Dicho eso, me alejé de ella y regresé al lugar donde se encontraba mi prometido. Me acerqué a Dominic y sujeté sus dedos entre los míos. La sorpresa se notó de inmediato. Jamás me permití sujetar sus dedos, ni acercarme a él por voluntad propia. Dominic creyó que la coraza comenzaba a agrietarse. Mi madre, la boda, mis suegros, todo me asfixiaba. Necesitaba alejarme de ellos unos minutos y solo hablar con el que sería mi esposo. Dominic miró nuestras manos unidas y una sonrisa brotó de sus labios. Interrumpí un momento con su hermano, pero a Dominic pareció no importarle. Su atención se enfocó en nosotros.
—Disculpa, Drake. Te robaré a mi prometido.
Separándonos de las personas, lo conduje a la biblioteca. Cerré la puerta al entrar. Caminé hasta él, moví las manos sobre mi torso y solté una bocanada de aire. Lo que estaba a punto de decir no era sencillo, requería un momento de preparación.
—¿Cuál es el misterio? —preguntó Dominic.
—Quiero ultimar los detalles de la boda.
Caminaba alrededor de los muebles. Me era imposible permanecer en un mismo lugar. Los nervios aceleraban mi corazón y enfriaban mis manos. No estaba preparada para nada de lo que sucedería en cuanto el anillo de oro entrará en mi anular. El imaginarlo no solo me privaba del oxígeno, también me obligaba a pensar terribles cosas que juré no volver a plantearme. Dominic tampoco estaba listo para lidiar conmigo. Una cosa era verme una hora al día, y otra muy diferente convivir siempre a mi lado, recibiendo más que desplantes.
—¿Qué quieres ultimar? —inquirió.
Coloqué las manos en mi cintura y relamí mis labios.
—¿Dónde viviremos?
Por la expresión de su rostro, no era lo que esperaba.
—Pensé que querrías vivir aquí.
—¿Es lo que quieres? —indagué.
Se acercó. Por primera vez utilizó uno de sus dedos para elevar mi mentón. Dominic acarició mis mejillas por primera vez en meses. Aunque lo dudó, detuvo un dedo en mi boca y contempló esos ojos que se resistían a mirarlo de la forma que él quería. Una luz brillante brotó de sus ojos, justo cuando mi corazón se alteró por el toque de su mano.
—Mi hogar es donde tú estés.
No creía que Dominic tuviera la capacidad de cambiar su reputación de mujeriego y convertirse en el hombre de una sola mujer en tan poco tiempo. Me resultaba insólito que le quisiera entregar su corazón a una mujer que lo masacraría sin el menor pudor. Era inadmisible su aparente cambio de parecer. Y aunque no podía meter las manos al fuego por él, algo me decía que decía la verdad y sus intenciones conmigo eran puras.
—¿Es por tu madre? —profirió.
—No tienes idea de lo que la reina puede ser —respondí su inquietud—. Intenta controlar mi vida, tomar decisiones que no le competen y moldearme a su antojo. ¡Ya no la soporto!
Dominic deslizó sus dedos entre los míos.
—Si te incomoda, podemos buscar un lugar.
Sonaba hermoso, pero era imposible. Si salía de la mansión, automáticamente perdía todos los derechos que por linaje me pertenecían. No podría ganarle a la reina sin jugar sucio. Tendría que apelar a reglas y normas nuevas, que nunca tendrían aprobación por el consejo de la familia real. Estaba atrapada entre la reina, la monarquía y mis propias ambiciones.
Separé nuestras manos y me dirigí a la ventana. La luz de la luna se proyectaba a través de los ventanales. El bosque desnudo que se alzaba en la distancia, permitía que los rayos de la luna me dejaran ver una persona entre los árboles. Intenté aclarar la visión, pero la mano de Dominic en mi codo me regresó a la realidad. Cuando pestañeé, la persona que creí ver ya no estaba. El estrés no solo me afectaba el cuerpo. Comenzaba a perder facultades. En lugar de pensar en la persona, giré sobre mis tacones y miré a Dominic. Él esperaba en silencio.
—Se nos consume el tiempo —susurré—. Pasado mañana estaremos en el altar. No tenemos opciones, Dominic. Tendremos que quedarnos en la mansión hasta que herede el trono.
Dominic sujetó mi muñeca y me acercó a su cuerpo.
—Nada malo le sucederá —afirmó—. Se lo prometo, Alteza.
Su mirada decía todo lo contrario. Dominic me demostró que las personas somos una máscara veneciana: tenemos dos caras. Lo que su boca profería, sus ojos negaban. Estaba preocupado por todos, aunque un poco más por mí. No supe qué demonios se apoderó de mí en ese instante. Lo único que deseaba eran unos brazos que me apretaran y una boca sincera que me asegurara que todo estaría bien. Cuando Dominic no se acercó más, yo lo hice. Reposé el rostro en su pecho. Escuché los latidos de su corazón y sentí como sus brazos me atraían más a él.
Dominic no tardó en apresarme. Cada día que transcurría era atraída a él de una manera misteriosa. No sabía exactamente el porqué sucedía, sin embargo en sus brazos me sentía segura, como hacía mucho no lo estaba. Su perfume invadió mis sentidos. Por ese preciado instante olvidé mis problemas. Me perdí por completo en él. Toqué su costoso traje con la punta de mis dedos y cerré los ojos ante la sensación hormigueante en mis manos. Dejé que el perfume de Dominic me invadiera unos momentos.
Tal vez no me amaba y solo sentía lástima por mí, pero ese momento fue épico, hermoso. Aunque detestaba admitirlo en voz alta, comenzaba a gustarme el como me sentía con él. Era una mezcla confusa de sentimientos: respeto, protección, compasión. Con él me sentía alejada de los problemas y la muerte que precedía mi familia. Me separé unos centímetros de su pecho y elevé la mirada. Me embriagó una sensación de protección que con prontitud se convirtió en algo más. Conduje mi mano a su mejilla y sentí la suavidad de su piel bajo mis dedos.
—Es increíble que haga esto —susurré.
Su rostro denotaba curiosidad, junto a un toque de confusión. De un impulso me coloqué en puntillas y dejé un tierno beso en sus labios. Fue un simple roce, algo momentáneo, con la durabilidad de una estrella fugaz surcando el cielo. Dominic cerró los ojos unos segundos, embobado por la intromisión. Al abrirlos, algo en ellos cambió. Con sutileza tocó sus labios, maravillado por el impulso que me condujo a ellos. Emitió una tierna sonrisa y soltó una enorme bocanada de aire.
—Primera vez que me besas.
No esperaba que preguntara los motivos de mi impulso.
—¿Por qué?
No tenía idea. No le respondí.
Sus ojos no se apartaron de mis labios. En un ligero movimiento nuestros labios se unieron de nuevo, saboreando el vino en su boca, el dulzor del postre y el agridulce momento que con prontitud sucedería. Dominic profundizó el beso, impregnándole algo de pasión. Mis manos permanecieron en su pecho, mientras él sostuvo mi cintura. Se apartó con sutileza y aspiró una bocanada de aire. El beso nos extrajo oxígeno.
No podía creer lo que sucedía. Estaba besando al hombre que hace unos instantes no era más que repulsivo. Él acunó mi mejilla y sonrió como estúpido. Para él era un sueño. Para mi fue una inadecuada manera de desahogarme. El problema era que tarde o temprano tendría que rendirme ante él. Kay Greenwood bajaría la guardia ante el hombre que sería su esposo. Nadie creería que pasados los años no tendríamos descendencia, o que jamás se nos vería sonriendo o en una cita como una pareja feliz. Ya teníamos suficiente con la prensa amarillista como para darle más motivos de sospecha a la nación. No era justo para ninguno.
Dominic preguntó una vez más.
—Seré tu esposa, Dominic. Debo besarte —respondí.
Apartó la mano de mi mejilla. Dominic se alejó. Lo entendía. Fue un golpe bajo para un nombre que profería estar enamorado de mi. Lo apuñalé con esas seis palabras, cargadas de un sentimiento imposible de detener. Lo había besado, pero eso no significaba que estuviese profundamente enamorada de él ni que mis sentimientos hubiesen cambiado en dos días.
—¿Debes besarme? —repitió.
—No fue lo que quise decir.
—Fue exacto lo que quisiste decir —bufó en respuesta.
Dominic colocó ambas manos en el espaldar del sofá. Blanqueció sus nudillos ante la fuerza ejercida. Mordió su labio inferior y soltó una risa escalofriante antes de regresar a su sonrisa habitual. Fue un cambio tan brusco, que pensé cosas malas sobre él. Hasta ese momento Dominic se comportó como un caballero, no obstante, la forma en la que tomó mi respuesta no fue la que imaginé. La sonora y burlesca risa escondía algo.
—Se deben preguntar a donde fuimos. —Planchó las arrugas del traje—. No quiero que te juzguen.
Tragué saliva.
—Estoy de acuerdo —sellé al resonar mis tacones.
Sin decir nada más al respecto, emprendimos camino afuera. De pronto Dominic me sujetó por el codo antes de salir. Esas miradas que nunca llegarían a fundirse en una sola, chocaron de nuevo. Sus ojos seguían del mismo color, pero el brillo se marchó.
—Kay —comentó—. Mi familia se quedará hasta la boda.
—¿En la mansión?
—Sí. —Soltó mi codo—. ¿Te incomoda la presencia de miembros ajenos a la corona? pregunto porque tus padres fueron quienes nos ofrecieron hospedaje para evitar los viajes.
No me agradaba la idea, pero a esas alturas mi palabra no valía nada. Si los reyes de Inglaterra ofrecían la mansión, la palabra de la hija no cambiaría nada. Era innecesario gastar saliva en personas que no darían su brazo a torcer.
—No me molesta. —Le sonreí—. Lo que sea mejor para ti.
Uní nuestras manos. Vislumbré bajo las pestañas como su mirada descendía al agarre. Sabía que estaba molesto y era manipulable, pero no despegó su mano de la mía. Caminamos de regreso al salón luciendo como una pareja que se amaba. Todos estaban en el mismo lugar, con tazas de café en sus manos.
—Discúlpame, Dominic —pronuncié—. Estoy cansada.
Él hizo una reverencia y besó mi mano.
—Descanse, Alteza.
Recibí los buenos deseos antes de dormir. Subí las escaleras con Stella hasta la habitación de la princesa. Ella, abandonando sus buenos modales, se lanzó sobre la cama y rodó como un perro sobre una alfombra. El cabello se derrapó sobre las almohadas mientras un gemido brotaba de sus labios ante la suavidad de la cama. Repitió cuatro veces que mi cama era muchísimo mejor que dormir en una tienda de campaña. Cuando quise preguntar a qué se refería, ella soltó una pregunta.
—¿Así que ese es tu prometido?
—Ese personaje —respondí quitándome los zapatos.
Caminé a la cómoda. Dejé las joyas dentro y lancé los zapatos en un rincón. Stella descendió de la cama, sujetó mi mano izquierda con más fuerza de la necesaria y elevó los dedos hasta la altura de su mirada; quería escanearlo a detalle.
—¿Qué eres? ¿Un soldado? —pregunté cuando sentí la presión en mi mano—. ¿Desde cuándo tienes tanta fuerza?
Ignoró mi pregunta. Se limitó a observar los quilates del grillete en mi dedo. Noté como centelleaban sus ojos al verlo.
—Es hermoso. —Me soltó.
—¡Pesa demasiado!
—¿No te lo quitas?
—No.
—¿Por qué? —preguntó confundida.
Lo elevé y divisé los destellos que irradiaba el diamante con los reflejos de la luz. Era un prisma bellísimo, como recién salido de una joyería. Me enamoré de él. Fue el segundo amor de mi vida después de Stella y antes de él. Aunque siendo sincera, hubiese vendido mi anillo por un beso de sus labios sin pensarlo dos veces. No sabía cómo sucedió todo, pero de un momento a otro estuve rendida por completo a sus pies, como una desgraciada. Él se ganó mi corazón con cada sonrisa.
—Me gusta —certifiqué.
Stella socavó un sonido en su garganta y rascó su mentón.
—Pero no te gusta la persona que te lo entregó.
La miré antes de colocar las manos en sus hombros.
—¿Cómo lo sabes? Acabas de llegar. No te he dicho nada.
—Te conozco, Kay. ¿Crees que nos acabamos de encontrar?
Mi cuerpo se desplomó en la cama y mis ojos viajaron a la lámpara del techo. Me empujó a un lado y quedamos con la mirada fija en la lámpara de cristal que colgaba como una araña del techo. Amaba esa lámpara. La mayoría de mis obsequios provenían de personas con las cuales nunca entablé una conversación decente, pero esa lámpara tenía un anillo en medio.
—¿Soy tan obvia?
Stella hizo un gesto, indicándome que era bastante obvia.
—¿Por qué debes hacerlo?
—Estamos arruinados.
—¿Cómo es posible? —inquirió sorprendida.
Repetí la historia una vez más. Quería creer que mientras más la contara, menos realista sonaría, pero no era posible.
—Mis padres acabaron con el dinero de mis abuelos. Vendieron algunas propiedades, se aliaron con otras personas, obtuvieron dinero manchado en sangre e incluso, como último recurso, me vendieron como una vaca para el m******o.
—Es horrible.
La expresión en el rostro de Stella no tenía comparación. Encontraba deplorable las medidas ejecutadas por mis padres para salir del ahogo económico. Si en ese momento aún quedaba un poco de lástima en Stella, murió al contarle la triste historia de mi vida y como terminaría si no actuaba de inmediato. Giré sobre la cama y me sostuve del codo. Estaba cansada de impartir lástima. Buscando un mejor tema que debatir en lugar de la misma historia de la princesa, indagué sobre su trabajo.
—¿Qué has hecho en ese exótico país? ¡Cuéntamelo todo!
—Hay mucho que contar, pero antes preguntaré algo importante en este momento. —Ante mi impaciencia por su pregunta, Stella inquirió—: ¿Ya tienes el vestido?
Escondí el rostro entre mis manos y me lancé de espaldas. El tema del vestido era uno de los innombrables. Odiaba cuando alguien me preguntaba sobre ese momento. Me iba a casar, pero no por eso debían recordármelo cada segundo del día. Además, el vestido era la cosa más fea que vi en toda mi vida.
—Es horrible, Stella.
—Muéstrame —demandó.
Me levanté de la cama. Arrastré los pies hasta la envoltura transparente. Lo descolgué del armario y extraje del protector. Sentí de nuevo la tela entre mis manos, ardiendo en mis palmas. Lo arrojé sobre Stella. Ella lo sujetó frente a sus ojos e indicó con una mueca lo que sus labios callaron.
—Es como.... —No encontraba las palabras—. Es un...
—Vestido de mujerzuela —completé.
—¡Yo no lo dije! —comentó entre risas.
—Considérame culpable. —Me toqué el pecho—. Solo míralo.
Nos enfocamos en mirar la tela que caía hasta la alfombra. Stella levantó una ceja, carcajeándose ante mi expresión de asco por la tela, el encaje, los adornos, el vestido. Mi madre no pudo encontrar algo más extravagante y poco elegante, que esa abominación de vestido. Stella se levantó de la cama y se arrodilló ante mí, con sus manos en las mías.
—Tengo la solución a tu problema de moda —agregó.
Corrió a la siguiente habitación. Quise perseguirla, cuando regresó con una enorme caja de regalo en sus manos. La caja era más grande de lo que sus brazos soportaban. Me la entregó con la sutileza que nunca tenía. Estuve curiosa de ello desde el instante que cruzó el umbral con la caja tamaño familiar.
—Espero te guste.
Me sonreía como una niña traviesa. Descendí la mirada a la caja. Desaté el lazo y descubrí la belleza que reposaba dentro. Mis ojos se maravillaron al distinguir el hermoso vestido que yacía dentro, a la expectativa de un cuerpo que poseer. Mis dedos se paralizaron. No me atrevía a tocarlo. Como Stella nunca fue la clase de mujer que aguardaba por otros, me empujó por la cintura y me apartó de la caja. Sujetó la parte superior del vestido y lo soltó contra el suelo. Cayó como una cascada. Bajo el candelabro se veía a plenitud los pétalos de rosa que adornaban la zona inferior. Encaje diferente al odiado bordeaba la tela. No era blanco. Tenía un hermoso color ostra. El corte en uve no era pronunciado, los tirantes caerían sobre los hombros y la espalda estaba cubierta. Era el vestido más hermoso que había visto.
Sin preámbulos, Stella lo colocó en mi pecho y me arrastró al espejo. Me reverberé. Ya no tenía el rostro constipado por el vestido que usaría en dos días. Vi mi sonrisa. Era feliz.
—Es perfecto.
El encaje que adornaba el vestido era hermoso. Solté una quejido, emocionada por primera vez en tanto tiempo.
—¿Cómo sabías que no me gustaría el vestido?
—Conozco a tu madre.
Stella devolvió el vestido a la caja. Por primera vez en años, sonreía por algo que en verdad me agradaba. La boda era una mampara, pero el vestido aportaba una gracia singular que nadie me quitaría. Luciría como toda una reina, aunque caminara sobre huesos y el diablo me esperara al final del pasillo. Pegué su cuerpo al mío y colgué mi brazo en su hombro.
—¿Y si me hubiera gustado el de la reina?
—Igual usarías el mío. —Enarcó una ceja—. Esto voló muchas millas hasta aquí, así que no aceptaría un no por respuesta.
La abracé. Era una bendición tenerla conmigo. Le agradecía al cielo y al destino que la llevó conmigo, porque sin ella todo lo que sucedió no habría ocurrido ni lo habría soportado. Le pregunté en qué momento subió el vestido. Ella respondió que Tessa fue una de las cómplices que la ayudó a esconderlo.
—Me hiciste muchísima falta, Stella. —Besé su mejilla.
—Y tú a mí, traviesa. Pero ya me voy. No quiero que tu madre aparezca y me a***e por no dejarte dormir. —Caminó hasta la puerta, la abrió y asomó la cabeza—. Mañana te contaré los detalles sucios de mi viaje. Te dejaré sin aliento.
Me guiñó y se marchó, dejando la caja sobre la cama.
De nosotras, Stella siempre fue alocada, volátil, curiosa y perspicaz. Yo era pasiva, tranquila y temerosa. Por esa razón mi madre decía que me dejaba influenciar por ella y cometía atrocidades con mi vida. Mi infancia fue demandante y estrictamente educativa, por lo que Stella era como una lluvia fresca en un día caluroso; me alegraba la vida. Ella era lo único bueno, puro y amable que estaba en mi vida.
Esa noche me coloqué la pijama de seda y sucumbí ante el profundo sueño que fue el inicio de mis desdichas.
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Bosques oscuros llenos de hiedra y espesas neblinas, me impedían visualizar del lugar a donde me dirigía. Una noche sin luna auspiciaba una tormenta de incertidumbre y angustia, erizando el vello de mi cuello ante la fuerza de la brisa. Esa noche sentía que debía parar, pero mi caballo no se detenía, las luces disminuían y mi alma lloraba. Mi corazón era impulsado por un deseo incontrolable que me abrazaba y me atraía a un futuro incierto. Sabía que debía detenerme y regresar, pero la sensación que corría por mis venas y erizaba mi piel, me lo impedía. Mi alma gritaba unirse a algo mágico y único; algo que prometía placer y muchos problemas. Sucumbí ante el ser que me atraía a sus brazos, piel, voz y cuerpo como un imán de metal.
El viento se apoderó de mi cabello y mis ojos perdieron poder por la neblina. El caballo se cansó y al final se detuvo abrupto, obligando mi cuerpo a estremecerse. La gélida noche retorció mis nervios y movió mi cabello al compás de los grillos nocturnos, sin percatarme que alguien observaba desde la distancia.
El ser me reclamaba, me llamaba. Aunque intenté enfocar mis ojos y mirar alrededor, no pude encontrarlo entre tanta oscuridad. Quería gritar su nombre, pero mi garganta no emitía sonido y ardía ante la cantidad de palabras contenidas. Mis pies se anclaron a un solo lugar y perdí la agudeza de los sentidos.
Al final caí sobre la hiedra y el alma abandonó mi cuerpo.
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Desperté con enormes gotas de sudor corriendo por mi cuello y frente. Estaba empapada, como si acabara de correr un maratón. Transité las manos por mi piel. Me levanté de la cama, entré al baño y enjugué mi rostro con agua fría. Fijé la mirada en la mujer demacrada frente al espejo, llena de incertidumbre y ahogada en sus penas. Pocos minutos después retorné a la cama y verifiqué la hora marcada. Eran las dos de la mañana. Sentía que no había dormido. La sed adhería en mi garganta y el calor de la pesadilla, me llevó a beber el agua que permanecía en la mesa junto a mi cama. Me levanté a las cocina por un poco más.
Bajé las escaleras que daban a la cocina. Noté el silencio que reinaba a esa hora. Vislumbré los lugares bajo la escasa luz lunar que se colaba por los ventanales. Abrí el refrigerador por agua. Una variedad de frutas despertaron mi apetito. Había un pastel de chocolate a medio comer, una extensa variedad de quesos importados, salsas, comida envuelta en aluminio y muchísimas frutas. Suponía que algo bueno debía salir de mi futuro matrimonio. El refrigerador estaba lleno. Una bandeja en la parte inferior estaba llena de manzanas rojas, amarillas y verdes. Elegí una verde. Cerré de nuevo el refrigerador, casi muriendo de un infarto al notar una persona oculta entre las sombras.
Mi corazón llegó a la boca y el estómago crujió como cereal.
Asustada, permanecí en mi lugar, temblando y exigiendo:
—¡Identifícate!
Traté de mantener la voz fuerte, pero temblaba. Con las amenazas y el precio que tenían por nuestras cabezas, no sería extraño que alguien esperara hasta las dos de la madrugada para asesinarnos. De la sorpresa, la manzana rodó de mis manos y chocó con sus pies. El irreconocible ente que se encontraba sumido en la oscuridad, se agachó, recogió la fruta prohibida y la extendió ante mi. Me mantuve tensa, analizando qué haría.
—No se asuste —articuló un hombre—. Soy Drake.
—¡Dios mío! —Respiré al reconocerlo.
Su cuerpo permaneció escondido en las sombras de la cocina, pero el reflejo de la luna permitía distinguir una parte de su rostro. Coloqué una mano sobre mi corazón. Respiré con calma e intenté regresar a la normalidad. Otro susto y me infartaba. Drake dio un paso adelante y colocó la manzana entre nosotros.
—Perdone. Mi intención no era asustarla.
—Descuida —contesté—. Fui algo paranoica.
Regresó a su lugar en las sombras y me observó desde allí.
—¿Se encuentra bien? —indagó.
—Sí.
Quería olvidarlo, así que realicé una pregunta rápida.
—¿Te robas la comida?
Al trasluz se veía una caja de cereal a medio romper. Además, escuché como abría uno de los gabinetes y extraía una taza y un cubierto de metal. Solo existían dos explicaciones para eso: o no podía dormir, o tenía hambre y bajó las escaleras después de la cena, siendo la primera hipótesis tras escuchar su respuesta.
—No podía dormir.
Sirvió el cereal en la taza de cerámica, mientras escuchaba como la leche y el maíz se movía dentro del tazón. La luna bañaba la repisa en el centro de la cocina, coloreándola de azul.
—¿No te alimentan en Alemania? —pregunté.
—Eso no es problema allá —contestó masticando el cereal—. Usted no debería comer tanto o no entrará en el vestido.
Lancé la manzana a la basura y busqué otra.
—Ese no es un problema para mí —le arrojé sus palabras.
Le di un mordisco al fruto prohibido y reí por lo bajo. Drake se detuvo en la claridad de la ventana. Observé sus ojos tornarse de un verde más oscuro. Caminé un par de pasos y me detuve un poco más cerca. Ninguno dijo nada más. Yo mordisqueé tres veces más la manzana antes de lanzarla a la basura.
Una vez terminó de comer, Drake dejó todo en su lugar y se despidió de mi, no sin antes disculparse una vez más por asustarme. También subí a mi habitación, todavía alterada por encontrarlo en la oscuridad. Me metí bajo las sábanas y recé para no tener otra pesadilla. Se volvían frecuentes. Casi todas las noches soñaba con ese bosque, el caballo, la brisa que me llamaba por mi nombre y la persona que me esperaba. Aunque no quería admitirlo, me preocupaba un final sangriento.
Con el tiempo descubrí que no fue sangriento, fue mortal.