—¡Hermoso! —exclamó la madre de Dominic—. Ese vestido es hermoso, Kay. Luces como toda una reina.
La voz se atoró en mi garganta.
—Gracias —sellé al reverberarme en el espejo.
Me visualicé de cuerpo completo tantas veces, que podría pintarme si fuera Picasso. Mi pequeño cuerpo se escondía en un ajustado vestido blanco, abombado como una grotesca nube de la cintura hacia abajo. La zona superior perfeccionaba mi silueta y me privaba de respirar para extraer una minúscula cintura. Pedrería adornaba el corte en uve de la espalda. Todo el lujo que un vestido podía poseer, no le agradaba en absoluto a su portadora. No me sentía cómoda usando un vestido tan pronunciado, iluminado y que realzaba las curvas de mi cuerpo.
Sujeté mi cabello en una coleta de caballo, mientras divisaba la espalda descubierta. Lancé de nuevo las hebras sobre mi espalda. No era exactamente lo que imaginé cuando me aseguraron que tendría el mejor vestido existente en la historia de la monarquía. Ninguna reina fue desposada con la espalda descubierta, ni en un traje tan ajustado. Las reglas de la corona eran tiradas a la basura cuando a la reina le convenía. Del resto, seguíamos viviendo bajos reglas demasiado arcaicas.
Tessa me ayudó a descender del banco sobre el que mi madre me elevó como una estatua. Estaba rodeada de espejos de dos metros de altura, para que mi belleza brillara más que el diamante. Broté el pecho ante las mujeres a mi lado y exhalé aquellas palabras que ardían en mi boca.
—Es demasiado pronunciado. Parezco prostituta refinada —agregué malhumorada. No estaba emocionada ni extasiada con la última prueba del vestido—. ¿Quieren que luzca como una zorra con tintes de princesa? A mi padre no le agradaría nada.
Mi madre me reprendió con una fuerte mirada. La tensa y gruesa vena en su cuello comenzaba a pronunciarse. Reflejó la ira que sentía por mí al no amar el vestido de mi suegra. Di una vuelta sin tanto esmero y enfrenté de nuevo a ambas mujeres.
La madre de Dominic se limitó a mostrar un rostro impresionado, mientras la reina deseaba estallar en llamas como una botella de aerosol al fuego. Aun así, mantuve mi posición, como un soldado en el ejército. No luciría ese horrendo vestido.
La madre de Dominic, Rose, tomaba el té en un extremo de la habitación. Observaba el panorama como una espectadora. Mi madre se levantó de su silla y se acercó a paso constante a mí. Sin importar las miradas que la juzgarían, sujetó mi muñeca con una mano y tiró de mi brazo para estar a su altura.
—Compórtate. Este es el vestido que usarás para tu esposo.
Esa grisácea y penetrante mirada de bruja malvada, intentaba moldearme a su antojo. Con la potencia de un caballo salvaje, me zafé de su agarre y sujeté el ruedo del vestido con ambas manos. Franqueé a su lado en dirección al baño, sin más deseo que arrancarme esa prenda que quemaba mi piel como manto envenenado. Antes de enterrarme en el baño, giré para proferir unas cuantas palabras más, que no eran del agrado de la reina. No podía silenciarme más tiempo. Tenía voz propia.
—Si me disculpan, no quisiera arrugar el vestido —comenté con la penetrante mirada sobre mi madre—. Sería una lástima arruinar una prenda tan fina.
Sin evocar sentimientos, me oculté tras la puerta del baño. Pegué el pecho a la madera y escuché como mi madre le pedía disculpas a Rose por mi comportamiento inmaduro. No entendía que se creían ambas mujeres. Ya no era esa niña que podían manejar como marioneta, que asentía con la cabeza y callaba por temor a las represalias. Lo lamentaba por ellas, pero mi decisión era irreversible. Era el día de mi boda. Si no se me permitía elegir a mi esposo, al menos escogería el vestido.
Escuché la voz de Rose. Le comentaba a la reina que mi comportamiento era comprensible, teniendo en cuenta la situación en la que estaba involucrada. Ella le decía que la imposición del matrimonio me enloquecía, que su hijo tampoco estuvo feliz al principio. Eso último me despegó de la puerta. ¿Las palabras de Dominic eran mentira? Si no estuvo de acuerdo al inicio, ¿por qué estarlo después? Era inadmisible que el soltero más codiciado según la prensa amarillista, se uniera en matrimonio para siempre con la sangre azul de la monarquía.
Tenía sus ventajas ser el esposo de la siguiente reina. No sólo se aseguraba un futuro lleno de oro, sino que se posicionaría como uno de los hombres más poderosos del continente. Aunque yo nunca ascendiera al trono, su lugar en la monarquía estaría segura para siempre. Sería ridículo pensar que sentiría amor o un apego emocional, cuando lo que realmente estaba en juego era un lugar en el trono, justo al lado del máximo poder.
Me quité los botones de perla y me zafé del vestido infernal. Nada ni nadie me obligaría a colocarme esa fealdad una vez más. Me quité la ropa interior y me zambullí en el agua que calmaba mis emociones. No entendía como Rose seguía a mi madre, cuando ella la desplantaba cada vez que podía. Era algo poco entendible, pero suponía que era mejor estar con la reina que en su contra. Por experiencia propia sabía que era lo mejor.
No soportaba que a mi edad me impusieran qué hacer, decir, cómo reír o comer. En un principio lo toleraba, por lealtad a la corona, pero se tornaba insoportable al punto de preferir morir a seguir como la hija sumisa de la corona.
Miré la tela sobre el piso. El vestido poseía un color agradable, pero el escote en la espalda era una abominación. Me negaba a usarlo, aun cuando me casaría en dos días. Lo ideal era contratar una diseñadora de última generación. Lo único que pedía para la culminación de mi soltería, era un vestido con el que me sintiera cómoda. Durante las últimas semanas no tuve oportunidad de elegirlo. Cuando el día llegó, era demasiado tarde. En dos días no harían un vestido que fuese lo suficientemente bonito para mí.
Esa última semana pasó fugaz. Entre mis clases, los momentos de introspectiva personal y los arreglos finales, mi autoestima se desplomó. No tenía apetito. Mi semblante no fue el mismo. Las encías comenzaron a sangrar por la opresión de los dientes cada vez que escuchaba a la reina hablar sobre el matrimonio. Adquirí el hábito de comerme las uñas y elevar la pierna en un tic nervioso. Afloraba en los peores momentos.
La perfecta familia de Dominic estaba con mi padre jugando golf en uno de los espacios recreativos de la mansión. Mi madre aprovechó el momento de testosterona, para implorarle a Rose que entrara a mi habitación y diera su punto de vista del vestido. Rose fue bastante inútil. Solo tomó té y se limitó a asentir y deformar los ojos cuando pronuncié la obscenidad del día.
Cuando el malestar cesó, envolví mi cuerpo en la toalla y salí de la bañera. Me acerqué sigilosa a la puerta. Pegué de nuevo la oreja a la madera. No escuché ningún ruido. Creí que estarían tomando el té y las galletas de la tarde. Imaginé que no estaría nadie cuando salí del baño. Como una vil serpiente, mi madre se encontraba sentada en la punta de la cama, cruzada de piernas. No le mostré fragilidad ni temor. Sabía por experiencia que si hablaba con ella, se elevaría y me abofetearía más rápido.
Recogí el vestido del suelo. Hice una bola grande. Lo arrojé sobre la silla reclinable y fijé la mirada en ella. Crucé los brazos y adelanté un pie. Esperé que se marchara. Al no dar señales, solté mis defensas y me dirigí al armario. La ignoré por completo. Coloqué las manos en la cintura y observé la extensa cantidad de vestidos que colgaban. Esparcí la mirada, en busca del vestido adecuado para el encuentro con la familia de mi prometido.
Debía comportarme como la dama de Dominic; una mujer imponente que se convertiría en reina en un par de años. Lo único que detestaba era que ninguno me agradaba lo suficiente para entablar una dinámica conversación. Me resultaba desagradable su presencia, aún más sentarme a comer en la misma mesa. Dominic era diferente a su excéntrica familia. Él sabía respetar límites, callar cuando lo requería y no pedir nada a cambio de sus acciones. Ellos eran lo opuesto, en todo sentido.
Escuché los tacones de mi madre resonar sobre la madera. Imaginé que se retiraría de la habitación, cuando sentí su fuerte agarre en mi codo derecho. Me giró. Lanzó mi empapado cabello al aire al tiempo que recibía una fuerte bofetada en la mejilla izquierda y dejaba el escozor de sus manos en mi piel. Por instinto alcé mi mano a la mejilla, sorprendida. No entendía porque se sentía en el derecho de colocarme una mano encima. ¿Hasta cuándo se sentiría con el poder de gobernarme?
Ella mantuvo el fuego en su mirada.
—No me volverás a avergonzar —gruñó entre dientes.
Mis ojos se agrandaron. No evité llorar ante el fuerte ardor en mi piel. Mi mano abrazaba la irritación de su golpe. Ante una lágrima derramada, logró el objetivo. Intentaba doblar mis defensas, alzándose como la abeja reina.
—¿Qué creíste? —inquirió con un odio que no entendía—. ¿Creías que podías avergonzarme y no sufrirías consecuencias?
Su voz baja me intimidaba en sobremanera. Me erizaba la piel. Esa sonrisa macabra me trastornaba.
—Nada de lo que hagas cambiará lo inevitable —continuó al vislumbrar su poder en mis ojos—. Estás condenada, Kay.
Me arrastró contra el armario y apretó mis mejillas con fuerza. Por obra de satanás jamás me marcaba la piel con sus escarmientos. Su maldad era protegida por un ser infernal. Mantuve su mirada. Dejó la indeleble marca de sus dedos en mi rostro. Retrocedió un par de pasos, alisó su blusa y abandonó la habitación como si nada hubiese ocurrido. Cuando salía de la habitación, comenzaba a ordenar cosas para que olvidara lo sucedido. El ardor en la piel no podría eliminarlo con órdenes.
Mi corazón volvió a latir. Al sentir la opresión de las lágrimas quemar mis ojos, llevé las manos a la pronunciada roseta. Cerré mis ojos y permití que las lágrimas dibujaran mis mejillas. Me reverberé de nuevo en el espejo. Esa vez noté sus dedos marcados en mi piel. Respiré profundo. Obligué mi cuerpo a adaptarse a la nueva sensación de ardor. Apreté mis brazos y solté otro par de lágrimas. Debía endurecerme como una piedra en bruto, pero los golpes que recibía para embellecerme, me hicieron dudar sobre esa preciosidad que lograría al final.
Después del silencio, busqué un clásico vestido azul marino en el armario y lo arrojé sobre mi cuerpo. No quería ayuda de nadie, ni siquiera para el peinado. Creé un extraño círculo en mi cabello. Lo sujeté con un prendedor dorado en forma de rosa. Tessa golpeó mi puerta miles de veces. Me suplicó abrirle para prepararme antes de la cena. Cerré la puerta con seguro una hora antes y le ordené que si entraba le quitaría su trabajo. Cuando mis órdenes fueron obedecidas, colgué pendientes largos en mis lóbulos, metí los pies en tacones de aguja y rocié un toque de perfume en mis muñecas y cuello. Ni siquiera me miré al espejo. No quería ver en lo que mi madre me había convertido.
No necesitaba tanto para conocer al nuevo individuo de la familia, así que estuve lista pronto. Respiré profundo una vez más. Abrí la puerta de la habitación y les mostré a todos que Kay Greenwood no era una debilucha que no soportaba las pruebas de la vida. Era una mujer que portaría la corona de Inglaterra sobre su cabeza. No era la mujer que lloró en su habitación ni la que cubrió su mejilla con maquillaje. Era aquella que caía y se elevaba con mayor fortaleza y determinación. Me propuse no derramar una lágrima más por o en nombre de la reina.
Franqueé los pasillos de la mansión. Arribé al inicio de las inmensas escaleras justo cuando el reloj marcaba las siete de la noche. Descendí los escalones de uno en uno. Deslicé la mano por los listones y permití que el olor del limpiador de madera impregnara la piel de mis manos. Todo sucedió en cámara lenta, como una vieja película donde la protagonista se empodera después de sufrir una desgracia que le cambia la vida.
Cuando arribé al comedor, todos estaban allí, sentados alrededor de la extensa mesa, con las manos en sus regazos o sobre el mantel. Ninguno de ellos esperaba un pronto arribo, sorprendiéndose ante mi llegada. Propicié una entrada triunfal, cuando mi mirada viajó al desconocido entre los presentes. Allí estaba él, sentado frente a su hermano, escaneándome de pies a cabeza con sus enverdecidos ojos. Él era diferente a Dominic. Hasta su color de piel era distinto, estaba quemado por el sol.
El hermano menor era más bajo, quizá por la diferencia de edad. Su piel relucía como un cubierto de oro quemado por el sol. Sus enormes ojos poseían diferentes tonalidades de verde, bajo unas amplias cejas, finos labios y una pequeña barba que salpicaba su mentón. Llevaba el cabello un poco largo, en ondas que brillaban bajo el reflejo de la luz. Cuando su inquisitiva mirada terminó de escanearme, emitió una pequeña sonrisa.
Caminé hasta Dominic. Le permití depositar un beso en mi mano. Él me ofreció su puesto y extrajo la silla a su lado, no sin antes posar la mirada en su hermano. No comprendía los motivos que me llevaron a mirarlo sin detenerme. El hombre irradiaba un aura diferente. Estuve tan acostumbrada a sus excentricidades, que conocer a alguien que parecía normal me resultaba insólito. Ese hombre no solo era más apuesto que su hermano mayor, también poseía el genuino encanto de los Bush.
—Cariño —articuló mi padre al señalar al joven en la mesa con una copa de vino blanco—. Te presento a Drake Bush, el hijo menor del Conde William. Acaba de llegar de Alemania.
—Encantado de conocerla, Alteza —susurró con un ligero acento Alemán—. Estoy agradecido por su hospitalidad.
Sonrió. Mostró un pequeño hoyuelo en su mejilla derecha. Algo me tiraba a mirarlo, encontrándolo difícil de describir. Era algo oscuro, envuelto en un aura de misterio que estuve tentada a descubrir en ese preciso momento. Por suerte, William tocó su copa de vino con un cubierto, se levantó y propuso un brindis.
—Por la familia que al fin esta reunida —pronunció.
Las únicas voces resonantes durante toda la cena, fueron las de nuestros padres hablando de finanzas y economía; temas poco interesantes para mí, aun cuando debían importarme. La vajilla fue retirada antes de servirnos el postre en un pequeño plato de porcelana. Observé a todos en la mesa comer el flan especial de la corona. Insertaban el cubierto en sus bocas y percibían el dulzor en sus papilas. Noté como el hermano de Dominic no apartaba la mirada de mí. Logró incomodarme.
Una vez terminó la tortuosa comida, nos reunimos en el salón principal. Por millonésima vez observamos las pinturas, antigüedades y emblemas de los antepasados. Dominic le enseñó a su hermano las mismas partes que mi padre le enseñó a él la primera vez que arribó a la mansión. Cada persona se maravillaba con la historia que escondían esas paredes.
Alejada de ellos, observé como una espectadora, cruzada de brazos y recostada en el umbral. Tessa se acercó y tocó mi hombro con ligereza, no sin antes observar si alguien notó su mano sobre mi cuerpo. Era una de las cosas que también estaba prohibida: colocarle una mano encima a un m*****o de la familia sin su consentimiento. En ocasiones Tessa rompía esa barrera, como en ese momento, cuando traía noticias.
—Disculpe, Alteza. Tiene visita.
—¿Quién? —inquirí sorprendida.
Miró alrededor.
—Venga conmigo —susurró.
Me alejé de los invitados. Siguiendo a Tessa, me dirigí a la puerta principal, al son de los apresurados pasos de la mucama. Mi corazón se detuvo al verla parada en la entrada, mojada.
Stella Evans, mi mejor amiga de la infancia, se encontraba esperándome sobre la alfombra principal con las manos en la cintura y una amplia sonrisa en los labios. Por la sorpresa de su aparición, corrió y envolvió mi cuerpo entre sus brazos. Me apretó contra ella en un momento de intimidad.
—¿Por qué no avisaste que vendrías?
—¿Y perderme el rostro de tu madre? —inquirió—. ¡Jamás!
Su ropa mojó mi vestido y parte de mi cabello.
—Te extrañé —comentó—. ¡Estás preciosa!
—¡Te extrañé muchísimo!
Stella era alguien dulce, hermosa, con el poder de mil mares y el carácter de un general. Estuvo viviendo los últimos siete años en Australia, fundando un retiro espiritual alejado de la ciudad. Stella buscaba su propio camino. Lucía diferente a la muchacha que se marchó tantos años atrás. Y aunque sus padres eran los amos y señores de las pasarelas más prestigiosas de Francia, la moda vogue e imitaciones de channel, ella lucía ordinaria con pantalones gastados, una blusa de camuflaje y unas botas de cordón suelto. Era mi amada Stella, la que me dejó en Inglaterra.
La acerqué aun más a mi cuerpo y la envolví con un brazo. Me encantaba la familiaridad que sentía con ella, junto al millón de recuerdos que me rodeaban cuando alguien tan amado aparecía en mi vida. Stella fue mi salvavidas durante muchísimos tiempo. Sin ella no sabría qué habría sucedido conmigo. Stella no solo era mi mejor amiga, era mi hermana.
—¿Hace cuánto volviste?
—Un par de horas —espetó—. No quería perderme tu boda.
Tessa seguía detrás de nosotras, con las manos en su regazo. Aguardaba expectante el momento oportuno en que requeriría sus servicios. La llamé por su nombre una vez más.
―Por favor, lleva las maletas a una habitación.
Hizo su habitual reverencia. Sujetó las maletas y subió las escaleras. Eran bastante pesadas. Se vería el esfuerzo de Tessa.
Teníamos tantas cosas de las cuales hablar, que la impresión de tenerla junto a mí difuminó las personas con las que me encontraba. Palidecí cuando las miradas nos acorralaron. La voz chillona de Stella debió alertar a mi madre. Todos estaban afuera del salón, con las miradas sobre la chica mojada a mi lado. Aclaré mi garganta y sujeté el brazo de Stella. Así como ella jamás me dejó sola, yo no lo haría con ella. Stella estaría bajo mi ala.
—Quisiera presentarles a mi amiga de la infancia, Stella Evans —comuniqué en una voz firme—. Ellos son mis suegros, Rose y William. Su hijo menor Drake, y mi prometido Dominic.
Rose y William, al igual que sus hijos, se acercaron y estrecharon la mano de Stella. Mis padres, aun guardándole un fuerte rencor a Stella, la saludaron y mostraron la sonrisa de hipocresía que reinaba en esa familia. De niña Stella provocaba mis fugas, las faltas de decoro, educación y una que otra travesura inocente. Nos divertíamos mucho. Saltábamos charcos de lodo bajo la lluvia, creábamos monstruos de barro, nos llenábamos de pintura todo el cuerpo y alterábamos los nervios de mi madre. Aunque pasarán mil años, jamás lo olvidaría.
Sujeté el brazo de Stella. La llevé conmigo como un antiguo collar. No me despegaría de ella ni la dejaría que se defendiera sola entre esa enjambre de avispas asesinas. En un pestañeo Drake estuvo junto a nosotras. Se presentó ante ella una vez más, incluso depositó un caballeroso beso en su mano. No lo vi como algo más allá de una adecuada presentación. Además, nadie más se interesó en saludar a mi mejor amiga.
—Un placer —aseguró él.
Stella le devolvió la sonrisa, antes de cambiar la mirada a Dominic. Sus ojos lo estudiaron. Conocía tan bien a Stella, que sabía que la mirada que depositaba sobre Dominic era una advertencia. No tendría "la conversación", pero con sus miradas asesinas le demostraba que ella era la mamá osa y yo su cachorro. Nunca nadie me pondría un dedo encima, me elevaría la voz o se pasaría de listo conmigo mientras Stella estuviera allí.
Dominic se acercó a nosotras. Debía acostumbrarme a presentar a Dominic como una parte funcional de mi familia. Ya no se trataba de ser cortés o desagradable. Había algo más profundo en todo eso: una unión matrimonial. Así como él estaba en la obligación de protegerme como a su amada, yo tenía la responsabilidad, el peso o el impulso de presentarlo como lo que era: mi prometido, el próximo hombre que estaría a mi lado, en mi cama, mi vida, mis patrimonios y en mi muerte.
—Mi prometido —revelé al presionar el codo de Dominic.
Él sujetó mi mano y sonrió.
—Es un placer, Stella —afirmó.
Stella se apartó de mi. Quería protegerla de mi madre, pero ella elegía por si sola. Se acercó al rey. Mi padre no la detestaba. Él siempre estuvo influenciado por la reina. Ella era la antagonista de mi historia. Stella entabló una increíble conversación con mi padre. De ambos, la que no soportaba tenerla cerca era mi madre. Y como no tardaría en recriminarme el que mi amiga estuviera allí, se acercó a mí y colocó su mano en mi codo. Había demasiadas personas para golpearme.
—¿Podemos hablar? —me preguntó.
Dominic quitó su mano de mi codo para dirigirme con ella al extremo del salón, junto a la ventana, donde mi madre esperaba reprenderme por segunda vez en un día. Me detuve frente a ella, con la mirada de no "me doblegaré de nuevo ante ti". Deambuló su mirada entre los presentes y fingió un poco de felicidad.
—¿Qué esta haciendo ella aquí? —inquirió entre dientes.
—Yo la invité —mentí—. Es mi amiga. La quiero en mi boda.
Sus ojos viajaron de Stella a mí. Noté sus labios elevarse y mostrar indicios de asco y repulsión hacia mi mejor amiga. Recordé una semana atrás, cuando envié una carta a su código postal en Australia, indicándole que me casaría en pocos días. En la carta estipulé que requería su asistencia con urgencia. Su presencia haría más llevadera la situación, menos dolorosa y alegre, aun cuando la fecha de la boda era como la sentencia de muerte de un animal. Stella jamás respondió mi carta. Por eso mi sorpresa al verla empapada en medio de la entrada, sonriéndome como años atrás, cuando me invitaba a escaparme.
Stella no solo lograría cambiar mi espantosa mueca en una bonita sonrisa, tal como lo hacía cuando éramos unas niñas de columpios, muñecas y estéreos, sino que haría la situación más llevadera, menos asfixiante. Regresé al instante en el que me encontraba. Mi madre seguía mirando a Stella con esa mueca de superioridad que nadie jamás logró borrarle.
—No arruines lo único que me ayudará a sobrellevar esta tortura. —No fue una petición, fue una demanda—. No me robes la felicidad de tener a mi mejor amiga conmigo.
—Ella no es tu amiga, Kay. ¿Olvidas todas las veces que te obligó a hacer travesuras? —Susurraba para que nadie notara su disgusto—. Llegabas envuelta en barro, pisando las alfombras del corredor, ensuciándolo todo. Ella siempre te metía en problemas. Por ella te castigaba. Eso no es una amistad. No lo confundas.
Aunque la reina intentara cambiar mis recuerdos, no podría.
—Lo recuerdo, madre. Recuerdo cómo me obligaste a limpiar cada huella de barro donde alguna vez caminé con Stella —confirmé iracunda. Ese odio que intentaba ocultar, arribaba de nuevo a mí, removiendo la fibra de los recuerdos—. Stella no se irá. No lo permitiré. No dejaré que me la quites una vez más.
Intentó tocarme, pero me zafé de su agarre.
—¿Es tu venganza?
Hablaba algunos decibeles más bajo y desviaba la mirada varias veces para cerciorarse que nadie nos escuchara. Ella podía pellizcarme por encima de la ropa como cuando era una niña, pero ya no haría un berrinche o lloraría en silencio. La Kay que ella conoció, estaba a días de cambiar por completo.
—No —susurré sobre su oído—. No disfruto la venganza.