Detuve mi caminar y reposé las manos en mi cintura.
—¿Cuántas veces debo decirte que me llames Kay?
Asintió cabizbajo y ocultó una sonrisa tras ese rostro moreno.
—Adiós —me despedí con un suave movimiento de manos.
Lo dejé en el establo. Una vez que los animales volvían al establo, el trabajo de Shawn y dos encargados más era bañar a los caballos, darles de comer, aplicarles un hunguento en los cascos y cepillarlos hasta que se relajaran para dormir placenteramente. Cada vez las especificaciones de mi madre eran peores. ¿Quién pone hunguento en las patas de un caballo?
Lo único que deseaba en ese momento era un burbujeante baño de espuma y recostarme diez horas como mínimo en la mullida cama. Quería olvidarme del mundo en el que vivía, muriendo para aquellos que podían sobrevivir sin mí. Desgraciadamente, cuando eres una princesa no puedes darte el lujo de ser normal. Cuando llegara a mi habitación no me esperaba la pijama junto a una taza de chocolate caliente. Me esperaba un incómodo vestido pensado para mi prometido.
Mi mucama personal, Tessa, tenía preparado el baño después de cabalgar. Aspiré el aroma a especies, flores y algunas sales, brotando de la bañera al traspasar el umbral del baño, notar el grifo abierto y sus manos dentro del agua, cerciorándose que la temperatura fuera ideal para el baño de la Alteza. Llegué tan sigilosa que Tessa no notó mi presencia. Las puertas no sonaban, la madera bajo mis pies no crujía y mis botas no tenían tacón. Eso volvía más sencillos mis escapes, si hubiese tenido la osadía.
Tessa poseía una bellísima piel morena, ojos miel, cabello n***o azabache, estatura y medidas promedio, junto a un encanto y obediencia inherente. Esa muchacha era la más sumisa de todas. Obedecía sin buscar nada a cambio más que el bienestar de las personas para quienes trabajaba. Mi madre tenía sus lacayas, como ella las llamaba, pero para mí eran personas más, sin preferencias o desacreditaciones. Solté un larguísimo suspiro e inserté las manos en mis bolsillos traseros.
—Tessa, dime que no hay nadie esperándome. —La observé enderezarse igual que un resorte y cerrar la llave del grifo—. Es lo único que deseo para que mi día no culmine en desastre.
—Me temo que no será posible, Alteza —respondió por lo bajo, con esa voz tan suave como el roce de un pétalo—. Su prometido lleva una hora sentado, leyendo uno de sus libros, en el salón principal. Me pidió encarecidamente notificarle cuando usted regresara de su cabalgata. ¿Desea que le avise?
Cansada, me desplomé en la silla de caoba junto a la cómoda. Negué con la cabeza. No necesitaba a un furioso prometido en el salón principal, preguntándole a quien encontrara por mi. Me recosté en la silla. De pronto sentí las manos de Tessa quitarle el nudo a las botas. Antes de terminar de desanudar, detuve una de sus manos y emití una ligera sonrisa. No era como mi madre. No necesitaba que me limpiaran el trasero. Tenía manos para valerme por mi misma. Y Tessa no era una esclava, era mi ayudante personal, aquella que podía enviar a la Luna por leche.
—Tranquila. No soy del todo inútil —confirmé antes de agregar algo de lo que me arrepentiría más tarde—. Mejor dile a mi prometido que me espere otra media hora, por favor.
Hizo la reverencia habitual.
—Lo que usted ordene.
Odiaba las reverencias, pero si las corregía y mi madre se enteraba, era capaz de sacarlas a la calle por insubordinación. Era muy indolente con las personas que trabajaban en la mansión. Los veía como inferiores que no debían elevar la cabeza para no molestarla. Una jodida reina caprichosa; eso era.
Me desprendí de la ropa y arrojé en la cesta del baño. Sabía que una vez fuera de la tina, Tessa vendría por ella y la llevaría directo a la lavandería. Más tardar en una hora regresaría planchada y perfectamente limpia al armario. Era una infaltable tarea cotidiana. Entré a la tibia bañera. Me sumergí en las burbujas. El aroma almizclado del agua y la sensación del jabón en mi cansada piel, me pedían quedarme allí para siempre. Cerré los ojos ante el aroma de las esencias. Dejé manar de mis poros todo el cansancio que albergaba mi cuerpo. Después del día, era imperativo relajarme por completo antes de enfrentarlo.
La última vez que Dominic me visitó, fue con la precisa intención de elegir el lugar de la luna de miel. Llevaba folletos en sus manos, una despampanante sonrisa en sus labios y la esperanza de un nuevo amor palpitante en mi pecho. Esa tarde no accedí a responder sus preguntas e intenté alejarme con la esperanza de no volverlo a ver. Dominic me visitaba cada día sin falta, como un doctor que no deja solo a su paciente favorito.
Cerré los ojos. Un golpe seco resonó en la madera de la puerta.
—Princesa, su atuendo esta listo.
Suspiré, resignada a no gozar de un poco de paz.
—Gracias, Tessa —respondí.
Retiré la tapa de la bañera. Dejé que el líquido fluyera por el desagüe. Quedó un leve residuo de espuma por los contornos y orillas de la tina. Enjuagué mi cuerpo en la ducha principal y envolví mi piel con una de las toallas. Quité el vapor del espejo de cuerpo completo que reposaba en una esquina. La mujer de cabello mojado y piel pálida no era yo, era un fantasma que se apoderó de mi cuerpo veinticinco años atrás. Moví la cabeza, elevé los brazos. El reflejo imitaba mis movimientos. Solo eso hacía: imitar lo que alguien más ordenaba, sin voluntad propia.
Mi vestido favorito reposaba en la cama. Esperaba el siguiente cuerpo que poseer. Mis dolorosos pies se acercaron, mientras permitía que la punta de los dedos rozaran la suavidad de la tela. Lo más irónico era que le luciría mi vestido favorito a la persona que más odiaba en toda Inglaterra. Arrastré los pies hasta el vestidor. Tessa me siguió a la esquina de la habitación. Me ayudó con el vestido. La tela color fuego, suelto y con movimiento, cayó sobre mi cuerpo. Cubrió aquellas zonas que el promiscuo buscaba descubrir. Pedrería fina ostentaba el apretado corsé, junto a unos finos tirantes que caían sobre mis hombros. El vestido tenía el toque de elegancia necesaria.
Mientras humectaba mi piel con crema hidratante, Tessa arregló el voluminoso cabello que caía en risos por mi espalda. Colocó una pieza en forma de mariposa en uno de los extremos y dejó caer el resto de los risos por efecto gravitacional. Buscó unos pendientes de rubí en el cajón de las joyas y me entregó el anillo de compromiso como toque final. Rocié una pequeña porción de perfume en mi cuello y muñecas antes de reverberarme.
Mis ojos verdes y piel aceitunada, complementaban la combinación perfecta de elegancia y porte, requerido por la corona que con prontitud reposaría en la cima de mi cabeza. Me enloquecía pensar en ese momento. Sabía que tarde o temprano tendría que afrontar aquello que causaba mi más grande dolor.
Vislumbré una vez más mi cuerpo en el espejo, antes de insertar los dedos en los rizos. Ansiaba desaparecer de allí. Quería una vida sin obligaciones, compromisos o un destino estipulado. Solo quería disfrutar mi juventud a plenitud.
Tessa carraspeó su garganta. Moví los ojos a través del espejo.
—No quiero agobiarla, Alteza, pero la esperan.
Llené los zapatos con el grosor de mis pies. A regañadientes abandoné la habitación y emprendí el incómodo descenso por las escaleras principales. Una enorme alfombra aterciopelada derrapaba por el centro, mientras el sempiterno brillo de los pasamanos relucía bajo el trasluz de la tarde. Un piso de granito brillaba cuando el sol tocaba ciertas secciones, al son de mis tacones resonando sobre él, conduciéndome a esa parte de la mansión que amaba, pero no cuando él estaba.
Mi prometido reposaba como una estatua en el sillón aledaño a la ventana, inamovible, observando la naturaleza en todo su esplendor. Notaba como su mirada se perdía en la espesura del bosque frente a él, al difuminar todo a su alrededor. Cuando notó mi arribo, giró en mi dirección, ajustó el botón de su chaqueta gris y se dirigió a mi con elegancia, no sin antes dejar un beso en mi mejilla derecha, sujetar mi mano y conducirme de regreso al sillón. Su voz era gruesa, varonil, amortiguada por un léxico perfecto y ese acento inglés que enloquecía a las americanas.
—Llevo una hora esperándote —susurró.
Su voz no albergaba reproche. Sus ojos me culpaban por hacerlo esperar tanto tiempo, cuando ni siquiera lo recibiría con un beso en los labios. Descendí la mirada a nuestras manos y observé el lujoso anillo brillar en mi dedo anular.
—Te pido disculpas, Dominic. No fue mi intención.
Deslicé una pequeña sonrisa, oculta entre las verdaderas razones que albergaba en la parte más intrínseca de mi ser. Sus ojos de gato me veían como si fuera lo más importante en su vida; esa piedra preciosa por la que recorría mil leguas de mar. Si no conociera a plenitud su historial de mujeres y el encanto que muchas decían que poseía, le habría creído que era la única mujer en quien pensaba. Dominic no era la clase de hombre que se ataba a una sola chica, menos cuando esa mujer no lo quería de piernas abiertas, bocas húmedas ni sudor corporal.
—Descuida —farfulló al besar mi mano—. Te he extrañado.
—Nos vimos ayer.
—Son veinticuatro horas sin ti. Ya quiero que seas mi esposa.
Esos ojos me lastimaban. Me quemaban como un sello de ganado. Sabía, muy en lo profundo, que Dominic me quería, aunque yo no pudiese corresponder ese cariño. Y no porque el hombre ante mi fuese un espécimen de estudio, sino porque no confiaba en él. Para todas las mujeres que se derretían en sus brazos, él era precioso, con esos ligeros reflejos dorados en su cabello rubio, nariz tallada por los dioses, ojos grises que te hipnotizaban, un rostro esculpido en mármol y una piel envidiable. Poseía una altura que ni en tacones alcanzaba, dos sensuales lunares que adornaban parte de su cuello y unos gruesos labios rosados llenos de besos contenidos para mí.
Era el Adonis perfecto para las mujeres del Reino Unido, excepto para mí. Y no porque no era agradable, sino porque mi corazón no tenía dueño. Durante años me esforcé en cerrarme al amor. No sólo era el hecho de vivir encerrada. Tampoco me permitía soñar con un caballero de brillante armadura que subiría hasta mi habitación y me robaría a mitad de la noche. Mi vida no era un cuento de hadas ni una historia de Disney. La realidad era totalmente diferente. No había un caballero esperando por mí al final del arcoiris, ni había una fila de hombres en la entrada de la mansión esperando tener mi mano.
Dominic descendió el rostro y afianzó el agarre en mis manos.
—No lo apresuremos —comenté—. Tenemos mucho tiempo.
Separó nuestras manos y apretó la mandíbula.
—No el suficiente para ti.
Me esforzaba cada vez que Dominic me visitaba. Reaccionaba de la mejor manera a sus halagos, sus cumplidos y cualquier conversación que tuviésemos. Sin embargo, Dominic sabía que nunca podría quererlo como él quería. Un matrimonio forzado no es una entrada perfecta a una relación. Quizá sí nos hubiésemos conocido en otra vida, nos hubiésemos enamorado. Las circunstancias en las que estábamos no tenía nada que ver con el amor ni ese bonito sentimiento que leía en los libros.
—Dominic.
—Sé que no me amas, Kay. Sé que te casarás conmigo por obligación, pero aun así deseo que nuestro matrimonio sea próspero. —Colocó una rodilla en el piso y acunó mi mejilla en su palma—. Te quiero, Kay. Y deseo más que nada que correspondas mi sentimiento. Sabes que jamás podría forzarte. Sólo te pido que lo pienses un poco. No queremos atormentarnos el resto de la vida por no ser siquiera amigos. Nos espera una larga vida, Kay.
No podíamos ser amigos, cuando una parte de Dominic ansiaba verme desnuda, quería que compartiéramos besos y habitación. Los amigos no hacen eso. Y una amistad tampoco nace de la noche a la mañana. Es imposible que pudiera aceptar un trato como ese. Dominic me pedía una amistad disfrazada con una propuesta de matrimonio. En algún punto hubiera funcionado. Al momento en el que estábamos, pensarlo era ridículo. Dominic debía entender que desde un principio coloqué límites, y aunque él los respetara, no lo conocía a solas.
No sabía cómo responder. Dominic utilizaba su rostro acongojado para expresar sus más íntimos sentimientos. No lo podría querer de la misma manera que él a mí. Albergaba sentimientos por él, pero no sobrepasaban el cariño amistoso o el deseo de sentarnos a tomar un café en algún lugar. Si dejaba de lado el odio que sentí cuando me lo presentaron como mi futuro esposo, podríamos compartir una banca en un parque, nada más.
Él acarició mi mejilla con su pulgar.
—Confío que algún día me ganaré tu corazón —reveló un destino que ambos desconocíamos—. Es usted hermosa, Alteza.
No buscaba dañarlo, pero Dominic se empeñaba en hacerme cambiar de opinión sobre él. Quería que lo amara con todas las fuerzas en algún punto de la historia, aun cuando no estuviera segura de mis sentimientos. Llegué a pensar que él quería mi lástima, en lugar de algo que naciera con el paso del tiempo.
Existen personas que no entienden que el amor no es algo que se puede forzar a sentir; es algo que nace con el paso del tiempo, el cuidado y el abono perfecto. El amor es como una flor, que al no recibir los nutrientes necesarios, no crece hermosa.
Rodé la mirada por los alrededores, a la espera de alguien que nos interrumpiera y destruyera la conversación. Esperé y nada sucedió, lo que me condujo a rendirme ante los encantos del señor Bush y formular una invitación.
—¿Me acompañas a tomar el té?
—Encantado —contestó sonriendo.
Se colocó de pie, extendió su mano para ayudarme a levantar y la llevó directo a su codo. Me escoltó como todo un caballero hasta los jardines traseros. Una cabaña adornada con flores silvestres cobijaba una mesa y dos sillas, bajo un techo de cristal que mi madre ordenó colocar. Ese lugar era precioso para compartirlo con una persona que hiciera vibrar tu corazón, no con alguien como él. Me ayudó con la silla. Dominic también fue educado para mostrar el porte de un posible rey.
Tessa sirvió el té y se retiró a terminar sus labores.
Inserté algo de azúcar en mi té; manía de la niñez. Dominic bebió un poco conmigo y rompió el silencio cernido sobre ambos.
—Mis padres vendrán el fin de semana a ultimar detalles de la boda. —Acomodó la servilleta en sus piernas—. ¿No es problema para ti que mi familia invada la mansión?
—No hay problema —farfullé observando el cielo grisáceo.
Ingirió un poco más de té y fijó la mirada en mí.
—Mi hermano vendrá de Alemania. Quiere estar en la boda.
—¿Tu hermano menor?
Sabía que la pregunta era estúpida, pero desconocía si el padre de Dominic fue promiscuo como él y dejó niños en varias partes. De igual forma, Dominic no respondió de forma arisca; solo asintió con sutileza mi tonta pregunta.
—Sí. Hace años que no veo a Drake.
Hasta donde sabía, Dominic era el mayor del matrimonio, ostentando veintiséis años, mientras Drake, el menor, poseía mi edad. Era más probable que terminara casada con alguien de mi edad, a estar atrapada con su hermano mayor. El problema era que no conocía al hermano menor, ni fui prometida a él.
Los pájaros producían una agradable melodía esa tarde nublada, recordándome que la vida era demasiado corta para pasar tiempo con alguien que no amaba. Y aunque no deseaba convertirme en la obstinada prometida, estimulé un poco la conversación. Pensé muchas noches si la decisión de mis padres marcarían mi vida para siempre. La respuesta era afirmativa. No se trataba de mi vida solamente. Era un pueblo entero. No quería unirme a Dominic. No tenía elección. Así que en lugar de tirarme a llorar, decidí que debía aprovechar la fantasiosa unión.
—Decidí a donde quiero ir después de la boda —indiqué.
Su semblante cambió. Apareció una sonrisa y un brillo en sus ojos. Él esperó esas palabras durante meses. Esperaba que esa frase u oración cambiara su mundo en un segundo, recordándole que aunque no lo amaba, no buscaba herirlo. Dominic bajó la taza de té y concentró la atención en mí. Aunque hubiese caído un meteorito, Dominic no habría apartado la mirada.
—Te escucho —profirió.
Respiré profundo.
—Canadá. —Lo miré a los ojos—. Dicen que es hermosa en esta época del año. Eso deseo para nuestra luna de miel.
Sonrió. Soltó esa hermosa sonrisa que me erizaba la piel. Él era demasiado hermoso, pero mis ojos no lo veían como algo más que un amigo. Sí, Dominic estaba en lo que las personas llamaban la asquerosa zona de amistad estilo realeza.
—Sus deseos son órdenes, Alteza.
Reuní valor para comentar algo más.
—¿Sabes que quisiera amarte?
Su mirada era tan dulce como una piscina de gomitas.
—Lo sé. —Exhaló una fuerte bocanada de aire—. Sus ojos me enmoraron una vez, Alteza, y será así para siempre. Esa mirada inquisitiva me encanta un poco más cada día. Si puedo verla cada amanecer, seré feliz el resto de mi vida. Se lo he dicho mil veces y estoy dispuesto a repetirlo. Sé que me ganaré su corazón.
Sus palabras tocaron mi alma.
—Dominic, algunas personas piden a gritos que los amen —susurré—. Otras como yo, piden a gritos que no se enamoren de mí. No quiero que alguien sufra desamor por mi rechazo. —Miré sus manos—. Me acostumbré tanto a la soledad, que ahora no concibo la idea de compartir mi vida con alguien más.
Dominic soportaba un rechazo tras otro. Siempre se comportó diplomático. Jamás me alzó la voz, me apretó un brazo o se enojó al punto de arrojar una taza de cristal al suelo. No entendía cómo aguantaba la cercanía de la persona que amaba. No poder besarla, abrazarla o siquiera compartir un momento romántico con ella, debía quemarle el alma. Suponía que al paso del tiempo se acostumbraría a mis desplantes y dejaría de insistir. Pero no, ese hombre se afianzó a mí como una garrapata.
—Espero morir a tu lado. No quiero separarme de ti.
Esas eran nuestras conversaciones. Él suplicando una gota de amor de ese pozo sin fondo, mientras yo pisaba cada rosa que traía, recogía los pétalos muertos, los insertaba en la estufa y soplaba las cenizas sobre él. Nunca me detuve a pensar lo que él sentiría. Él también fue forzado a quererme de alguna manera. Y eso me inquietaba. No sabía si sus sentimientos eran reales o derivaban de la presión que su familia ejercía sobre él. Al final de la obra teatral, todos somos títeres del juego del destino.
Ansiaba el día que Dominic llegara al punto de quiebre, donde los sentimientos que profería por mí se consumieran.
Un silencio ensordecedor nos abrazó y una nube negra nos cubrió. Fue la excusa perfecta para escapar de allí. Dominic notó como la lluvia caería en trozos de hielo sobre nosotros, así que se levantó y sujetó mi mano para besarla. Reiteraba, un caballero.
—Las nubes no quieren que este contigo. ¿Te veré mañana?
—Aquí estaré —respondí con una sonrisa.
Antes que el cielo abriera sus puertas y dejara la lluvia caer, entré a la mansión y me cubrí de ese fuerte invierno que en segundos inundó el exterior. Mis tareas fueron adelantadas, dejando el resto del día libre de a******s escolares. Esa tarde deambulé por los corredores. Como casi cada día, me detuve en la biblioteca y extraje uno de los libro clásico que adoraba leer.
Una de las mucamas entró, encendió la inmensa chimenea y mantuvo caliente a la prisionera que se escabullía por las noches al único lugar que amaba. Poco tiempo después me dejé sumir en la profundidad de las letras, la libertad de las hojas y esa sensación de utopía que te embarga hasta los huesos cuando lees una buena historia. Me transporté lejos, como si esa leyenda fuera el barco que me condujo a aguas internacionales, soltó mis a******s y me arrojó en una isla desierta.
Línea tras línea, párrafo tras párrafo de todas esas historias, me enseñaron que ellas también poseían amargos finales, no diferentes a mi propia realidad. Aunque esa realidad que creí tener, no se comparó con lo que prontamente descubrí.