Elena había terminado de leer el poema, y sacó la libreta de hojas amarillas que guardaba en la gaveta de su escritorio.
Le sacó punta a su lápiz hasta que estuviera lo suficientemente afilado, tal cual como a ella le gustaba, y ya estaba lista para plasmar esa tormenta de ideas que se abatía en su mente; solía ocurrir después de que leía algún libro, o un artículo en cualquier prensa, o justo como en esa tarde, un poema.
"Hoy me puedo despedir de aquello que amo, pero aunque le diga adiós para siempre, pensaré en él para toda la vida".
Le dio un toqueteo a la libreta, dejando puntos de lápiz mientras esperaba que alguna nueva idea arribara, pero tan solo se quedó allí.
Suspiró y tiró el lápiz a un lado, mientras se echaba atrás sobre el respaldo de la silla. Se estiró un poco para sentir ligeros sus músculos.
Era una tarde cualquiera, en los últimos días de las vacaciones de verano, estaba ella sentada en el escritorio de su habitación leyendo algún libro. Prefería eso que salir a la playa con sus amigos tal como hacía su prima Wendy.
Se consideraba a sí misma un fenómeno de su generación. A diferencia de muchos jóvenes adultos, se sentía más cómoda quedándose en la tranquilidad de su casa leyendo algún libro.
Le gustaba pedir como regalo de cumpleaños chocolates o libros, en vez de ropa nueva o aparatos novedosos. No le agradaba la idea de socializar, y muchas veces criticaba a las chicas de su misma edad, exclamando que solo hablaban de cosas superficiales e inútiles como para que ella desgastara su saliva en una charla con ellas.
Ciertamente, se había ganado un apodo en su instituto. Le decían "Rata de Biblioteca" o "La Come Libros" en vez de su nombre original. A todos esos apodos, poca importancia le daba.
Sólo había una frase que le encantaba usar en aquellas ocasiones: "f**k the world".
Así entonces era la vida de Elena Greyson, una adolescente apática a lo común de la sociedad.
Como no encontraba qué más hacer, tomó el libro de Romeo y Julieta, aquél que era su favorito, aquél que ya había leído más de dos veces, aquél que ya se sabía todas sus frases, sus escenas, que seguía llorando con su trágico final.
“ROMEO Y JULIETA. Acto II. Escena II”
Aquella escena, en definitiva era su favorita. No podía quedar más enamorada de Romeo porque ya era suficiente perfección para ella.
Entonces, nuevamente leyó las frases que en su mente grabadas estaban, y con cierto entusiasmo se levantó. Dejó el libro allí sobre el escritorio y se encaminó hasta su balcón, tal como había ocurrido en la escena del libreto.
— ¡Oh, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre; o, si no quieres, júrame tan sólo que me amas, y dejaré yo de ser una Capuleto. — exclamó hacia el horizonte del paisaje, que podía presenciar en su balcón.
— ¿Continuaré oyéndola, o le hablo ahora? — contestó entonces esa voz ajena, la siguiente parte de la escena.
— ¡Sólo tu nombre es mi enemigo! ¡Porque tú eres tú mismo, seas o no Montesco! ¿Qué es Montesco? No es ni mano, ni pie, ni brazo, ni rostro, ni parte alguna que pertenezca a un hombre... — tan sólo se había dejado llevar por aquellas frases guardadas eternamente en su memoria, pero apenas pudo despegarse de la obra que se recreaba en su mente, Elena se dio cuenta que había alguien más.
Con pánico, volteó el rostro para encontrarse a un muchacho, que estaba apoyado en la orilla de su balcón, mirándola con fascinación, y a la vez, con cierta sonrisa de burla.
— ¿Quién eres? — gritó, mientras su rostro enrojecía por la vergüenza, pensando que se había dejado llevar por su fascinación a la obra literaria y que un completo desconocido había presenciado su patética actuación. — ¿Cómo es que jamás te había visto?
— Me acabo de mudar con mi familia, hace unos días, ¿y tú quién eres? Oh, ya sé... Una come libros de poesía patética. — sonrió el muchacho.
— ¡No es patética! — vociferó, revuelta en pena y finalmente, cerró con brusquedad las ventanas de su balcón.
¿Un vecino nuevo? Estaban mejor la pareja de ancianos que no salían a su balcón a espiar a los demás o eso pensaba Elena, mientras intentaba calmar su manojo de nervios.
Sólo fue un mal momento, pronto el vecino lo olvidaría y estaba totalmente convencida de que jamás lo volvería a ver.
Finalmente sus vacaciones de verano habían finalizado, y así comenzaba con una nueva época escolar.
Para Elena era emocionante, porque tendría de cerca la biblioteca, donde se quedaba después de clases hasta que el atardecer caía y las puertas del instituto cerraban.
Pero había algo aparte de eso, que hacían sus días en el instituto algo maravilloso.
Tenía por nombre Jessie. Sí, era un chico.
Elena, como cualquier otra persona, estaba enamorada de su compañero de clases, Jessie.
Era un muchacho bastante sereno, se le podía considerar algo tímido, pero como Delegado del salón, daba una imagen madura y agradable para el resto de sus compañeros.
Cada vez que Jessie hablaba frente a todos, intentando brindar soluciones a sus problemas como estudiantes o cuando daban ideas para las actividades recreativas, Elena despegaba la vista de algún libro que estuviera leyendo para escucharle, para admirar la confianza con la que hablaba, cómo expresaba sus ideas y todos concordaban con él.
Simplemente, ella veía la perfección.
Pero como era de esperarse de Elena, incapaz de mantener una conversación elocuente con las demás personas, ella jamás había charlado formalmente con Jessie.
Las veces en el que observaba su comportamiento en clases, Elena se daba cuenta que jamás Jessie estaba solo. Sus amigos, quienes aborrecían rotundamente, eran la razón por la cual ella no pudiera charlar con su amor platónico.
Sin embargo, ella se conformaba con tan sólo verle sentado en su asiento tres puestos delanteros, o encontrarlo casualmente por los pasillos.
Aunque detestaba ir al baño mientras estaba en el instituto, ese día había hecho una excepción debido a que no aguantaba más las ganas.
¿Por qué odiaba tanto el baño?
— Ah, miren, es la Rata de Biblioteca. — anunció la líder del grupo.
Pues sí. El baño de damas era el centro de encuentro de un grupo de chicas un año mayor que Elena. Eran todas ellas esa clase de chicas que odiaba. Superficiales, ruidosas, fastidiosas, capaces de hacer cualquier cosa para llamar la atención.
Y no podía faltar que hacían de Elena la burla del día.
Ignoró como de costumbre su saludo y pasó directamente al cubículo, donde bloqueó la entrada.
— Qué grosera, y ni siquiera nos saludas cuando nosotras hicimos el esfuerzo de perder saliva en hablarle — comentó una.
— Es porque los animales no hablan, Jenna. — agregó la otra.
"Cómo deseo que desaparezcan estas perras", pensó con irritación, mientras terminaba de arreglarse la falda.
Salió para finalizar su labor allí, y abrió el grifo, remojando sus manos.
— Oye, Rata, te estamos hablando — exigió atención la líder. — ¿Piensas que podrás ignorarnos? — y entonces colocó un dedo sobre la salida del grifo, haciendo que el agua se descontrolara y chorros cayeran directamente a Elena. — A los animales hay que enseñarles educación.
— Te diría que fue cruel porque perdería su maquillaje, pero recordé que los animales no se maquillan — prorrumpieron a carcajadas entre todas.
"Al menos no pareceré una prostituta china mal pagada", pensó Catherine, tomando con naturalidad la situación.
— Vámonos ya — entonces la líder se aburrió de la actitud relajada de su víctima y tomó su bolso y el grupo de chicas salió en orden por la puerta, riéndose ruidosamente de Elena.
Por otro lado, ésta buscó papel con el que pudiera secar su rostro, y después de ver lo empapada que estaba su camisa, pensó en esperar un rato en el baño hasta que se secara. No quería llegar a clases en aquél estado y que se convirtiera en centro de burla de los demás o del mismo profesor.
Para su suerte, sacó el libro de bolsillo que siempre cargaba consigo, y encerrando en algún cubículo, se dedicó a sentarse y leerlo.
Había dedicado todos sus sentidos en la novela El crimen de Lord Arthur Savile y otras historias, que para cuando comenzó a sonar la campana, Elena se percató que las clases del día habían terminado.
Se había saltado por completo la última hora.
Le preocupó porque si en clases habían dado algo importante, ella no tendría a nadie a quien pedirle prestado las anotaciones. Después de todo, no tenía amigos.
Entonces salió del baño, y se encaminó entre los pasillos que los estudiantes iban dejando, para tomar sus cosas en el salón.
Al entrar, se encontró con la única presencia de Jessie.
— Ah, Greyson — dijo él al verla en la entrada.
"¡Se sabe mi apellido! ¡Sabe quién soy!", no pudo evitar sonreír de entusiasmo, "Si soy ilusa, es el Presidente de la clase, su deber es saber el nombre de todos sus compañeros... No es como si se lo supiera porque está interesado en mí o algo".
— Ten cuidado al ir a casa — tomó su mochila y comenzó a caminar en dirección a donde estaba ella, porque era la salida también.
— A-ah... tú también... J- Jessie. — su lengua se enredaba, haciéndola quedar como idiota, o eso pensaba ella, en el nido de nervios que gobernaba su cabeza en aquél instante.
— Está lloviendo — comentó él —, y veo que no tienes un paraguas.
— N-no hay problema... No hay. — contestó ella. Dirigió la vista a la ventana y se percató que ciertamente, la lluvia caía con furia.
— ¡No! — dijo él. — Te mojarás, no puedo permitir eso.
"Es tan caballeroso... Perfecto".
— ¿Utilizamos el mío? — y sonrió amablemente.
Era su sueño, ciertamente, pero no podía aceptar. Irían entonces juntos bajo el mismo paraguas, encaminándose por una misma vía.
No tendrían nada de qué hablar, y ella sólo balbucearía estupideces, sin despegar la vista de su príncipe soñado. De tan sólo pensar lo incómodo que pondría a Jessie, Elena se negaba a la idea.
— Mi casa queda muy lejos de la tuya — e inmediatamente, se dio cuenta del error que había cometido
"¡¿Pero qué acabo de decir?! ¡Imbécil!"
— ¿Cómo sabes... ¿Dónde vivo? — preguntó intrigado Jessie.
— E-es sólo una suposición. Yo, bueno, disculpa — corrió hasta su asiento tomando su mochila y así, desaparecer de la vista del chico.
— Tranquila, no tengo problemas en acompañarte — volvió a sonreír, deleitando los ojos de Elena.
Finalmente estaban así, caminando por las calles de su ciudad, ambos bajo el mismo paraguas que sostenía Jessie, con cuidado de que su acompañante no se mojara.
Y ciertamente existía entre ellos ese profundo silencio, que para Elena era incómodo, pero por lo que podía ver ella de reojo, el príncipe se veía muy cómodo.
"Quizás le gustan las chicas que son calladas. Já, esas perras del baño jamás tendrían oportunidades", y sonrisitas malintencionadas desbordaban de sus labios.
— ¿Tengo algo gracioso en la cara? — preguntó Jessie, confundido.
— ¡No! Por supuesto que no. Tu cara está perfecta, siempre lo ha estado — chilló ella.
"¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡¿Acaso quieres que te dejen abandonada bajo la lluvia?!"
— Gracias — rió él con suavidad — ¿Sabes? Estoy en un club de literatura en el instituto, y me preguntaba si te gustaría participar.
¿Literatura? ¡Por supuesto que sí! No había nada más que le encantara a Elena que la misma literatura.
Al no obtener respuesta, Jessie continuó:
— Quizás parezca aburrido o algo así, pero somos cuatro en el club y la pasamos bien. Los deberes no son tan pesados, y tampoco quita mucho tiempo después de la escuela. Así que... — miró curioso a la chica que caminaba a su lado, esperando ansioso alguna respuesta afirmativa, pero sólo detallaba cómo Elena movía las manos agitadamente, y ocultaba el rostro.
"Con que no aceptará, ¿huh?", pensó desilusionado.
— A… — un sonido leve sobresalió de Elena.
— ¿Sí? — y las esperanzas volvieron a él.
— ¡Adiós! — y sorpresivamente, echó una carrera alejándose de Jessie y desapareciendo en la esquina de la avenida.
Sí, aquella fue la primera impresión que Elena le dejó a su amor platónico.