la habitación del trono del Rey, pues ya empezaba a familiarizarse con el castillo. Corrió hacia otra sala y estaba a punto de pasar por una apertura arqueada en la piedra cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se echó hacia atrás, sorprendida al ver a una persona entre las sombras.
“¿Gwendolyn?” dijo él con voz suave, demasiado refinado, saliendo de entre las sombras con una pequeña sonrisa petulante en la cara.
Gwendolyn parpadeó, atónita, y tardó un instante en recordar quién era. Le habían presentado a tantas personas en pocos días que todo se había vuelto un poco confuso.
Pero esta era una cara que no podía olvidar. Se dio cuenta de que era el hijo del Rey, el otro gemelo, el que tenía pelo y había hablado en contra de ella.
“Tú eres el hijo del Rey”, dijo, recordando en voz alta. “El tercero más mayor”.
Él sonrió, con una sonrisa pilla que a ella no le gustó, mientras daba un paso adelante.
“En realidad, el segundo más mayor”, le corrigió. “Somos gemelos, pero yo vine primero”.
Gwen lo observó mientras se acercaba un poco más y vio que estaba impecablemente vestido y afeitado, con el pelo peinado, olía a perfume y aceite y vestía la ropa más fina que ella había visto. Tenía aspecto de engreído y apestaba a arrogancia y prepotencia.
“Prefiero que no piensen en mí como un gemelo”, continuó. “Soy un hombre por mí solo. Me llamo Mardig. Es mi destino en la vida haber nacido un gemelo, no lo pude controlar. El destino, diría, de las coronas”, concluyó filosóficamente.
A Gwen no le gustaba estar en su presencia, todavía dolida por su trato la noche anterior y sentía que Krohn estaba tenso a su lado, con los pelos de la nuca erizados mientras se frotaba contra su pierna. Estaba impaciente por saber qué quería.
“¿Siempre merodea por las sombras de estos pasillos?” preguntó ella.
Mardig sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba más, demasiado para ella.
“Al fin y al cabo, es mi castillo”, respondió, defendiendo su territorio. “Saben que deambulo por aquí”.
“¿Su castillo?” preguntó. “¿Y no es de su padre?”
Su expresión se volvió sombría.
“Todo a su tiempo”, respondió enigmáticamente y dio otro paso hacia delante.
Gwendolyn dio un paso hacia atrás involuntariamente, pues no le gustaba su presencia, mientras Krohn empezaba a gruñir.
Mardig miró a Krohn con desprecio.
“¿Sabía que los animales no pueden dormir en nuestro castillo?” respondió.
Gwen frunció el ceño enojada.
“Su padre no tuvo ningún recelo”.
“Mi padre no impone las normas”, respondió él. “Lo hago yo. Y la guardia del Rey está bajo mi mando”.
Ella frunció el ceño, frustrada.
“¿Por eso me ha parado aquí?” preguntó ella, enojada. “¿Para cumplir con el control sobre los animales?”
Él frunció el ceño en respuesta al darse cuenta de que, quizás, había topado con un igual. La miró fijamente, con los ojos clavados en ella, como si la estuviera analizando.
“No existe ni una sola mujer en la Cresta que no me desee”, dijo. “Y, sin embargo, no veo la pasión en sus ojos”.
Gwen lo miró boquiabierta, horrorizada, al darse cuenta finalmente de qué iba todo aquello.
“¿Pasión?” repitió, avergonzada. “¿Y por qué tendría que sentirla? Estoy casada y el amor de mi vida pronto regresará a mi lado”.
Mardig rió fuerte.
“¿Ah, sí?” preguntó. “Por lo que he oído, hace mucho tiempo que murió. O tanto tiempo que está perdido para usted, que nunca regresará”.
Gwendolyn lo miró enfurecida, mientras su enfado iba en aumento.
“Y aunque no regresara nunca”, dijo ella, “nunca estaría con otro. Y menos aún con usted”.
Su expresión se ensombreció.
Ella se dio la vuelta para irse, pero él le agarró el brazo. Krohn gruñó.
“Aquí yo no pido lo que quiero”, dijo. “Lo cojo. Está en un reino extranjero, a la merced de un anfitrión extranjero. Sería sabio por su parte complacer a sus captores. Al fin y al cabo, sin nuestra hospitalidad, estaría tirada en el desierto. Y existen un montón de circunstancias desafortunadas que pueden acontecer por accidente a una invitada, incluso con el mejor intencionado de los anfitriones”.
Ella lo miró con el ceño fruncido, había visto muchas amenazas reales en su vida como para asustarse de estas advertencias insignificantes.
“¿Captores?” dijo ella. ¿Es así como nos llama? Yo soy una mujer libre, por si no se había dado cuenta. Me podría ir de aquí ahora mismo si así lo decidiera”.
Él rió, haciendo un terrible ruido.
“¿Y hacia dónde iría? ¿De vuelta al Desierto?”
Él sonrió y negó con la cabeza.
“Puede que técnicamente sea libre de marchar”, añadió. “Pero permítame que le pregunte algo: cuando el mundo es un lugar hostil, ¿dónde la deja esto?”
Krohn gruñó con malicia y Gwen podía sentir que estaba a punto de saltar. Se sacudió la mano de Mardig de encima indignada y posó una mano en la cabeza de Krohn, reteniéndolo. Y entonces, cuando miró de nuevo a Mardig con una mirada asesina, tuvo una repentina percepción.
“Dígame una cosa, Mardig”, dijo con la voz dura y fría,. “¿Por qué no está usted allá fuera, luchando con sus hermanos en el desierto? ¿A qué se debe que es usted el único que se ha quedado atrás? ¿Es que el miedo le domina?”
Él sonrió, pero bajo su sonrisa ella notaba la cobardía.
“La caballerosidad es para los estúpidos”, respondió él. “Estúpidos cómodos, que preparan el camino a los demás para que consigamos lo que queremos. Cuélguele el nombre de “caballerosidad” y los podrá usar como marionetas. A mí no pueden utilizarme tan fácilmente”.
Él lo miró, enojada.
“Mi marido y nuestros Plateados se ríen de un hombre como usted”, dijo ella. “No duraría ni dos minutos en el Anillo”.
Gwen miraba de él a la entrada que estaba tapando.
“Tiene dos opciones”, dijo ella. “Puede apartarse de mi camino, o Krohn tomará el desayuno que con tanto entusiasmo desea. Creo que su tamaño es perfecto para él”.
Él echó un vistazo a Krohn y vio que le temblava el labio. Se apartó hacia un lado.
Pero ella todavía no se marchó. En cambio, dio un paso adelante y se acercó a él mirándolo con desprecio pues quería decirle lo que pensaba.
“Puede que esté al mando de su pequeño castillo”, gruñó de manera amenazante, “pero no olvide que habla con una Reina. Una Reina libre. Nunca responderé ante usted, nunca responderé ante nadie más mientras viva. Esto ya se ha acabado. Y esto me hace muy peligrosa –mucho más peligrosa que vos”.
El Príncipe la miró fijamente y, ante su sorpresa, sonrió.
“Usted me gusta, Reina Gwendolyn”, respondió él. “Mucho más de lo que pensaba”.
A Gwendolyn le latía fuerte el corazón mientras observaba cómo él se daba la vuelta y se iba, escurriéndose en la oscuridad, desapareciendo en el pasillo. Mientras sus pasos resonaban y se desvanecían, ella se preguntaba: ¿qué peligros acechaban en aquella corte?