Del inigualable Rey, Luka Alaric Greenwood Black y la elegante Reina, Elizabeth Ellsworth Greenwood, nació una pequeña niña de mejillas sonrojadas, llamada como uno de sus más antiguos ancestros. Esa pequeña llevaba el nombre de Kay Monse Greenwood Ellsworth, nacida cuando la luna se alzaba en la zona más alta del cielo y el reflejo de esa lumbrera menor se vislumbraba en el centro del mar. Nadie imaginaba un nacimiento tan sublime como ese, bañada en las riquezas de la familia real y ostentando el peso de la corona sobre esa diminuta cabeza. Esa niña, adorada por el pueblo de Inglaterra, creció en tierras sagradas para sus antepasados, siendo el potente y brillante futuro de la próxima generación de la monarquía.
Una única niña fue el fruto de ese feliz matrimonio, primogénita entre los miles, bendecida con el don de la belleza y con el carisma característico de la inocencia. Toda la historia de esa niña se enfocaba en mí; una mujer que buscaba salir de esas cuatro paredes que la acorralaban y le ocasionaban claustrofobia. Toda esa basura de ser una niña hermosa se apagó cuando los problemas reales vinieron a mí, atiborrándome de sensaciones poco placenteras. Vino a mí como un rayo un montón inigualable de papeles que firmar, citas para recibir diplomáticos, reuniones infaltables con la alta sociedad y las absurdas fiestas que mis padres auspiciaban en los salones de la mansión.
Me agradaban más cuando era una pequeña que solo le interesaba jugar con muñecas, cuando aún no conocía el dolor de un corazón roto o la muerte no anunciada de todos sus sueños y esperanzas en tan solo un chasquido de dedos. Nunca imaginé que portar el deber de una corona sería más pesado que un saco de zapatos. Comenzaba a pensar que no estaba hecha para manejar un pueblo que dependería completamente de mí. Tenía miedo de las decisiones que tomarían, al entender que las repercusiones caerían sobre el pueblo inocente.
Odiaba a mis padres, pero entendía porque mantenían el rostro de pocos amigos veinticuatro horas al día, incluyendo los horarios de reunión en el comedor principal. Aun así, ellos poseían algo que yo deseaba con toda mi alma: un amor verdadero. Mis padres se conocieron en España décadas atrás. Eran tiempos difíciles. Solo existía la guerra y la hambruna. Mi padre, siendo el hombre valiente que daría la vida por su familia, se enlistó en el ejército. Durante años defendió a espada la libertad de su país en una de las más largas, mortales y crueles guerras de territorio. Al final, cuando la guerra terminó, también su servicio por la nación. Mi madre, por otra parte, era la flor más pequeña de mis abuelos. Ella se enlistó como enfermera de guerra. Allí conoció a mi padre, cuando le dislocaron un hombro en una de las tantas incursiones de las que fue partícipe.
Su historia era de fortaleza, pasión, determinación. Muy diferente a la historia que escribieron para su única hija, la que debía ser la joya principal de la corona real. Era capaz de jurar sobre cualquier lápida, que si un genio se aparecía frente a mí en ese momento, habría pedido tener la capacidad de escoger la familia donde nacer. Habría deseado no ostentar esa posición social, comprar sin dinero manchado con sangre y poseer la libertad de salir a la calle sin esconderme de los sicarios que nos cazaban como gacelas ante el ataque de un león.
Estaba cansada de vivir encerrada en la mansión. Me hastiaba recorrer los desolados pasillos como un alma en pena. Cada mañana, tarde y noche deslizaba las manos por esas paredes de piedra. Mis tacones resonaban sobre el piso reluciente, las alfombras y las habitaciones relucientes.
Mi vida era una rutina. Un bucle de monotonía.
Despertaba temprano. Las mucamas me alistaban. Bajaba a desayunar. Entraba a clases de alemán, historia, baile, etiqueta, ballet, clases equinas, ensayos de la boda, algunas horas de lectura y las respectivas comidas. Cada segundo del día era controlado por una fuerza mayor: mi madre. Ella se encargaba de recordándome que debía lucir como una muñeca de porcelana: perfecta, pulida y deseable para el mundo.
Descansaba de ella cuando llegaba la hora de dormir. Debía lucir como una lechuga: verde y lozana, lo que me llevaba a nueve horas de sueño. Odiaba sus reglas de etiqueta y armadores. Su voz me producía migrañas. Mi madre sobrepasaba el nivel de la tolerancia cuando se disponía a escoger mi ropa semanal, buscaba arrugas invisibles en la ropa e insultaba a Tessa. Y ni hablar de los cubiertos y el proceso para mantenerlos pulidos. No sólo era intolerante, también se encargaba de que cada persona en la mansión la detestara. Después de elegirle un atuendo de la época antaña para las empleadas, escupían su café cada mañana.
Esa apretada agenda que debía cumplir cada día, no me permitía meditar, hacer cualquier estupidez que una joven de veintiún años haría, como leer un libro de romances empalagosos bajo la tenue luz de la biblioteca. Lo triste era que tanta elegancia se vería opacada por la falta de cerebro que el pueblo comenzó a rumorar cuando la noticia del matrimonio adornó los encabezados de cada sitio web, periódico y revista.
Dominic Lee Bush Lewis, el príncipe que ni asfixiando se tornaba azul, colocó el anillo más costoso en mi dedo anular, atándome como un perro a una correa. El anillo era despampanante, aun para una joven de la realeza. Tenía una exuberante cantidad de quilates, un brillo que enloquecía a cualquier adolescente y el peso de una grúa. Mi dedo anular se entumecía. Recordar como sucedió y ese anillo terminó adornando mi dedo, me producía un malestar estomacal. Jamás en mi vida podría tolerar vivir con el "apuesto" Dominic. No éramos más que agua y aceite. Nunca podríamos estar juntos.
Mis abuelos, las personas más ricas de Inglaterra, administraron su fortuna con inteligencia. Abonaron ese árbol del dinero con el mejor fertilizante, creciendo y expandiéndose como flores en un jardín. Tristemente, con el paso del tiempo, sólidas urnas fueron creadas para ellos. Entregaron el trabajo de su vida al único hijo que tuvieron en los cincuenta años de matrimonio. Mi padre, un hombre prepotente y narcisista, enloqueció con la cantidad de poder que albergaba en sus manos, derrochándolo a su antojo y plenitud. Cuando el agua amenazó con desbordarse, entendió que perdería algo más que una corona si se filtraba la información de nuestra pobreza.
Los padres de Dominic subyugaban una pequeña parte de Inglaterra. Eran productores de vinos y dueños de compañías cosméticas. Eran lo bastante acaudalados como para no tener ni una pestaña de idiotas. La desmedida mala reputación de su hijo mayor, se expandía en todo el país como una pandemia. Era el hombre más promiscuo y liberal del Reino Unido. Era toda una celebridad para la farándula. Sus desnudos eran la noticia fresca del día. No sólo se conformó con tener una mala reputación, sino que se esforzó para que dicha reputación traspasara fronteras.
El Conde William Bush, cerró un trato colosal con mi padre. Estipularon en un contrato verbal que ellos financiarían lo necesario para emerger del pozo en el que se sumió la familia real, con la única condición de desposar a su hijo mayor y arrebatarle del cuerpo la vasta marquesina de ninfómano. Fui el cordero sacrificado en pro del beneficio de lo que sería mi reinado. Ni siquiera me preguntaron si deseaba hacerlo. Únicamente me fue participado cuando el trato fue cerrado.
Recordaba encerrarme en mi habitación por semanas, recibir la comida como una presidiaria y sumirme en la oscuridad de una patética vida de casada. Me hundí en una absurda e inquietante depresión que me desplomó al suelo como una torre de naipes, sin más deseos que desaparecer de esa jodida mansión. No asistí a clases, no salí de la habitación o sentí un rayo de sol tocar mi piel en días. Creé un bunker en aquel inmenso espacio, sin comprender al calor del momento que nada lo resolvería.
Cuando entendí que comportarme como una niña no arreglaría las malas decisiones de mis padres, forcé mi propio trato con el príncipe. No le permitía tocarme en privado. Solo fingiríamos el amor de esa artificial relación ante los medios de comunicación y cualquier revista que quisiera una entrevista. Con el paso del tiempo y las críticas, le impartimos la noticia a un pueblo que reaccionó como un público ante el estreno de una ansiada película. Algunos aplaudieron, otras lloraron por perder su oportunidad con uno de los solteros más sexys, mientras unos pocos captaron la falsa y comedida unión de familias.
El resultado de la mentira, fue un feliz matrimonio ante el mundo y un pueblo surgiendo de las cenizas.
Moría un poco cada día, sumida en la tristeza de una vida sin amor. Aún cuando el príncipe se esforzaba en hacerme feliz comprándome yates, joyas o alquilando un viñedo en Venecia exclusivo para nosotros, algo dentro de mí se asqueaba ante su toque o el sonido de su voz. Aunque intenté sentir algo por él, los meses de "relación" y sus regalos no bastaron para doblegarme. No sabía si Dominic buscaba una manera de comprar mi cariño. Si sus regalos eran solo para meterse en mi cama la noche de bodas, se equivocaba completamente conmigo.
Él se transformó conmigo, pero nunca fue real o puro.
Llevaba el anillo de compromiso en el dedo anular y las cadenas de presidiaria en ambos tobillos. Con acero marcaron mi futuro, incierto y malherido. Caí en una ambigua soledad. Aunque mil millones de personas me preguntaran qué color prefería para los manteles de la recepción, qué tipo de rosas llevaría en el ramo, me sentía sola, como un sentenciado a muerte camina directo a la guillotina. Nadie conocía realmente como me sentía. Ni yo misma sabía lo que sucedería cuando Dominic durmiera en el mismo lugar o quisiera tocarme.
Todo el mundo tomaba decisiones por mí. No era más que un simple títere que movían por una docena de hilos.
—Kay —articuló mi madre—. Estoy hablando contigo.
—Discúlpame, madre.
Insertó el cubierto de plata en un contenedor de azúcar y extrajo dos cucharadas mínimas antes de sumergirlas en el té. Cuidaba mucho su figura, eso incluía todo lo que insertaba en su boca. Olvidé por un momento que me encontraba sentada en el jardín trasero con ella, bebiendo el té de cada tarde.
—Estás sumida en tus pensamientos —añadió en tono suave mientras revolvía el té—. Espero que sean sobre la boda.
—Lo son —mentí tan bien como pude.
Ingeríamos un té que me remontaba a los once años, cuando mi madre me enseñó cómo colocar el meñique, la servilleta sobre las piernas, el orden de los cubiertos en la mesa, la postura perfecta, la controlada respiración dentro de un apretado corsé, abanicarme sobre mi nariz sin provocar un tornado y los incómodos tacones de aguja que debían sostenerme todo el día.
Fijé la mirada e ingerí un poco más, mientras observaba cómo detenía el suyo, dejaba el cubierto a un lado y enfocaba la mirada en mí. Sabía a donde se dirigía todo el asunto. Más de diez veces habló conmigo sobre los matrimonios forzados, aquellos que se imponían en la antigüedad por el bien de las familias. Mayormente eran para que la familia de la novia tuviera una mejor estabilidad, incluso llegaban a pagarle anual a la familia solo por ser un m*****o de la misma y que le permitieran desposar a su amada hija. Desde tiempos antaños nos han vendido como cerdos que sacrifican en mataderos.
—Kay, sé que no lo amas —agregó.
—¿Entonces por qué debo hacerlo?
Colocó la taza de porcelana china en el plato.
—Conoces los motivos. —Estiró el brazo y tocó mis nudillos—. No tenemos suficiente dinero para manejar las finanzas. Los bajos mandos han comenzado a notarlo. Podrían darnos un golpe de estado por no administrar el dinero del pueblo.
Retiró su mano, inspiró profundo y tocó la punta de su nariz.
—¿Quieres eso? —inquirió—. ¿Quieres que tu madre venda flores en el mercado para vivir?
Mi cínica, manipuladora y mentirosa madre, colocaba su mejor rostro de mujer afligida cuando deseaba convencerme de hacer algo que no quería. Era la personificación de satanás en tacones Gucci. No podría imaginar a mi madre con una cinta en su cabello sucio, usando ropa prestada, arrodillada en una esquina de la plaza rogando un centavo para comprar un pan viejo. La simple imagen me provocó repulsión. Aunque la odiaba, no podía permitir que mi familia terminara en la calle. Ese fino hilo verde de la familia tiraba cada vez más de mi cuello. Cuando lograra salvarlos, mi vida se habrá perdido en el camino.
—Sabes que no —contesté—. Haría lo que fuera por ustedes.
Alejó su mano de la mía y regresó la atención a su deslumbrante taza de té. Siempre intentaba detenerla antes de deslizarse por completo de mis dedos. Cuando era una niña soportaba sus desplantes, pero al convertirme en una mujer que tenía la capacidad de decidir por ella misma, me torné insoportable, hambrienta del mundo que me rodeaba. Cansada de sus gestos de superioridad, reuní valor para preguntar.
—¿No quieres que sea feliz?
Ingirió un sorbo y secó los bordes de sus labios con una fina servilleta de hilos exportados de una parte de Tailandia. Fijó esa penetrante mirada en la joven a su lado y expresó palabras cargadas de ira y resentimiento, adornadas con un fino lazo de seda y bañadas en la dulzura de un panel de abejas.
—Por supuesto que deseo tu felicidad. Pero en este caso, tu felicidad será sacrificada por un bien más grande que nosotros mismos. Me sorprende tu egoísmo, Kay.
Apreté las manos bajo la mesa. ¿Egoísmo? ¿Me consideraba una persona egoísta después de dejar mi felicidad en sus manos? Una persona egoísta habría arrojado la corona por encima de la torre que nos rodeaba y habría escapado a algún país donde la extradición no existiera. Desaparecería de sus vidas. Una mala persona se habría elegido por encima de sus problemas o las necesidades de un pueblo. No era narcisista, no era egoísta. Pensaba primero en mi pueblo, en las personas que dependían del sueldo que se les otorgaba, de las ayudas financieras, las instituciones gratuitas y mil cosas más que dependían totalmente de la familia real. Eso no era ser egoísta, era ser sumisa.
—¿Así que debo sacrificarme por algo que no provoqué? —Ira brotó, imposible de contener—. Ustedes malgastaron el dinero del pueblo comprando cada estúpida limosina existente, mientras el pueblo moría de hambre. Estoy cansada de enmendar sus errores. Ya no arreglaré sus equivocaciones.
Interrumpió mi monólogo con su mano derecha.
—Arreglarás las vidas que moran bajo nuestro reinado.
—¡De un pueblo que desconozco! —vociferé enojada—. ¿No te parece lo bastante irónico para un chiste? No me dejan salir a explorar o conocer las personas que reinaré, pero si debo casarme con un hombre que repudio para salvarlos a ustedes.
Apreté la servilleta bajo el mantel. Observé como la reina contorsionaba sus labios y brotaba la vena en su cuello. Le molestaba ser desafiada o que colocaran en duda su capacidad de resolver los problemas. Ese siempre fue el detonante necesario para emerger la mujer que se negó a ser sumisa ante un rey que era "lo mejor de su vida". Retiró la servilleta de sus piernas. Creí que se levantaría enojada de la mesa o me abofetearía como tantas veces lo hizo en el pasado. Era de las pocas cosas que las empleadas mantenían en secreto, por miedo a las represalias del rey si llegaba a enterarse de los maltratos.
—Tenemos enemigos, Kay. Allí afuera hay personas contratadas para asesinarnos en cuanto nos vean salir de estas paredes. —Inspiró profundo—. No creen que seamos capaces de manejar el pueblo, aun cuando tu padre ha demostrado lo contrario. Contratamos infantes para custodiar la mansión las veinticuatro horas. Al casarte, tu prometido velará por tu seguridad todo el tiempo. Tienes que ver el vaso lleno, Kay.
Aun cuando su respuesta compensaba algunas cosas, no era suficiente. No me importaba que me traspasaran con una AK-47 cuando cruzara las puertas de la mansión. Siendo honesta, prefería morir baleada que convivir con una persona que odiaba. Obligarme a casarme con Dominic, era igual a morir.
—Eso no responde mi duda. ¿Cuándo podré salir?
Colocó los codos en los bordes de la mesa.
—¿Quieres la verdad?
—Por favor —afirmé.
Mantuvo firme su mirada y separó sus labios para exhalar:
—Nunca.
Un profundo dolor atravesó mi pecho. Adherí con mayor vigor la espalda a la silla y bajé la mirada antes de elevarla como toda una reina. Las mujeres de la realeza no bajaban la mirada ante nadie, aun cuando el mundo entero se desplomara ante sus ojos o quebraran sus esperanzas. Era de las primeras lecciones que le enseñan a la realeza. No importa que el mundo a tu alrededor conspire en tu contra; siempre se debe mantener la espalda recta, el mentón alzado y la corona firme.
—¿Por qué me haces esto? —pregunté con vigor.
—Todo lo que hacemos es por tu protección.
Me mantenían prisionera con esa simple oración.
—Estarás atrapada con nosotros hasta la consagración de tu matrimonio —continuó antes de finiquitar—: Si esta es toda la conversación, retírate a tus lecciones. Vas tarde a equitación.
Apreté mis dientes.
—Gracias por tu tiempo —sentencié.
Arrastré la silla y arrojé la servilleta sobre el té. No esperé a verlo tornarse de colores ante el toque del líquido. Soporté la opresión en el pecho y me imploré no llorar como años atrás, cuando sus desprecios socavaban viejas heridas y rompía en llanto. Ya no era esa niña que lloraba por sus desgracias. Era la mujer que lucharía para salir de allí, aun cuando el mundo entero conspirara en su contra. Esa mujer creía que Kay era una chica débil, sin siquiera probar mis límites. Cuando mi madre descubierta lo que era capaz, sería demasiado tarde.
Me adentré a la mansión. Vislumbré el péndulo que colgaba en la sala principal, adjunto a un enorme reloj de caoba que marcaba la hora dos veces al día. Esa hora que señalaba el antiquísimo reloj no concordaba con la puesta del sol, por lo cual subí las escaleras hasta mi habitación y observé el tiempo en la polera blanca sobre la cama, los pantalones azul marino y unas botas de montar. El tiempo natural si encajaba con el humano.
Una típica princesa montaría a la inglesa, con un frondoso vestido y la mano elevada, saludando a su pueblo. Y aunque la sangre inglesa corría por mis venas, odiaba esa manera de montar. La consideraba engorrosa e incómoda. Era la manera tradicional y antigua más sellada a lo largo de la historia. Era la que mi madre utilizaba. Toda una experta en el arte de montar.
No existía nada mejor que cabalgar como una vaquera del viejo oeste, sintiendo la brisa en mi rostro, la vibración de la musculatura del animal en las piernas y el arraigado dolor en los muslos una vez termina la cabalgata. Mi madre criticaba la indebida forma de montar el animal. Era una de las tantas cosas que tampoco le permitía cambiar. Si queríamos cambiar el orden de la monarquía y quitar tradiciones arraigadas, comenzaría con la montura inglesa. Si una princesa podía montar a pelo, cualquiera lo haría. Además, mi yegua era demasiado dócil.
Mi yegua se apodaba Blue. Era una pura sangre rojiza.
Era hermosa a la luz del atardecer, cuando algunos destellos de naranja impactaban su cresta, el viento ondeaba el pelaje o relinchaba por azúcar. Era el mejor equino de la mansión, envidiada por mi madre y su agresivo animal. Me gustaba peinarla cuando ella no estaba cerca, bañarla y consentirla; situación que nunca sucedió conmigo o cualquier persona que englobara el círculo familiar. No se nos permitía consentir a un animal salvaje, debido a que uno casi mató a mi padre.
Sumergida en las botas de montar y con el látigo que nunca utilizaba, subí al lomo de Blue. Me movió en sus direcciones habituales. Acaricié su cresta. Sentí las hebras entre mis dedos, mientras apretaba los estribos con delicadeza. Produje el típico sonido con mi lengua y apresuré el paso.
Cuando era niña les tenía fobia a los animales, en especial a los caballos, después que uno casi asesinó a mi padre en una caravana de coronación. Recordaba con claridad como lo pateó y arrojó varios metros. Estuvo internado varios meses en cuidados intensivos por la fuerza del golpe. Al recuperarse, los medios de comunicación le preguntaron si sacrificaría al caballo. Él, como la persona inteligente que quería demostrar ser, dijo que era un animal y los animales no tenían conciencia. "Algo inconsciente no podía ser juzgado. Hacerlo sería un genuino acto de crueldad".
Esas palabras calaron en mí. Con el paso de los meses me propuse aprender a montar. Le comenté a mi madre mi decisión. Al instante se negó de forma rotunda. Se limitó a evitar el tema con las palabras justas: que me reflejara en mi padre. Como toda princesa, fui persistente. Después de cuatro meses de súplicas logré que accediera. Aunque quería darme méritos, fue mi padre quien la convenció. No fue tarea sencilla, sin embargo, montada sobre el lomo de Blue, supe que valió la pena cada súplica.
Recordaba que mi primer equino fue una yegua apodada Cindie. Era color crema, con inmensos ojos negros y cresta risada. Era hermosa. No estuvo tanto tiempo conmigo. Dos años después una coral la mordió. Murió algunos días después.
Desde entonces tenía a Blue.
—Afiance el agarre, Alteza —emitió Shawn.
Mi instructor era lo que llamarían en la Roma Antigua un plebeyo. Era un simple obrero como todos los que laboraban en la mansión, tan simple como las cocineras, jardineros, ama de llaves, mucamas, choferes, vigilantes y demás. Shawn no era apuesto. Todo lo contrario. Mi madre lo escogió para que no me enamorara de él. Y aunque su físico fuese el de un modelo de ropa interior, su personalidad lo volvía apuesto.
Respiré profundo e intenté impregnarme del aroma a naturaleza. El jardín y alrededores de la mansión, eran como seis campos de fútbol americano juntos. Albergaban la mansión, una piscina olímpica, un campo de tenis, de golf, establos, invernaderos y el lugar especial para tomar el té. Los jardines exteriores estaban provistos de cada rosa y flor exótica existente, traídas especialmente de África, China, Arabia Saudita e infinidades de países y continentes, predispuestas según su exigencia botánica. Todo ese lujo fue adquirido antes de caer en desidia y ser amenazados de muerte por los terroristas.
El subir y bajar de la cabalgadura se sentía bien, aunque un tanto agotador considerando el día transcurrido. El sol no era fuerte. Las nubes auguraban una noche helada, arremolinándose sobre nuestras cabezas y marcando el tiempo con la brisa.
Shawn era en exceso paciente. Me enseñó desde los inicios básicos. La manera de montar fue explicada con detenimiento, sin molestarse siquiera el día que le pregunté tanto que creí enloquecerlo. Ninguna persona me entendía mejor que él. Y aunque estaba mal visto por la sociedad entablar conversaciones con personas de una clase más baja que nosotros, yo lo hacía.
—¿Cómo esta tu novia, Shawn? —pregunté.
—Muy bien, Alteza —respondió con una sonrisa.
Entramos al denso bosque. Nos ocultamos entre las espesas ramas de los árboles y la oscuridad que el escaso sol no arrastraba. Los arboles nos abrigaron y le permitió a los caballos un merecido descanso después de la cabalgada. El caballo de Shawn era Demonio, un corcel n***o como la noche. Era uno de los caballos más vigorosos de la mansión, correteando como el propio demonio. Aunque su nombre no debería confundirlos; era tan intranquilo como un pez fuera del agua.
—¿Habrá boda? —indagué al acariciar la cresta de Blue.
Shawn titubeó antes de carraspear su garganta.
—Sí, Alteza.
—¡Felicidades!
—Muchas gracias —agradeció con humildad.
Busqué en mi bolsa cubos de azúcar para Blue. Le entregué unas pocas a Shawn. Su bolsa también guardaba azúcar, pero la comodidad que sentía con él no se comparaba con nadie. Me sentía libre de hablar lo que fuera. Acerqué el azúcar al hocico de Blue. Ese caballo terminaría con un coma diabético.
—Espero mi invitación, Shawn.
Lo sorprendí en sobremanera. Se irguió sobre el animal.
—Si así lo desea, Alteza.
—Me gustaría. —Regresé a mi posición—. Aunque me temo que no podré asistir aunque quisiera.
Desvió la mirada y forzó las palabras.
—¿Sería inoportuno preguntar porque?
Era educado, algo que no se encontraba tan fácil. Descendí del caballo. Lo rodeé y acaricié. Escuché sus bufidos mientras masticaba los grumosos trozos de azúcar. Observé cada uno de los movimientos de la cola y las vibraciones en su piel.
—No es inapropiado, Shawn —respondí con tardanza.
Me detuve frente a Blue. Extendí la palma de la mano ante su hocico. Lamió más cubitos de mi mano. Shawn esperaba paciente que continuara o callara; lo que mejor resultara para todos. Siempre llega un momento en el que las palabras se convierten en reactores nucleares incontenibles. Y si no lo tratas a tiempo, explota como una bomba y destroza todo a tu alrededor.
—No sé si estás enterado, Shawn, pero nos amenazan de muerte —respondí después de un largo silencio—. La estirpe real espera que la marea baje y vuelva a ser una familia normal.
Shawn descendió de Demonio y sujetó la correa de ambos animales, antes de dirigirnos de regreso al establo. Caminamos uno junto al otro. A paso lento salimos de la oscuridad del bosque a la luminosidad de un grisáceo cielo. Inserté las manos en mis bolsillos para no tocar el animal. Me resistía ante el deseo de acariciarlo, sin embargo no podía recibir otro escarmiento de mi madre por no aguantar las ansias. Ella decía que si me gustara acicalar a Dominic como lo hacía con el animal, no tendríamos que fingir una relación. Me deshice de la voz de mi madre en mi cabeza. Enfoqué mi atención en la conversación con Shawn.
—La mayoría cree que somos una amenaza para el pueblo.
—Yo no lo creo, Alteza —limitó Shawn.
Caminamos de regreso a los establos. Sentía la brisa rozar mi piel, ondear la coleta de mi cabello y arrastrar el aroma de la yegua por mi cuerpo. El aroma del establo me agradaba, aun cuando la mayoría lo encontraba repulsivo o asqueroso. Amaba la sensación de libertad que solo los caballos me daban cuando corría contra el viento sobre el lomo de uno.
Entramos al inmenso establo. Caminamos sobre las piedras. El establo fue creado especialmente según las exigencias de mi madre. Debía ser iluminado, con pasadores de oro, un techo de madera pulida, puertas de acero, nombres en las jaulas, lámparas de luces LED, incienso por doquier, piso de roca pulida, cimientos de cemento y un largo acabado de perlas en las entradas. No sólo era excesivo en lujo, también estaba a un paso de ser considerado una habitación de hotel en vez de un establo.
Rocé una placa de heno en mi transitar. Mientras más me acercaba a la jaula de Blue, más escuchaba los bufidos de los animales. Una sensación difícil de describir me embargaba cuando estaba cerca de uno. Como si una parte de mi alma recordara algún momento importante que dejé en el pasado.
Retorné la mirada a Shawn. Noté lo mucho que amaba ese lugar. De pronto una pregunta punzó en mi cabeza. No estuve segura al instante, pero Shawn me inspiraba confianza.
—¿La amas?
—¿Disculpe? —preguntó ante la pregunta.
—A tu prometida.
Conduje a Blue hasta la puerta de su jaula y entré con él. Shawn permaneció callado, pensando su respuesta. Aunque de su boca no salió una respuesta rápida, su semblante lo decía todo. Amaba a esa mujer con cada respiro, palpitar o movimiento de su cuerpo. Era evidente lo mucho que la quería.
—Como no he amado a nadie —confirmó con una sonrisa.
Sus dientes eran disparejos, su cabello un panal de abejas, sus ojos estaban más juntos de lo normal, poseía una piel atestada de granos y sus manos eran tan pequeñas que se perdían en las bridas. Su ropa bailaba entre la poca carne de su cuerpo y los pies eran más grandes de lo que debían ser. Era un estereotipo nada agradable a la vista, pero poseía un corazón tan grande como el número de sus zapatos. Después de escuchar eso, mi corazón se estrujó. Inspiré profundo antes de salir del establo.
—Espero que sean felices. —Miré atrás por última vez.
—Lo mismo para usted, Alteza.
—Gracias —farfullé al mirar el techo de madera.
La felicidad no era algo que estuviera predispuesto para mí.
Le di unos cubos más de azúcar a Blue. Me despedí de él con un beso en la frente. Me resopló el cabello que caía en mis ojos.
—Te veré mañana, grandote. —Giré—. Hasta mañana, Shawn.
—Hasta mañana, Alteza.