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La maldición de Kay

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PRIMER LIBRO DE LA BILOGÍA MALDITA

Kay Greenwood, la siguiente aspirante al trono de Inglaterra, se verá envuelta en una telaraña de mentiras cuando un ente siniestro que habitaba en sus sueños la lleva a pactar con su sangre un trato demoníaco. La heredera de la familia, siendo obligada a casarse con un apuesto príncipe, escapaba cada noche libre con un hombre que deshonraria a su prestigiosa familia. Con un matrimonio en puerta y un centenar de decisiones, Kay debe sentarse a leer libros de su pasado y hurgar en una historia que marcó a su familia con sangre envenenada.

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Preludio
Trescientos años atrás El lodo se agolpaba bajo mis pies desnudos. La respiración se cortaba y los gritos de auxilio no dejaban de romper mis labios. La cercanía con la abrasiva y lúgubre muerte, me impedía pensar con claridad. Mis manos se apretaron alrededor de la manija de la puerta. Mis ojos exploraron el oscuro y lluvioso cielo. Mis pies se hundían en el lodo que se filtraba por las aberturas del carruaje. Mis gritos resonaron con tanta potencia, que se mezclaban con los truenos que el cielo rompía sobre la laguna. De pronto algo extraño sucedió. Un rayo centelló sobre uno de los corceles que tiraban del carruaje. El impacto asesinó a mi chofer, el señor Browny. Lo lanzó de bruces sobre el caballo muerto, justo cuando su corazón se paralizó abruptamente. El hombre muerto soltó las riendas de los tres corceles oscuros. Con los sonidos de los rayos y el animal muerto, los tres corceles restantes corrieron sin rumbo, tirando de mi cuerpo hacia adelante. Mi cabeza salió por la ventana, cuando mi cuerpo empapado titiritaba de frío. Bajo la lluvia torrencial, observé la trayectoria a la laguna Jolt, al norte de la mansión de la señorita Eloise Mumford. Todo sucedió demasiado rápido. Los corceles corrieron tan precipitadamente, que las tiras de las que se sostenía el carruaje fueron desechas por los animales. En la curva más pronunciada de la carretera bulgue, los corceles destruyeron las tiras. Mis manos se aferraron a las paredes del carruaje, el aire brotaba abrupto de mi boca y mis piernas temblaban como el lodo que pronto las cubrió. Me sentía atrapada en ese carruaje, con el corazón acelerado, las manos temblorosas y un apretado nudo en el centro del pecho. Un rayo alumbró a una persona en la lejanía. Cuando los corceles tiraron de nuevo, justo en la curvatura más pronunciada y que hacía honores al nombre, el carruaje derrapó sobre la tierra mojada, la hierba lodosa y el moho que la lluvia de cuatro días ocasionó. El carruaje salió de la carretera, se volcó en el trayecto y aterrizó en la laguna. El sonido que produjo ensordeció mis oídos. El fuerte golpe lo recibió mi cabeza. Fue un latigazo. Mis ojos perdieron enfoque, mordí mi lengua y las lágrimas brotaron de mis ojos en cuanto el golpe me arrebató el conocimiento. Sentía que mi pecho se trancaba. No podía respirar. El carruaje ladeado, poco a poco se hundía en el fango. No sabía qué hacer. Me criaron en una burbuja de cristal, donde era imposible peinarse el cabello, atarse los zapatos, arreglar la cama o elegir un esposo con el cual dormiría todas las noches. Por más que odiase decirlo en voz alta, no era más que otra princesa inútil que apenas se sostenía sobre sus piernas, hablaba sin necesidad de usar un mozo y respiraba sola porque los pulmones hacían el trabajo. Era inútil como un caballo sin patas. No era más que una princesa indefensa que deseaba escapar de la muerte, sin embargo, no sabía cómo hacerlo. Miré los goznes de la puerta y la abertura por la cual apenas cabía mi cuerpo y las cortinas de gamuza que se empapaban de lodo. Aspiré el aroma del barro, la lluvia, la grama que el carruaje arrastró y algo más que logré percibir por el apestoso olor: pescados muertos. El aroma atizaba mis fosas nasales, era ahogador. Respiré por la boca, a medida que mi vestido se empapaba con la lluvia que entraba por la pequeña ventana. Mi desesperación me llevó a mirar mis piernas, el vestido que las cubría y lo útil que serían. Me quité los zapatos para patear la puerta. No me habría importado manchar mi vestido, estropear los finos zapatos que más doncellas escogieron para mí o llenarme de lodo hasta la garganta, mientras saliese de ese foso, de la boca de la muerte que me llamaba por mi nombre. Quería vivir, y haría lo que fuera para conseguirlo. La lluvia inclemente arrojó sus truenos sobre mi cabeza, más lodo dentro del carruaje y rayos que centellaban y alumbraban la inminente muerte de la siguiente reina de Inglaterra. Otro rayo iluminó a la misma persona. Aun con el carruaje ladeado, si erguía mi cabeza podía verlo allí, detenido, con los brazos cayendo a sus costados, el rostro oculto en la oscuridad y la ropa empapada. Él estaba a salvo, y esperaba seguir así, porque nunca dio ningún paso en mi dirección. ¿Cómo era posible que no distinguiera que me ahogaba dentro de esa laguna? El lodo cubría la mitad de mi cuerpo, estaba frío, era espeso y con un olor desagradable. Luché, pateé, pero la puerta no respondía; estaba atascada por algún motivo. El lodo no atascaba las puertas, de eso estaba segura. —¡Ayúdame, por favor! —grité—. No quiero morir. Si mis ojos no fallaban, había una persona al otro lado de la pequeña laguna. Mis ojos no podían fallarme, aun cuando en cierto momento creí que lo hicieron. Si conseguía gritar con todas mis fuerzas, lograría que la persona corriera hasta el carruaje y me salvara. Le daría el oro que quisiera, lo nombraría Caballero de la corona, le daría la mitad de mi fortuna, lo que él quisiera, mientras sacara mi cuerpo de esa laguna y me librara de la muerte que ese hombre sentenció sobre mí. Ese maldito ser me arrebató la vida, tras firmar un documento con mi sangre. Otro rayo retumbó tan cerca que sentí la corriente en el lodo. Estaba perdida, o esa sería la reseña el siguiente día, en un pergamino que leerían ante las puertas del castillo, después de levantar la bandera a media asta, rezar por mi alma y pedirle a sus dioses que la siguiente reina no sufriera mi mismo destino. Mi linaje, mi estirpe, mi sangre se extinguiría conmigo, atrapada entre ese frío y asqueroso lodo que ascendía por mis piernas. Pateé una vez más la puerta, con más fuerza, como si mi vida dependiera de ello. La abertura se ensanchó como una flor. El lodo aprovechó la oportunidad para entrar con mayor ímpetu y adueñarse de mi cuerpo. La espesura, el frío y la penumbra de la noche me impidió avanzar a la salida. Luché contra esa laguna que se empecinó en asesinarme esa tempestuosa noche del catorce de abril. Levanté un poco la cabeza y luché, cuando la mayor parte del carruaje se hundió. Cerré los ojos. Luché una vez más. El escozor en mis ojos, el lodo entrando por mi boca y el peso en mi cuerpo me restaba fuerza. Hice mi mayor esfuerzo. No me rendiría. No dejaría que ese ser me matara como juró que lo haría. Luché tanto que mis músculos dolieron, mis ojos se llenaron de lodo y mis pies resbalaron. Mis esfuerzos cobraron sentido cuando mi cuerpo salió por la abertura. Pateé el lodo que me tiraba hacia abajo. Respiré por la boca y tragué agua sucia. Miré el cielo esclarecido. Bajé de nuevo la mirada y desenmarañé mi duda. Sí había una persona al otro lado, ¿por qué no me ayudó? ¿Sabía siquiera quién era yo? ¡Era la reina de Inglaterra! De un momento a otro, no podía moverme. Sentí algo tirar de mis piernas. Pensé que eran las algas, pero no. Eran manos que no se parecían a las humanas. Eran ásperas y rugosas. Supe que eran manos, cuando la persona al otro lado de la laguna desapareció y los dedos lodosos se enroscaron en mi garganta. Me tiraron hacia abajo por más que luché. Intenté gritar, patear, salir. Hice mi mejor esfuerzo para no permitirle matarme, pero no conseguí resultados. Poco a poco, la laguna junto a varias manos infernales, engulleron mi frágil cuerpo. Esa noche, bajo la lluvia más terrorífica que Londres tuvo en más de doscientos años, murió la única persona que rompería esa maldición. No dejé de luchar en ningún momento, aun cuando todo estuvo perdido quince minutos después. Él me mató, me arrebató mi futuro, se llevó mi alma al infierno. Me quitó la felicidad y me engañó con un pergamino que nunca debí firmar. Me arrebató mi vida, me quitó las esperanzas, cercenó mi amor por él, cuando sus ojos llenos de fuego me miraron y de su boca salió una miserable oración que esperaba mi alma no olvidase. —Bienvenida a la colección, Su Majestad.

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